miércoles, 29 de noviembre de 2017

SAN JUAN Antonio Caponnetto

SAN JUAN 

 Antonio Caponnetto



  Algunos están señalando culpables, y los hay. Desde hace largas décadas venimos asistiendo a un proceso inexorable cuanto cruel, de inmovilización y desmovilización de las Fuerzas Armadas Argentinas.
  No les han ahorrado agravios, ultrajes, vejámenes, hostilizaciones físicas y espirituales. No se las ha dejado de injuriar y de presentarlas a las nuevas generaciones como un hato brutal de genocidas.
  La prisión retiene a muchos que deberían ser tenidos por héroes, y de la libertad hacen gala el grueso de los enemigos de Dios y de la Patria.


  El menosprecio, claro, les ha ensuciado el alma y es lo más grave. Pero les ha enfermado la materia, que hoy significa el derrumbe de sus armamentos, y la dolorosa patencia de constatar nuestra poca valía física.

  Tanta, que ante dramas como el del hundimiento del Submarino San Juan, rogamos el auxilio a los mismos que asesinaron ayer a los nuestros en la gran batalla del Atlántico Sur. Y no lo llamamos menoscabo a la soberanía sino solidaridad internacionalista. ¡Cuántas malditas elipsis van y vienen, sustituyendo a la palabra veraz que defina como un tajo!

  No son exculpables de este drama las empinadas cúpulas castrenses, cómplices de aquellos precitados enemigos; pero peor aún: verdugos de sus propios camaradas.

  Le entregaron sus fueros, sus galones, sus heridas, sus años de servicio; y al final los dejaron morir entre herrumbres, ante el gozo caínico de los cernícalos marxistas.

  Mucho menos son exculpables los políticos, desde un mediano antaño hasta el reciente hogaño. Si sus nombres no damos es porque todos tienen el mismo y excecrable nombre: democracia.

  A otros, que culpas no mentan, se les ha dado por comparaciones que tienen su asidero. La más certera: tener en vilo a una sociedad por un desaparecido ficto, que apareció al fin para exhibir la nadidad crapulosa de su talla de anarquista blasfemo, y que no guarde proporción alguna ese vivir con el corazón en vilo por los que hasta hoy son una cuarentena larga de desaparecidos reales y honorables. Subleva tanta inequidad manifiesta.

  No negamos las razones de los unos y los otros que aquí quedan retratados. Si sirviera para algo, les llegue nuestro apoyo.

  Sálvese no obstante un desacuerdo que no es de poca monta: la palabra justiciera que castigue a los infames, cargada de pasión y de vehemencia, no puede ser sinónimo de coprolalia, de exabruptalidad y de guturalidad.

  Esta moda malsana no vuelve más eficaz nuestra santa ira. La vulgariza y la destina al olvido.

  Se preguntaba Hölderlin para qué los poetas en tiempos de angustia. Ellos –dice el germano- son semejantes a los sacerdotes del dios de las viñas, que en las noches sagradas andan de un lagar al otro custodiando las semillas y las siembras. Ellos nos sirven de testigos mientras llegue la hora en que aparezcan muchos héroes, crecidos en la cuna del bronce. A menudo, un frágil navío no puede contenerlos, pero después la vida no es sino soñar con ellos. Porque es mejor soñar con los héroes, que vivir sin ellos y en constante espera.

  Sería pertinente recordar estas enseñanzas a los que ahora no cesan de rezumar rencores, resentimientos y angustias sin horizontes sobrenaturales. A los que ahora no cesan su verborrea vacua y huera de todo horizonte sobrenatural y trascendente.

  Stella Maris permita que estén vivos. Pero si los tripulantes del Submarino San Juan han muerto, su sangre no fue vanamente derramada.

  Brotará al unísono, como la voz imprecante e impetrante de un nuevo Jonás, para espetarle al rostro de la ciudad apóstata y crepuscular, que no se puede vivir sin héroes y sin santos. Que no se debe vivir sustituyendo a aquéllos por los paródicos próceres del espectáculo, y escupiendo a los otros en nombre del secularismo.

  Sin duda emergerá del mar esa sangre inocente para limpiar tanta hediondez política, tanta falsedad histórica, tanto orgullo nefando por la contranataura; tanto pacifismo budista y tanto veneno cultural y espiritual desparramado a mansalva.

  Si nuestros pastores fueran católicos; ya mismo, y en comunión con el Pontífice –que se supone que aún recuerda que nació en estos lares y que fue bautizado en la Fe Verdadera- deberían repetir sin pérdida de tiempo una antiquísima costumbre de la España Medieval, que fue costumbre también de otras patrias cristianas.

  Ante situaciones como las que estamos padeciendo se exorcizaba el océano furioso, acción litúrgica que hacían solemnemente delante de los marinos todos, formados marcialmente cual peregrinos épicos, recitando precisamente el Prólogo del Evangelio de SAN JUAN. Y a continuación, esa brava marinería, arrojaba reliquias veneradas a las olas.

  A ver si hay un capellán católico e hispanocriollo en estos lares, que nos convoque a esta acción urgente y urgida. Allí estaremos entonces. Junto a los familiares, los deudos, los que aguardan sin arriar la esperanza, y los que ya han anclado la esperanza en la proa celeste. Allí estaremos, bandera azul y blanca enarbolada, Cruz en alto.

  Porque es mejor exorcizar el océano que confiar en la tecnología de los gringos hipócritas. Y es más eficaz aún que toda la parafernalia de la tierra, el entonar a coro, junto a los mojones de un puerto trinitario, las estrofas imbatibles e invictas del Salve Regina.

Antonio Caponnetto

Nacionalismo Católico San Juan Bautista