sábado, 30 de septiembre de 2017

EL SUPER CAPITALISMO INTERNACIONAL SU DOMINIO DEL MUNDO EN EL AÑO 2000

 EL   SUPER   CAPITALISMO   INTERNACIONAL

SU DOMINIO DEL MUNDO EN  EL AÑO 2000



PEDRO  PIÑEYRO

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723

Buenos Aires

1970

edición del autor 1970


Al genial filósofo,

sociólogo, economista,

creador del  materialismo  dialéctico,

fundador del socialismo científico,

organizador de la "Primera Internacional",

autor del "Manifiesto del Partido Comunista",

de "El Capital",

de cien obras medulosas que acicatearon   la gesta  proletaria.

Quien, a lo largo de cuarenta años de áspera  lucha,

ignoró  sistemáticamente  la  existencia  de

la Banca Rothschild,

el más formidable bastión

del supercapitalismo.


 La narración de la presente obra, ha sido estampada en mas de 700 hojas, razón por la cual nos obligamo a no traducirlo en toda su integridad y adaptar su publicaón agrupando sus capítulos en diferentes espacios, por intrpretarlos de fácil lectura y comprensión.
Los mas extenso de esos contenidos evitados, comprenden especialmente a los clásicos PROLOGOS.
Se evidencia en él, la ambición desproporcionada que ha movido la humanidad a guiar su vida, además de esa "AMBICION MATERIAL", innumerables otros pecados que CRISTO NUESTRO SEÑOR, predijo a que sean evitado.
Es además "EL SUPER CAPIRALISMO MUNDIAL", una larga leyenda de personaje históricos que reinaron en el pasado con sus siempres posibles resultados "EL BIEL O EL MAL".
Cuenta así mismo, resultados que se pueden deducir actualmente evitando terribles falencias y guerras promovidas en toda la tierra.
De nuestros limitados pensamientos, deducimos personalmente, que da al pretendido "NUEVO ORDEN MUNDIAL" bases con suficientemente certeras y efectivas.
La puesta en escenas de tantos ex "LIDERES MUNDIALES" citados en lo escrito, sus ambiciones, proyectos y falta de aplicar "DOGMAS Y MANDAMIENTOS" de la "LEY DIVINA", el hombre debe comprender, corregir, responsabilizar y volcarse a la elección de los estrechos callejones elegidos a los que opto sumergirse o terminantemente inclinarse a los señalados por su creador y dueño.     

NOMINA DE CAPITULOS DEL PRIMER ESPACIO

1-Reacción defensiva inicial
2-La necesidad de creer
3-Un Papa: Inocencio III
4-La Poderosa Iglesia Romana
5-Bonifacio VIII
6-Carlod de Anjón
7-Las sangrientas "ísperas Sicilanas"
8-Felipe el Hermoso
9-Felipe destruye a Bonifacio  

10-Consolids su triunfo sobre Roma





     

















                                                       
 




1.    REACCIÓN  DEFENSIVA INÍCIAL

 

     La Revolución Francesa y la que en 1917 derrocó al régimen zarista, fueron meras etapas de la magna Revolución Universal que empezó a tomar forma concreta en los comienzos del siglo XVI y se halla hoy, a 450 años de entonces, en el momento cul­minante de su evolución.

    Los revolucionarios habían determinado los dos formidables pilares que deberían derribar: el Cristianismo y la Nobleza.

    Con el fin de perfeccionar el planteo original, agregaron posteriormente la Burguesía.1

    En realidad esta nueva clase social no inspiraba preocupa­ción. Carecía de raíces y autonomía; sus integrantes no eran no­bles ni pertenecían a la privilegiada organización religiosa. Eran plebeyos que se habían hecho fuertes al enriquecerse en el co­mercio pero no tenían religión ni patria. No sentían otra mística que la del becerro de oro. Su poderío económico era enorme pero su esencial venalidad les llevaría a someterse y adaptarse a cual­quiera fuerza política que eventualmente asumiera la dirección del movimiento.3

    No hay constancia de que la idea original de la Revolución Universal se deba a una determinada concepción individual.

    Si pensamos que la doctrina mosaica —más tarde cristiana­ron sus dogmas, su culto, su liturgia y esa maravillosa novela que es la Biblia, fue concebida, complementada y perfeccionada por los más brillantes pensadores de cada época en el curso de treinta siglos, podremos también admitir que la idea de la Revolución Universal haya ido estructurándose como producto de reacciones individuales concurrentes contra papas y obispos que desvirtuaron su apostolado para satisfacer su concupiscencia y contra reyes y señores feudales que se apoyaron en sus ejércitos para imponer sus despóticos gobiernos.

    La idea fundamental de la Revolución Universal —original­mente simple expresión de repudio contra mercaderes de la fe cristiana y señores de horca y cuchilla— se fue transformando y complementando en el curso de siglos hasta llegar a ser lo que es hoy: un definido propósito de eliminar religiones obsoletas, para reemplazarlas por una única religión materialista que pronto habrá de imperar, ineludiblemente, en todo el mundo.

 

2.    LA NECESIDAD DE CREER

 

    Si nos limitáramos a considerar objetivamente la dura evo­lución de la Iglesia Romana, con sus penosísimos períodos de lucha, las mortales persecuciones de que se la hizo víctima y el desprestigio en que la hundieron tantas veces sus propios papas, cardenales, obispos y sacerdotes, sus asombrosas reacciones nos resultarían tan inexplicables como su portentosa capacidad de subsistir.

    Ningún enemigo, por fuerte que hubiere sido, pudo des­truirla.

    Reyes poderosos la desterraron de sus dominios y lograron aparentemente su propósito, pero sólo aparentemente porque los súbditos a quienes su soberano había prohibido creer, necesitaban creer tanto como necesitaban comer, dormir o respirar.

    Necesitaban creer en Aquél que les prometía, aunque fuera en otra vida, generosa compensación por las mil y una penurias a que estaban irremisiblemente condenados en su paso por la Tierra.

    El derecho de creer era el derecho de concebir una ilusión y las gentes simples que ejercían ese derecho no analizaban si el Rey tenía o no el derecho de negárselos. Sólo atinaban a esconderse para juntar sus manos y orar. El peligro de ser sorprendidos y castigados por su desobediencia exaltaba su fe; la hacía tan profunda y mística que entraban en un estado de arrobamiento en el que sentían que sus almas se separaban de sus cuerpos para entrar en inefable comunión con Dios.

    Alcanzar ese dulcísimo estado de éxtasis equivalía a un pre­mio y constituía un anticipo de la maravillosa paz que habrían de gozar por toda la eternidad quienes llegaran a merecer el Cielo.

Gregorio vh, el más sagaz pontífice romano que haya exis­tido, supo capitalizar la fe de millones de creyentes y llevó su pa­pado hasta un tipo de super-estado cristiano que parecía emular la potestad de la Roma cesárea.

    La influencia de la valiente filosofía agustina ("La Iglesia impera sobre el pensamiento y el Estado" y "El Papa impera sobre los emperadores y reyes") se reflejaba en la no menos valiente política pontifical de Gregorio VII.3

    Lo probaban cada una de las siete cláusulas de su categó­rico Dictatus:



    1°: la Iglesia Romana no ha errado ni podrá errar jamás; 2º: el Papa es el Supremo Juez; 3º: nadie en la Tierra tiene poder para juzgar al Papa; 4°: ningún sínodo podrá convocarse sin orden del Papa; 5º: sólo el Papa puede nombrar o deponer obispos; 6º: el Papa merece el homenaje de todos los príncipes; 7º: el Papa puede deponer a cualquier Emperador4.



    Al lograr que el soberbio Enrique IV, Emperador de Ale­mania a quien acababa de excomulgar y deponer, peregrinara descalzo hasta Canosa, en lo más alto de los Apeninos, a implo­rarle perdón, los postulados del Dictatus adquirieron incontras­table fuerza de ley y el poder político del Papa superó el máximo poder jamás alcanzado por César.

    El informe que Gregorio VII enviara a los príncipes alemanes reunidos para designar el sucesor de Enrique IV, permite apre­ciarlo:



    Enrique vino a Canosa, acompañado de sólo dos personas. Se presentó a la puerta del castillo, descalzo, vistiendo sólo un tosco manto de lana que no le preservaba del intenso frío y nos rogó humildemente que le concediéramos nuestro perdón y nuestra absolución. Continuó presentándose durante tres días consecutivos hasta que nos compadecimos de su aflicción, levan­tamos la excomunión que pesaba sobre él y le recibimos nue­vamente en el seno de nuestra Santa Madre Iglesia,5



     El postulado gregoriano de la República Europea Cristiana fue tan vigoroso y definido que a la muerte de su creador y sos­tenedor, Roma siguió privando, por inercia, en la evolución del mundo occidental.

    La magnífica gestión de Gregorio fue seguida por los insubs­tanciales gobiernos de veinte papas que no debieron haber pasado de curas párrocos.

    Exactamente cien años después —1177— cupo a Alejandro ni repetir en Venecia la proeza de Gregorio VII.

    Federico I de Alemania, comúnmente llamado Barbarroja, distaba de ser un gallardo héroe de la mitología germana. Era, en cambio, ambicioso y astuto.

    Rodeado de los hombres más brillantes de su época, alemanes y extranjeros, atendió con empeño a su formación intelectual y llegó a ser considerado un gobernante de vasta cultura.

Fervoroso admirador de Constantino I, el vencedor del Em­perador Majencio; de Justiniano, el vencedor de vándalos y per­sas, y de Carlomagno, el extraordinario estadista y guerrero que llegara a ostentar los títulos de Emperador de Oriente y Occi­dente y del Sagrado Imperio Romano, Barbarroja hizo canonizar a sus tres ídolos por su Antipapa Víctor V y buscó en sus hazañas la inspiración que le permitiera revitalizar el Santo Imperio que Carlomagno fundara en la Navidad del año 800.

    Aspiraba a ser titular del Sacro Imperio Romano pensando que ello le acordaría equivalencia con el Papa y le permitiría considerarse un segundo Vicario de Dios. Los juristas de Bolonia que le enseñaban Derecho Romano admitieron que su título de Emperador de Alemania le permitía considerarse Rey de Lombardía.

    El Papa Alejandro ni se negó a aceptarlo así y las ciudades lombardas rechazaron al "Podestá" que pretendía gobernar por delegación del Emperador.

    Enardecido por la firme resistencia que Milán opusiera du­rante dos años a su asedio, Federico la quemó totalmente cuando, por fin, pudo apoderarse de ella.

    Alejandro ni le excomulgó y las demás ciudades lombardas: Bolonia, Módena, Parma, Cremona, Bergamo, Brescia, Mantua, Ferrera, Treviso, Padua, Verona, Vicenza y la misma Milán, se constituyeron en una Liga Lombarda que derrotó a Federico en Legnano obligándole a aceptar una tregua de seis años.

    Fue entonces cuando el Emperador alemán se humilló ante Alejandro y besó su pie desnudo.

Barbarroja y el Papa se reconciliaron y la excomunión fue levantada.



1  J.  W.   thompson,  Historia   Sor;,./  y  Económica   de   la   Edad  Media, pág. 801.

2  carlos  marx,  Manifiesto  del  Partido   Comunista:  "La  burguesía  ha desempeñado,   en   realidad,   una   función   cniincnicmentc   revolucionaria.   Ha ahogado los sentimientos religiosos en las heladas aguas del cálculo egoísta... Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio ...".

3 J. bryce, Holy Román Empire.

4 Cambridge Medieval History, vol. V.

5 O. thatcher and E. Me neal, Source Book for Medieval History, pág. 159.

    

3.    UN PAPA: INOCENCIO III



      Otra vez, a la muerte de Alejandro III y tal como ya había ocurrido al morir Gregorio VII, volvieron a sucederse los papas carentes de audacia y capacidad política: Lucio III, Urbano III, Gregorio VIII, Clemente III y Celestino III ocuparon sin pena ni gloria el sitial de San Pedro.

    En 1198, Inocencio III pareció destinado a infundir nuevas fuerzas a la languidecente hegemonía cristiana.

    Hijo del Conde Segni, rico terrateniente, había estudiado Filosofía y Teología en París y más tarde Derecho Civil y Canónico en los centros de Altos Estudios de Bolonia.

    Poseedor de una excepcional inteligencia puesta al servicio de una enfermiza ambición, regresó a Roma apenas cumplidos los veinticinco años y causó admiración que rayó en el asombro por la profundidad de sus conocimientos y por su singular genio polí­tico.

    No resultó extraño, por previsto, que a los treinta años alcan­zara el purpurado ni que, sólo siete años después, al producirse la primera acefalía pontificia, fuera consagrado Papa por aquel conjunto de ancianos cardenales que veían en él a un predestinado continuador de la obra de Gregorio VII.

    Inocencio III ascendió al trono pontificio cuando moría el Emperador Enrique VI, el Cruel, señor de la mitad Sur de Italia.

    Enrique VI había estado a punto de concretar los proyectos de su padre —Barbarroja— al adueñarse de la Italia meridional y Sicilia. Salvo los estados pontificios, toda Italia se sometió a su voluntad. Provenza, el Delfinado, Borgoña, Alsacia, Lorena, Suiza, Holanda, Alemania, Austria, Bohemia, Moravia y Polonia consti­tuían la homogénea base de su Imperio; Inglaterra le rendía vasallaje; Antioquía, Cilicia y Chipre le habían pedido protección; los moros almohades de Andalucía y Marruecos le pagaban tributo. Cuando Enrique VI murió, víctima de la disentería, sólo tenía treinta y tres años de edad y cumplía el séptimo año de su reinado.                                                                                            

    Era indudable que se proponía invadir España y Francia pero había concedido prioridad a la conquista de Bizancio y sus prime­ras legiones desembarcaban ya en las costas de Tesalia para prepa­rar el ataque cuando acaeció su sorpresiva muerte, dejando un Príncipe Heredero de sólo tres años de edad.

    Inocencio III actuó con tanta celeridad como eficacia. Con promesas de la más variada índole y alcance, logró ganar la con­fianza de la Emperatriz viuda, de cuyo hijo se proclamó oficial­mente padrino, tutor y preceptor.

    Tomó prisionero al Prefecto designado por Enrique VI para Roma, invadió los feudos alemanes de Spoleto y Perusa, sometió a todos los señores feudales y terratenientes que habían convertido la Toscana en un heterogéneo damero y restableció la autoridad papal sobre los huérfanos estados pontificios. Al obtener de la Emperatriz viuda la transferencia de las Dos Sicilias completó su exclusivo señorío sobre la unificada Italia.

    Durante ese primer año de su mandato actuó con la irresistible violencia de un huracán. Todo lo endeble, artificial, podrido o foráneo que había en la península fue desarraigado y barrido por la ejecutividad de su directa diplomacia o por la enérgica acción de su reorganizado ejército.

   Como Gregorio VII y Alejandro III, fue un Papa con mentalidad de César romano. Como ellos, sostenía que el poder espiritual esta­ba por encima del poder secular de cualquier Emperador de la Tierra.

    Despreciaba los poderes terrenales pero trataba de conquis­tarlos para contar con la fuerza que le permitiera mantenerse al frente del mundo con la adhesión o con la sumisión de todos los gobiernos y de todos los pueblos.

    Inocencio III resolvió entonces que su próximo paso político, consagratorio y definitivo, no podría ser otro que una Cruzada victoriosa.

    Pero habría de ser preciso que hilara muy fino si quería llegar a crear intereses sobre bases tan deleznables como un simple propó­sito personal y el negativo recuerdo de las tres cruzadas ya infruc­tuosamente intentadas.

    La necesidad de conquistar Bizancio anticipándose a la notoria intención de los turcos seléucidas, quienes venían arrasando toda Asia y acababan de hacerse fuertes en Bagdad, respondía al común interés de Roma, Francia, Inglaterra, Alemania y aún de las poderosas ciudades comerciantes del Norte de Italia: Venecia, Genova, Pisa y de la sureña Amalfi.

    De la pacífica, incruenta anexión de Bizancio —Inocencio estaba convencido de que podría conquistársela sin inferirla daño ni ofensas— el Papado sólo esperaba obtener el beneficio de atraer la iglesia ortodoxa a Roma.

    La conquista de Bizancio y la absorción de su Iglesia permitirían revitalizar la concepción del Sagrado imperio Romano de Carlomagno, que había constituido el sueño político del malogrado Barbarroja y era premio harto generoso para colmar las aspira­ciones del más ambicioso monarca de la tierra.

    Restaba aún una tercera razón: la conquista del monopolio comercial con el Medio Oriente, proyectado hasta la India, referido a la venta de artículos manufacturados en trueque por materias primas y especias, que ofrecía la seguridad de un magnífico negocio que Occidente manejaría a su antojo.

    En suma y por lo que a él concernía, la Cuarta Cruzada que Inocencio III trataba de organizar sólo se proponía reconquistar el Santo Sepulcro, anexar la Iglesia de Bizancio a Roma para sal­varla del Islam y hacer del Papado el centro latente del consolidado imperio espiritual que soñara Gregorio VII.

   Tal era y no otro, el exclusivo interés, lealmente confesado, del Papa Inocencio III.

    Dejaba los beneficios materiales —el poder político y el poder económico— para que se lo repartieran entre sí quienes contribu­yeran con ejércitos y quienes resolvieran los problemas logísticos de esos ejércitos.

    La muerte del temible Saladino pareció favorecer los planes de Inocencio III porque eliminaba el más serio motivo de preocu­pación. En realidad, le privó de la segura colaboración de Ricar­do I, quien al abandonar el campo, luego del fracaso de la Tercera Cruzada, había anticipado al gran guerrero musulmán su propósito de volver a Oriente en busca de desquite.

    Felipe Augusto, que compartiera con Ricardo I los riesgos y sinsabores de la anterior Cruzada, recordaba las mil vicisitudes y la seria enfermedad que le había obligado a retornar a Francia presa de altas fiebres. No le atraía la problemática posibilidad de conquistar tesoros a cambio de cierto riesgo de sucumbir a las asechanzas de los astutos musulmanes o a las enfermedades que se contraían al beber agua o al ser picado por cualquier insecto.

    Venecia, Pisa y Genova aceptaban financiar la Cruzada a cam­bio del futuro monopolio comercial pero ya habían advertido que tampoco habrían de arriesgar las enormes sumas calculadas si no contaban con razonables garantías de éxito.

    Inocencio III logró que los condes Balduino de Flandes, Simón de Montfort, Luis de Blois y Godofredo de Villehardouin reclutaran veinte mil infantes, diez mil escuderos y cinco mil caballeros montados.

    Venecia suministraría hasta seiscientas naves para el transporte de esas tropas a cambio de un compromiso equivalente a casi diez millones de dólares actuales y a la promesa conjunta de asignarle la mitad del botín que se conquistara.6

    En el planteo inicial de su proposición, el hábil Inocencio III había tratado de vencer algunas resistencias formales sugiriendo, como agregado, la fácil empresa de atacar a Egipto y saquearlo, para seguir luego a Palestina.

    Venecia aparentó aceptar esta sugestión que, de concretarse, la habría beneficiado en una parte alícuota, lo mismo que a sus asociadas Pisa, Genova y Amalfi, pero se apresuró a enviar un emisario a los egipcios advirtiéndoles del peligro así como de su leal propósito de hallar modo de evitarlo.

    Venecia comerciaba exclusivamente con los egipcios desde mucho tiempo atrás y era lógico que apelara a cualquier recurso para que no se diera muerte a su gallina de los huevos de oro.

    Tal como había ocurrido en las anteriores cruzadas, la católica Francia proporcionaba la mayor parte del elemento humano.

    De acuerdo a la costumbre, cada cruzado aportaba todo el dinero de que disponía y aún el que había podido reunir entre sus parientes y amigos.

    La suma de estos aportes individuales alcanzaba escasamente a cincuenta mil marcos de plata, es decir, treinta y cinco mil marcos menos de lo que Venecia había presupuesto como costo del transporte de las tropas.

    El anciano Dux Dándolo ofreció dar por cancelada la dife­rencia si los cruzados aceptaban atacar Zadar, puerto del Adriático, sobre la costa dálmata, que seguía en importancia a Venecia.

   Fue inútil que el Papa Inocencio III, desde Roma, amenazara excomulgar a quienes participaran de esa operación militar no prevista. Los cruzados atacaron y saquearon Zadar y luego trataron de tranquilizar al Papa ofreciéndole la mitad del botín obtenido.

    Lograron así que el Papa les absolviera pero no cumplieron su parte del convenio y sin preocuparse de la indignación del burlado Inocencio, ultimaron los preparativos para el ataque a Constantinopla.7

    Inocencio ni intentó de nuevo torcer ese rumbo y llegó a amenazar, esta vez individualmente, a cada uno de los cuatro comandantes responsables, pero todos sus esfuerzos resultaron nue­vamente inútiles.

    Una ciudad tan rica y tan mal defendida como Constantinopla constituía una tentación demasiado fuerte para treinta mil hombres que podían olvidar a Cristo apenas vislumbraran la po­sibilidad de enriquecerse.

    Constantinopla fue ignominiosamente arrasada.

    Primero lo fueron sus palacios y templos. Cuanto metal pre­cioso, reliquia u objeto de valor se halló en ellos fue llevado a las bodegas de los centenares de barcas ancladas en la bahía.

    El saqueo colmó los límites del absurdo. Lo que no interesaba robar, se quemaba. Según el grado de cultura de quien dirigiera cada operación, dependía el destino que se daba a valiosísimos manuscritos en pergamino que eran pasto de las llamas o se reservaban, como objeto de curiosidad, si su aspecto resultaba atrayente o su encuadernación permitía concederle algún valor.

    En la biblioteca de la Universidad y en otras importantes bibliotecas privadas que fueron totalmente quemadas se perdieron obras de Sófocles y Eurípides, la colección más completa de los libros de medicina —sesenta, en total— de Oribasio de Pérgamo, médico de Juliano el Apóstata, muerto a comienzos del siglo V. Otro compendio médico de Accio de Amida, médico de Justiniano, realizado a semejanza del anterior aunque especializado sobre dolencias de los ojos, oídos, nariz, garganta y dientes, también fue quemado.

    Las residencias de nobles, magistrados o comerciantes enri­quecidos fueron las primeras en ser invadidas y saqueadas por la soldadesca.

    Ancianos inermes, niños de corta edad fueron brutalmente apuñaleados y las mujeres, niñas, jóvenes, adultas, ancianas, en­fermas o a punto de parir, fueron indiscriminadamente violadas y muchas de ellas estranguladas para que cesaran en sus molestas manifestaciones histeriformes.

    Luego de diez días de excesos, los cruzados consideraron que la participación que correspondía a cada uno constituía un pro­vecho razonable y decidieron retornar a sus tierras sin preocuparse por Jerusalen ni por el rescate del Santo Sepulcro.

    Balduino de Flandes fue coronado Rey de Constantinopla, oficializó el idioma francés, cedió a Venecia el Epiro, las Islas Jónicas, gran parte del Peloponeso, las Islas del Egeo y tres octavos de Constantinopla; en cambio, los genoveses, aunque com­pensados medianamente en el reparto del botín, fueron despo­seídos de sus emporios comerciales.

    El Papa Inocencio aceptó la fusión de la iglesia griega con la latina y procedió al envío de todos los frailes latinos que fueran menester para reemplazar totalmente a los miembros del clero griego.

    El vergonzoso resultado de esta Cruzada sumado al rotundo fracaso de la Cruzada anterior pareció indicar que no volvería a insistirse en este tipo de expediciones pero, algunos años después, en 1215, con ocasión de celebrase el IV Concilio de Letrán, Ino­cencio III volvió a insistir sobre la necesidad de recuperar Jerusalen e inició la organización de la Quinta Cruzada.

    El Papa aprovechó el magno acontecimiento —el IV Concilio de Letrán era el XII Concilio Ecuménico y se hallaban presentes todos los prelados del mundo cristiano— para tratar de sanear la moral de la clerecía.

   

    Nuestro clero —apostrofó  Inocencio  III  es  la fuente  de toda corrupción y ésta es la razón por la que se pierde la fe y se desnaturaliza la religión, ocasionando los graves males que sufre la cristiandad. Asi se multiplican los herejes, se envalen­tonan los cismáticos, se fortalecen los incrédulos y triunfan los sarracenos8.



    Atacó "la venta al por menor de reliquias falsas", la "incon­veniente blandura de prelados que no temen conceder indulgencias sin importarles desvirtuar el verdadero concepto de la penitencia" y censuró severamente "la embriaguez, la inmoralidad, los matri­monios clandestinos y todo trato sexual de los clérigos".9

    Pese a sus concesiones y altibajos, Inocencio III consolidó la estructura eclesiástica concebida por Gregorio VII. Habilísimo esta­dista, extraordinario legislador, sutil diplomático, el Papa Inocencio llevó a la Iglesia de Cristo a su máximo grado de poder y esplendor.



6 B. adams, Law of Civilization and Decay, pág. 133.

7 G. de villehardouin, Chronicle of the Fourth Crusade, EverymaE's Editorial, London.

8 H. C. lea, Historia de la Inquisición en la Edad Media, vol. I, pág. 129.

 9 Cambridge Medieval History, vol. VI, pág. 694

  

4.    LA PODEROSA IGLESIA ROMANA



     Un nuevo siglo medió entre la desaparición de Inocencio III y la entronización de Bonifacio VIII, otro Papa que, aunque por decientes razones, también marcó una nueva época en la evolución de la Iglesia de Roma.

    Los dieciseis papas intermedios entre Inocencio III y Bonifa­cio VIII se habían limitado a ocupar la silla de Pedro como anodinos Santos Padres.

    La Iglesia resultaba ser, por su condición de super-estado espiritual del mundo, la institución política más difícil de dirigir. Era preciso ser joven, enérgico, moralmente puro, tan inte­ligente, agresivo y sagaz como para ser al mismo tiempo rígido y elástico y ésto no podía encontrarse en ancianos pontífices que sólo tenían pasta de beatos.

    Después de Carlomagno, todas las tierras de la cristiandad, según leyes vigentes en cada uno de los países de Occidente, debían pagar a la Iglesia de Roma un diezmo o diez por ciento de sus entradas brutas.

    Los clérigos eran los celosos cobradores. Centralizaban sus recaudaciones, minuciosamente controladas, en los obispados de cada diócesis.

    Además, la Iglesia obtenía rentas que provenían del arriendo o explotación de tierras de su propiedad, adquiridas siempre a muy bajo precio, donadas, heredadas o incautadas por ejecución de embargos hipotecarios.

    El régimen feudal imponía que cada propietario legara algo a la Iglesia para que se le sepultara en tierra sagrada. Dado que muy pocos laicos sabían en esa época leer y escribir, era preciso recurrir a un cura para hacer testamento.

    El Papa Alejandro III decretó —año 1170— que ningún testa­mento tendría validez si no se había cumplido el indispensable requisito de extenderlo en presencia de un sacerdote. Esto había creado la costumbre de que fuera un sacerdote quien lo extendiera y aún lo firmara, por voluntad y en nombre del testador analfabeto. El incumplimiento de esta condición equivalía a la automática, excomunión del testador y del notario laico.10

    Como la propiedad de la Iglesia estaba exenta del pago de todo impuesto, su capital crecía hasta resultar más rica que el propio Estado.

    En el año 1200 la Iglesia de Roma era dueña de más de la tercera parte de Alemania y Francia, del quinto de Inglaterra y de la mitad de Livonia.11

    Los obispos, reales administradores, transferían las rentas a Roma luego de haber aplicado las quitas para atender a sus propios gastos. La fiscalización que ejercían ambulantes delegados papales ad-hoc, era relativa ya que estaba sujeta al mayor o menor interés que tuviera el delegado por escudriñar entre líneas.

    Todos los obispos vivían con una pompa y un boato que resultaban agresivamente espectaculares.

    Los curas debían resignarse a su propio negocio del menu­deo en base a la explotación de los peces chicos de sus respectivas parroquias.

    Ya era cosa común que los perdones e indulgencias fueran comercializados, en un pecado de simonía que había dejado de pesar sobre las conciencias a fuerza de hacerse común y repetido.

    Todo llegó a venderse por dinero o especies, considerados como tales, un pollo, un cochinillo o el cuerpo de una pecadora en el que resultara apetecible saciar instintos carnales.

    Monseñor Guillaume Durand, Obispo de Mende, presentó al Concilio celebrado en 1311 en Viena, una ponencia en la que se consignaban, con singular sinceridad y valentía, los graves males que aquejaban a la Iglesia:



    La Iglesia del mundo podría reformarse —expresaba— si la Iglesia Romana tomara la iniciativa y diera el ejemplo, supri­miendo los malos ejemplos que ella misma ofrece... Esos malos ejemplos con los que escandaliza y corrompe al pueblo cristia­no... Porque así y no de otro modo, es como la Iglesia de Roma se ha ganado en todas partes tan mala reputación.. .12



    Los más prestigiosos dignatarios de la Iglesia coincidían en expresiones semejantes y las repetían de viva voz, tratando de evitar así que se les incluyera a ellos mismos en el ya común denominador de los frailes licenciosos.

    El muy ilustre y respetado Obispo de Burgos, Monseñor Alvaro Pelayo, había tomado por costumbre iniciar sus sermones con una admonición que lanzaba con voz tonante:



    ¡Los lobos mandan en nuestra Santa Iglesia!. . . Lobos ávidos de la sangre de la feligresía cristiana.,13



    Muchas voces como estas se alzaron dentro y fuera de los ámbitos eclesiásticos para fustigar la conducta licenciosa de la mayoría de los representantes de la Iglesia de Cristo, sin distinción de jerarquías.

    Los frailes rasos, monjes mendicantes genéricamente llamados "frailucos de misa y olla", eran quienes escandalizaban en mayor grado por su estrecho y permanente contacto con las gentes de pueblo.

    Habían llegado a constituir una casta que vivía desaprensiva­mente en pecado.

    En constante inobservancia de sus votos, sólo oficiaban misa cuando veían abundante vino, circunscribiendo el ritual de la ceremonia a elevaciones y libaciones que repetían mientras quedara sangre de Cristo en el jarro, sin parar mientes en el mendrugo que simbolizaba la carne del Redentor. En continua holganza, vagaban, frecuentaban tabernas, for­zaban convites o forzaban créditos para comer y beber al fiado, sin dejar un instante de discutir, reñir, jurar, blasfemar o maldecir. Portaban puñal oculto en los insondables bolsillos de sus pringosos hábitos y lo mismo fornicaban con monjas y rameras que con humildes mujeres de labor a quienes sorprendían en ausencia de sus maridos.

    En todas las diócesis de todos los países cristianos se repetía el escándalo.                                                                               

    El Arzobispo de Canterbury prohibió, bajo pena de excomu­nión, que los obispos, abades y frailes tuvieran contacto carnal con monjas.14

    El Obispo Ivo de Chames denunciaba que las monjas del convento de Santa Fara ejercían la prostitución con el cómplice beneplácito de la Madre Superiora.15

    El Papa Inocencio III había intervenido el convento de Santa Ágata "porque era un lupanar".10

Monseñor Rigaud, Obispo de Rúan, se refería a un convento de treinta y dos monjas, ocho de las cuales habían confesado la práctica de la prostitución.17

    No había prohibición del sagrado Decálogo que obispos, abades, frailes y monjas no burlaran con despreocupación nacida del hábito de hacerlo.

    Las quejas contra los contumaces bigardones llegaban periódi­camente a Roma, pero Roma no estaba para atender a reclama­ciones de esa naturaleza.

    El Papa Celestino V, anciano achacoso, mentalmente obnu­bilado por su avanzada arterosclerosis, acababa de anunciar su determinación de abandonar el solio papal para reanudar sus penitencias en la más humilde celda de un convento de capu­chinos.                                                                       

    Consideramos conveniente una breve crónica retrospectiva para aclarar la situación.

    El Cardenal Gaetani, abogado, político, diplomático e indus­trial, poseedor de una fabulosa fortuna personal invertida en tierras, palacios, obras de arte, joyas y fructíferos negocios, hombre autoritario, ambicioso, sin escrúpulos demasiado profundos, domi­naba en ese momento el Sacro Colegio.

    Ya a la muerte de Clemente IV, ocurrida en 1268, el Cardenal Gaetani y el Rey de las Dos Sicilias, Carlos de Anjou, verdadera "eminencia gris" de la Santa Sede, habían tratado de copar el trono. Pero los forcejeos electorales se habían prolongado más de la cuenta. El pueblo de Roma seguía reuniéndose en la explanada circular de San Pedro y su impaciencia y nerviosismo habían lle­gado a producir explosiones de ira, con denuestos y proyectiles que destrozaban los vitrauxs de la gran sala en que los cardenales parecían jugar un diabólico torneo de paciencia.

    El Cardenal Gaetani y Carlos de Anjou habían debido sacri­ficar sus propias ambiciones políticas y admitir que se eligiera a quien tomó el nombre de Gregorio x, poniendo fin a tres aniqui­lantes años de discusiones.

    Siete papas habían sucedido a Gregorio x en los dieciseis años posteriores a su muerte y recién a la desaparición de Nicolás IV, el último de ellos, el Cardenal Gaetani, ahora solo —Carlos de Anjou había muerto algunos años antes— volvía a la lucha por la con­quista del trono pontificio. Otra vez veía frente a él -catalán de origen— a los cardenales de las principales casas italianas: Orsini, Visconti, Savelli, Della Torre, Uberti, Annibaldi, Corsi, Frangipani, Conti, Pierleoni y los dos Colonna, Pietro y Jacopo.

    Otra vez habían vuelto a caer en el peligroso juego de trans­formar la elección de un Papa en una fatigosa partida de ajedrez.

    La solución, una solución de emergencia, había llegado de pronto, sorpresivamente, luego de dos angustiosos años de tira y afloja; el virtuoso, insospechable Cardenal Malabranca había te­nido un sueño que el Cónclave de cardenales consideró de inspira­ción divina: un anciano monje ermitaño que jamás hubiera pisado Roma ni ninguna otra ciudad importante, debería ser elevado a la dignidad de Santo Padre.

    La irreductibilidad de las facciones en pugna obedecía al temor de que la elección de cualquier cardenal beneficiara a un grupo en perjuicio del otro, pero el sueño del Cardenal Malabran­ca podía constituir una solución, simplemente porque aseguraba la total imparcialidad del aun desconocido futuro Papa.

    Llenados algunos recaudos formales, se comisionó al propio Cardenal Malabranca, insospechable de incurrir en mistificación, la tarea de concretar su sueño.

    Tres semanas más tarde, un temeroso, flaco, raído, anciano anacoreta, que vivía en dura penitencia desde treinta años atrás, entraba a la Santa Sede. El desconocido fue ungido Papa y adoptó el nombre de Celestino V. Ocupó el trono pontificio durante sólo cinco meses, asistido por prelados que le apuntaban al oído las menores indicaciones.



10  G. G. coumon, Life in the Míddle Ages, val. II, pág. 157.

11  Luis pastor, Historia de los Papas, vol. I, pág. 87.

12  Luis pastor, Historia de los Papas, vol. I, pág. 157.

13  Luis pastor, Historia de los Papas, vol. I, pág. 189.                      ,

14 H. C. lea, Histórica! Sketch of Sacerdotal Celibacy, pág. 264.

 15 conde de montalambert, The Monhs of the West, pág. 303.

16 H. O. taylor, The Medieval Mina, vol. I, pág. 492.

17 conde de montalambert, The Alonks of the West, pág. 705.

       

 5.    BONIFACIO  VIII



      Mientras tanto, el Cardenal Gaetani por una parte y las distintas fracciones de cardenales por las otras, aprovechaban la tregua que suponía la elección de Celestino v para dedicarse a reunir el caudal electoral que les permitiera elegir sus propios candidatos.

     Una mañana, el Papa Celestino v declaró que había decidido renunciar a la primera magistratura de la Iglesia Romana. El Arcángel Miguel le había visitado en su dormitorio, había cubierto su lecho con las blancas alas desplegadas y le había ordenado, en nombre del Señor, que abandonara el solio pontifical y retornara a su vida de penitencia.

    En uno de sus típicos golpes de audacia, el Cardenal abogado Gaetani protocolizó la acefalía del Papado y en una muy poco clara votación preliminar del Cónclave, con quorum estricto, resul­tó elegido Papa.

    Adoptó el nombre de Bonifacio VIII y su primera medida consistió en secuestrar y ocultar al dimitente Celestino V.

    Los Colonna fueron los más enardecidos detractores de la maniobra. Jamás admitieron la veracidad de la aparición del Ar­cángel y, mucho menos aún, la legitimidad de la elección del Cardenal Gaetani.

    Por el contrario, reclamaron con nerviosa insistencia un Con­cilio General al que propondrían gestionara la renuncia de Boni­facio VIII y la reposición de Celestino V en carácter de Sumo Pon­tífice.

    Para evitar que Bonifacio VIII ordenara la muerte del octoge­nario Celestino V, los Colonna consiguieron hacerle huir de su cautiverio de Roma. El grupo que le conducía al Sur fue capturado en Foggia y el atemorizado anciano quedó retenido en un monas­terio a la espera del contingente de soldados del Papa que le llevaría de regreso a Roma, pero el Prior del convento, temiendo lo peor, le proporcionó toscas ropas de campesino, un trozo de pan ázimo y facilitó su huida.

    Ocultándose durante el día, evitando caminos, durmiendo en cuevas o en establos, el anciano tardó tres meses en llegar a Brindisi. Creyó haber convencido a unos pescadores para que le llevaran a Ragusa, en la costa dálmata, pero cometió la imprudencia de confiar demasiado en ellos y ellos, temiendo comprometerse, con­sultaron secretamente a la autoridad eclesiástica de Bari y ésta retrasmitió la consulta a Roma.

    Los enviados de Bonifacio VIII apresaron a Celestino. Un año después —1296— el infeliz moría en prisión.18

    Al esbozar sus primeros esquemas políticos, Bonifacio VIII no se cuidó de disimular su profundo escepticismo religioso y su terco propósito de imponer a sangre y fuego aquel férreo Dictatus de Gregorio que le permitiría convertirse en el dignatario más pode­roso de la Tierra.

El poder de Roma no era, por cierto, el mismo que había exhibido y ejercido Gregorio VII. En dos siglos, pese a las enérgi­cas contribuciones de Alejandro III e Inocencio III, se había debili­tado notablemente pero a pesar de ello podía considerársele aún como el gobierno de mayor fuerza y el Estado de más saneada economía de toda Europa.

    Impaciente por limpiar su huerto de malezas, Bonifacio VIII exoneró a los cardenales Pietro y Jacopo Colorína haciendo caso omiso de su linaje, autoridad, prestigio y fortuna. Les excomulgó y extendió la exoneración y excomunión a otros cinco cardenales que intentaron mediar en favor de aquéllos.

    Idéntica resolución alcanzó a los nobles que se atrevieron a enviarle un petitorio para que convocara a un Concilio General.

    Confiscó las valiosas posesiones de la familia Colonna y las tropas pontificias sitiaron y capturaron sus castillos fortificados.

    Los Colonna huyeron a Francia y hallaron cálido refugio en la Corte de Felipe IV, el Hermoso.

    Resultaba lógico suponer que ante problemas de semejante importancia política, Bonifacio VIII no se interesara demasiado por la conducta específicamente moral de su ejército de obispos y clérigos.

    Por el contrario, habríase dicho que la proxenética ceguera de Roma, equivalía a la aprobación lisa y llana de todos los excesos en que seguían cayendo los representantes de su Iglesia.

    Pero quienes creían en la Justicia Divina, tenían la seguridad de que tanto Bonifacio VIII como su clerecía habrían de ser castigados. Así pues, el triste fin que sólo siete años más tarde cupo al Sumo Pontífice tuvo, para aquellos, mucho que ver con el aserto de que Dios y Su justicia utilizan los más indirectos caminos para castigar a los malos pastores.


 

18 Catholic Encyclopaedia, vol. II, pág. 662



 6.    CARLOS DE ANJOU

 

     Carlos de Anjou (1226-1285) era hermano del Rey de Francia, Luis IX, San Luis (1214-1270) muerto en Túnez a raíz de haber contraído la peste negra cuando marchaba hacia Jerusalen al man­do de la Octava Cruzada.

    A la muerte de Luis IX le había sucedido su hijo primogénito y Principe Heredero, quien reinó con el nombre de Felipe III y el sobrenombre de "El Atrevido".

    Tres años después —1273— Carlos de Anjou, Rey de Napoles y de Sicilia desde 1266 por diplomática imposición de Luis IX al Papa Clemente IV, pretendió quitar de en medio a su sobrino.

    La comprobada ineptitud de Felipe III y el hecho de que estuviera gobernando bajo la notoria influencia de sus favoritos, pudo ser el pretexto.

    En realidad, Carlos de Anjou, secundón ambicioso, creía haber hallado la fórmula que le permitiría convertirse en uno de los monarcas más poderosos de la Tierra.

    La tal fórmula —ya intentada por los Hohenstaufen y Bar-barroja- resultaba ser algo así como el punto de apoyo que reclamaba Arquímedes para mover el mundo: se trataba de cons­tituir un imperio mediterráneo para conquistar y anexar luego el Imperio Bizantino. De haber podido intentarlo luciendo ya la corona imperial francesa sobre su testa, Carlos de Anjou se habría convertido en una gloriosa reedición de Carlomagno.

    Al fracasar en su intento de eliminar a Felipe III, Carlos de Anjou retornó a Roma y más tarde a sus reinos de Napoles y Sicilia.

    Ya en 1267 había planeado unir Sicilia y Jerusalen en base a un Tratado secreto por el que la Santa Sede se comprometía a dispensarle posterior tratamiento y título de Emperador.

    Incapaz de realizar la empresa por sus propios medios trató de aprovechar el profundo misticismo de su hermano Luis IX para que fuera éste quien la llevara a cabo con gastos a cargo del erario francés.

    Lamentablemente para los comunes propósitos de Carlos de Anjou y del Papa Clemente IV, Luis IX era gato escaldado. Ya había intentado redimir Jerusalén y el Santo Sepulcro veinte años antes — 1248— al ponerse al frente de la Séptima Cruzada cediendo a la fervorosa sugestión del Papa Inocencio IV y a su propia vocación cristiana.

    Su numeroso ejército había sido aniquilado cuando intentaba cruzar el Nilo, a veinte millas al Norte de El Cairo y él, Luis IX, hecho prisionero.

    Después de pagar el importante rescate exigido, obtuvo per­miso para visitar el Santo Sepulcro como simple penitente. Necesitó cuatro años para cumplir las duras condiciones que había impuesto a su peregrinaje. Era de suponer que, luego de tan terrible experiencia, resul­tara impermeable a todos los esfuerzos persuasivos de su hermano.

    Pero Carlos de Anjou no era hombre de cejar ante una negativa.

    Requirió la ayuda del Papa Clemente IV quien, desde su lecho de enfermo —murió pocos meses después— envió a Luis IX dos sucesivos embajadores personales quienes supieron hacer mérito del estado de salud del Sumo Pontífice y reclamaron de la caridad de Luis IX se prestara a complacer la que, sin ninguna duda, habría de ser última voluntad de Su Santidad para contribuir a que muriera feliz y desde el Cielo, por la Gracia de Dios, protegiera a la Santa Octava Cruzada y la condujera a buen término.

    Cuando Clemente IV murió, a comienzos de la primavera de 1268, Luis IX se sintió fuertemente impresionado por ese aconteci­miento.

    Interpretó el obsesivo interés del Santo Padre por la redención del Sacratísimo Sepulcro como una premonición divina. Llegó a tener la certidumbre de que el Señor había hablado por boca de Clemente IV.

    Eduardo I de Inglaterra resultó accesible a la invitación que Luis IX le formuló por intermedio de Carlos de Anjou.

    Luis IX había designado a su hermano Embajador Extraordi­nario para que informara en detalle a Eduardo I del deseo póstumo del Papa Clemente IV, de aquella obsesiva fijación de la idea de redimir el Santo Sepulcro que Luis atribuía a influencia divina y de la garantía de éxito que ofrecía, por anticipado, la segura ayuda del Señor.

    Carlos de Anjou encaró el aspecto económico de la Cruzada y se limitó a hablar de las posibles utilidades materiales.

Era, por otra parte, el lenguaje que Eduardo I mejor entendía.

 

7.    LAS SANGRIENTAS "VÍSPERAS SICILIANAS"



      Después de ver morir a su hermano Luis IX en Túnez, Carlos de Anjou compartió con Eduardo I la responsabilidad de la con­ducción de la Cruzada.

    Pasó por su mente la idea de atacar Constantinopla pero la escasez de elementos le hizo desistir.

    Volvió entonces a Roma y de allí pasó a Corfú. Comandaba su propio ejército convenientemente reforzado. Se proponía ocupar nuevamente esos territorios en los que dos años antes había batido a Miguel II de Epiro porque constituían una base ideal para un ulterior ataque a Tesalónica y Constantinopla.

    Pero en Sicilia, durante las Vísperas de la Pascua de 1282, mientras Carlos de Anjou se preparaba a invadir Constantinopla, ocurrió lo imprevisto.

    El médico italiano Juan de Prócida, fervoroso partidario de los Hohenstaufen, —quienes pretendían reivindicar su condición de verdaderos reyes de Sicilia— sacó ventajas de todos los factores que podían contribuir a la rebelión: el absolutismo con que gobernaba Carlos de Anjou, los altos impuestos, la insolencia desdeñosa con que la nobleza, los soldados, la burocracia y la clerecía francesa trataban a los nativos y las continuas violaciones de que se hacía víctimas a sus mujeres.

    Cuando se abrieron las compuertas del odio ya no hubo límites para la venganza. En el preciso momento en que las campanas eran lanzadas a vuelo festejando las Vísperas de Pascua, los sicilianos desnudaron sorpresivamente sus armas y dieron muerte a todos los franceses que residían en la isla. No hubo cuartel, hospital, iglesia o convento que no fuera invadido. La locura de los sicilianos llegó a tales extremos que también dieron muerte a las nativas que vivían maritalmente con franceses, a las mujeres embarazadas por franceses y a todos los pequeños hijos de franceses.19

    Carlos de Anjou juró que convertiría a Sicilia en una isla en la que no quedaría una piedra sobre otra. El Papa, a su vez, excomulgó a cuantos hubieran esgrimido un arma y aconsejó una Cruzada contra la isla.20

    Carlos de Anjou trató de reconquistar su reino pero Pedro III de Aragón se le anticipó y fue recibido con los brazos abiertos. Fingiendo una Cruzada africana, Pedro III desembarcó en las in­mediaciones de Palermo y con el beneplácito de todos los habitan­tes ocupó militarmente la isla, llave estratégica que daba al Reino de Aragón el contralor y predominio del Mediterráneo occidental.

    Carlos de Anjou intentó apoderarse de la isla pero su escuadra fue destruida y él, deprimido y enfermo, se radicó en Foggia, donde murió en 1285, a pocas semanas de diferencia de su sobrino Feli­pe III a quien doce años antes había intentado suplantar en el trono de Francia.

 

8.    FELIPE EL HERMOSO

 

    Felipe IV el Hermoso, nieto de Luis IX (San Luis) e hijo de Felipe III el Atrevido y de Isabel de Aragón, fue el undécimo rey por línea directa que dio a Francia la casa de los Capeto, llamados así porque Hugo, primer rey de la dinastía, ocupó el trono entre los años 987 a 996 vistiendo invariablemente una corta capa de abad lego.

    Al advenir Hugo al trono sobre la base de un poder solamente feudal, Francia estaba desmembrada por la desintegración del Imperio de Carlomagno y la autoridad de su realeza virtualmente perimida.

    El feudo de Hugo Capeto, con París por centro, no era más importante que las posesiones de los grandes barones que le habían reconocido como soberano aunque sólo de una manera nominal porque no le habían rendido homenaje, prometido obediencia ni pagado tributo.

    Su ascensión al trono se había debido a la decadencia de los carolingios y a los errores políticos cometidos por Lotario y su hijo Luis V.

    A pesar de la fuerte presión de Roma en favor de su aliada Alemania, Hugo no cedió a las pretensiones imperiales de los germanos.                                                                                    

    Más tarde, al imponer su propio candidato al Arzobispado de Reims y coronar a su hijo Roberto para que le sucediera en el trono, Hugo inició una práctica que era expresión de soberanía e independencia y constituyó, a través de los siglos —los Capeto reinaron 332 años— la característica típica de esa Casa. Cada uno de sus diez reyes —sobre todo Felipe II Augusto y Luis IX (San Luis) durante sus largos reinados de 43 y 44 años respectivamente— aportaron al trono conquistas políticas, sociales y territoriales que le dieron fuerza propia y permitieron a Felipe IV el Hermoso concretar su legítima pretensión de ampliar los límites de Francia hasta las que resultaban ser sus fronteras naturales: Océano Atlántico, Pirineos, Mediterráneo, Alpes, Rhin y el Canal tras el cual soñaba someter y destruir algún día a su archi-enemigo anglo-normando.

    En 1293, a los ocho años de iniciar su reinado, Felipe IV invadió y tomó sorpresiva posesión de Gascuña, anexada artifi­cialmente a Inglaterra en 1152 por el matrimonio de Leonor de Aquitania con Enrique II y luego reconocida por el mismo Felipe IV a Eduardo I como prenda en garantía del pacto concertado entre gascones y normandos.

    La traicionera agresión de Felipe IV liberaba a Eduardo I de la promesa que formulara siete años antes en el sentido de deponer toda pretensión británica a la posesión de la provincia de Guyena, en el suroeste de Francia.

    Recrudeció así una disputa de siglos por esos ricos territorios, estratégico triángulo geográfico con vértice en su ciudad capital, Burdeos, lados en el Océano Atlántico y en el Río Carona y base en los Pirineos, paralela a la línea demarcatoria superior (Norte) de la provincia vasca de Navarra.

    La guerra entre Eduardo I de Inglaterra y Felipe IV de Francia se iniciaba en 1294, año en que Bonifacio VIII asumía el Ponti­ficado.

    Felipe IV había agredido a Eduardo I con plena conciencia del factor oportunidad y con discriminado conocimiento de las con­secuencias que se derivarían de su agresión. Conocía y respetaba la potencialidad bélica de su enemigo pero también había aquilatado exactamente los factores que habrían de permitirle alcanzar la victoria.

    Llevaba ya diez años de reinado. En ese lapso había podido cumplir los objetivos fijados desde la hora inicial por brillantes juristas y economistas que le asesoraban.

    Fierre Flotte y Guillaume de Nogaret, dos extraordinarias figuras de especializados en investigación y análisis del Derecho de las universidades de Montpellier y Bolonia, habían actuado a la cabeza de esos homogéneos equipos.

    Por esta vía había logrado encauzar el movimiento social de Francia: todas las clases sociales —nobles, clérigos y ciudadanos comunes— habían sido puestos bajo la ley, en directa dependencia del soberano. El tradicional derecho feudal había sido sustituido por el derecho real, que erigía al Rey en la única autoridad de la Nación.

    Sobre esa nueva base legal, los técnicos financieros napolitanos y lombardos habían aplicado nuevas teorías de economía y racio­nalización administrativa —constantemente perfeccionadas en la práctica— que habían llevado al reino a una situación de extraordi­nario poderío económico.

    Ese extraordinario poderío económico se había traducido, poco a poco y sin alharacas, en un extraordinario poderío militar que cumplía la doble función de imponer respeto en el exterior y sumisa obediencia de parte de los señores feudales que se dividían el territorio y habían aprendido a pagar sin chistar los fuertes tributos proporcionales que el Rey les imponía en períodos regu­lares.

    Al iniciar la guerra contra Eduardo I de Inglaterra —una guerra que, se descontaba, habría de ser muy larga y muy cos­tosa— Felipe IV devaluó su moneda y aplicó un impuesto de emergencia del 20 % sobre las cuantiosísimas entradas del opulento clero francés.

    El equipo de economistas de Felipe IV había llegado a deter­minar dos premisas sumamente interesantes: tanto en Inglaterra como en Francia, el Papado cobraba contribuciones que

triplicaban las recaudaciones de la Corona;21 las rentas pontificias doblaban las rentas de todos los Estados de Europa.22

    En realidad, el grueso chorro de oro europeo no dejaba de manar copiosamente porque se le aplicara esa reducción del 20 % localizada en el aporte francés, pero el Papa Bonifacio VIII, también economista y abogado, se negó a admitir que se sentara ese prece­dente, inconveniente, a todas luces, para su hacienda.

    En febrero de 1296, el Papa Bonifacio VIII produjo su famosa bula Clericis Laicos que negaba a los gobiernos seglares todo derecho a imponer tributos sobre los sagrados bienes de la Iglesia y prohibía a los clérigos obedecer tales disposiciones. Ya la antigüedad nos había advertido —empezaba diciendo Bonifacio VIIIque los laicos eran profundamente hostiles a los clérigos y hoy comprobamos que eso se está repitiendo.



Y luego de una serie de consideraciones más o menos gene­ralizadas, terminaba resolviendo:



    Por nuestra apostólica autoridad, decretamos que si algún clérigo entregare a laicos cualquiera parte de sus rentas o bienes, sin permiso del Papa, incurrirá en excomunión, Y también de­cretamos que toda persona de cualquier poder o rango, que exi­giere o percibiere talas impuestos, embargare o hiciere embargar la propiedad de la Iglesia o del clero, incurrirá en excomunión.'23



    Felipe IV respondió a la bula pontificia con un enérgico decreto por el que prohibía, bajo penas físicas severísimas y elevadas multas conjuntas, la exportación de metales, piedras preciosas y objetos de arte y en otras cláusulas extendía la prohibición a víveres —el clero francés exportaba a Roma grandes cargamentos de aceites, vinos, quesos, etc.— y terminaba disponiendo la inme­diata expulsión de Francia de todos los comerciantes, comisionistas o emisarios extranjeros. (Esta última cláusula afectaba a agentes del Papa que recorrían el país dispensando indulgencias y bendi­ciones directas del Santo Padre a cambio de grandes sumas adicio­nales que recaudaban para una próxima Cruzada destinada a un nuevo intento de rescate del Santo Sepulcro.)

    Seis meses después, Bonifacio VIII admitió su derrota y en una nueva bula que se llamó Ineffabilis Amor concedió al Rey el dere­cho de determinar las ocasiones en que el clero debería aportar, voluntariamente, contribuciones "de emergencia" para ser aplica­das a la defensa del Estado.

    Felipe IV también dejó sin efecto su decreto restrictivo.

    La guerra entre Inglaterra y Francia estaba ya en su cuarto año. Era una guerra sin altibajos, sobre planes de esfuerzos sin riesgos, en una monotonía que permitía anticipar su duración de acuerdo a los años que Eduardo I y Felipe IV vivieran.

    Bonifacio VIII se ofreció para actuar como arbitro y su ofreci­miento fue muy bien recibido por ambos monarcas.

    El Pontífice aprovechó la ocasión para tratar de reconquistar las simpatías de su mejor cliente (la contribución del clero francés multiplicaba por ocho lo que aportaba el clero de Inglaterra) y falló decididamente en favor de Felipe IV.

    Los nobles ingleses instaron a su soberano a impugnar el fallo y recusar al arbitro pero Eduardo I ocultó su desagrado y evadió la reconsideración.



It was my fault. (Yo tuve la culpa), confesó a sus consejeros.



Solucionado su problema con Felipe IV, Bonifacio VIII consi­deró que el momento era oportuno para llevar a cabo un ambicioso proyecto que maduraba en su mente desde mucho tiempo atrás.

    Aprovechando la proximidad del año 1300, organizó un Magno Jubileo a celebrarse en Roma y en todas las ciudades de los países cristianos con el fin de recaudar fondos para financiar la Cruzada que le permitiría reconquistar los reinos de Sicilia y Napoles.24

    Pero los sentimientos de gratitud de Felipe IV no eran profun­dos ni duraderos.

    Apenas dos meses después del favorable arbitraje de Bonifa­cio VIII, el Legado Papal Monseñor Bernard Saisset sostuvo un serio altercado con un alto funcionario de la Corte de Felipe IV a raíz de su distinta manera de interpretar el alcance de ciertas prerrogativas eclesiásticas.

    Eso bastó para que se le acusara de desacato y se le considerara incurso en tan grave delito.

Juzgado por los miembros del gabinete real constituidos en tribunal, fue declarado culpable, condenado, privado de su liber­tad y entregado al Arzobispo de Narbona, bajo custodia.

.Bonifacio VIII, envalentonado por el rotundo éxito político del reciente jubileo —el éxito económico no le había ido en zaga— exigió a Felipe IV la inmediata libertad y reivindicación de su Legado, ordenó al clero francés la suspensión inmediata de todo pago de impuestos o contribuciones, cualquiera que ellas fueren y dos meses después lanzó su enérgica bula ¡Ausculta, Fili! (¡Escu­cha, hijo!) por la que, en su carácter de Vicario de Cristo, exhortaba a Felipe IV a ser modesto y a prestar oídos respetuosos a la palabra del monarca espiritual de todos los reinos de la Tierra; pasaba a reclamar por el enjuiciamiento de un prelado ante un tribunal civil; reclamaba, asimismo, por la continua exacción de fondos eclesiásticos para fines seglares y anunciaba que convocaría a todos los obispos y abades de Francia "a fin de adoptar medidas para lograr la preservación de los derechos de la Iglesia, la reforma del orden constitucional dentro del reino y la rectificación pública formulada por el mismo Rey Felipe IV en espontáneo acto de humillación".25



    La bula ¡Ausculta, Fili! fue quemada en París ante el Rey y el pueblo. Simultáneamente, Felipe IV rompió relaciones con el Papado y puso al clero francés bajo la directa dependencia del Rey; disolvió la Orden de los Templarios, "antro de renegados revolucionarios" y confiscó sus bienes; determinó la nueva tasa de impuestos que se aplicaría en adelante al clero francés en su carácter de más importante terrateniente (los economistas reales habían organizado un censo de contribuyentes -cense de contribuables— siguiendo la práctica de los romanos; según el catastro parcelario que servía de base a ese censo, el clero francés resultaba ser propietario del 29 % de la tierra); desterró a más de cien mil judíos y confiscó sus bienes; fijó tasa proporcional a todas las operaciones de exportación e importación discriminando víveres (provisiones de boca), ropas, artículos suntuarios, etc. y, por último, fijó un impuesto personal de un penique por cada libra que poseyera todo habitante, fuera quien fuere, noble, clérigo o simple ciudadano.26

    Bonifacio VIII convocó a un Concilio Eclesiástico a celebrarse en Roma.

    Pese a la expresa prohibición de Felipe IV, alrededor de cin­cuenta prelados franceses lograron abandonar el territorio. De inmediato, les fueron confiscados sus bienes e impartida la orden de que se impidiera su reentrada a Francia.

    El Concilio Eclesiástico se reunió en Roma en octubre de 1302 y produjo la bula Unam Sanctam que parecía inspirada en el Dictatus de Gregorio VII y expresaba:

   

    Existe una sola Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; así como uno sólo es el cuerpo de Cristo y uno sólo su repre­sentante: el Papa romano. Hay dos poderes: el espiritual y el temporal. El primero lo lleva la Iglesia; el segundo lo lleva el Rey, por voluntad de la Iglesia y consentimiento del sacerdote. El poder espiritual es superior al poder temporal y tiene el derecho de encauzarlo y de juzgarlo cuando obra mal. Declaramos, definimos y sentenciamos que todos los hombres están subordinados al Pontífice romano.27



19  H. D. sedgwick, Italia en el siglo XIII, pág. 292.

20  H. milman, Historia del Cristianismo Latino, vol. VI, pág. 240.

21 J. W. thompson, Economic and Social History of the Mídale Ages, pág. 691.

2- J. W. thompson, Economic and Social History of Europe in the later Mídale Ages, pág. 12.

23 Catholic Encyclopaedia, vol. II, pág. 4G4.

24 Cambridge Medieval History, vol. VII, pág. 265

23 F. guizot, Histoire de Frunce, vol. I, pág. 591.

25 Cambridge Medieval History, vol. VII, pag. 18.

26  J. W. thomson, Economic and  Social History  of  the Mídale Ages, pág. 644.

27  Catholic Encyclopaedia, vol. II, pág. 666.

 

9.    FELIPE DESTRUYE A BONIFACIO  PAPA

 

    Felipe IV convocó a una Asamblea General que se llevó a cabo dos meses después en París.

    Por el voto unánime de sus integrantes, la Asamblea resolvió acusar al Papa Bonifacio VIII de tirano, hechicero, asesino, adúltero y simoníaco.                                                                                        

    Felipe IV designó a Guillermo de Nogaret con carácter de Embajador, para que notificara a Bonifacio VIII acerca de la decisión de la Asamblea.

    El Papa se hallaba en su palacio pontificio de Agnani y allí recibió a De Nogaret, pero no lo hizo para respetar una práctica diplomática sino para proporcionarse el gusto de insultar a Feli­pe IV y rasgar, sin leer, la nota que su embajador acababa de entregarle.

    Trémulo de furor, el anciano Papa anticipó a De Nogaret que excomulgaría a Felipe IV e interdictaría a toda Francia hasta que toda Francia no depusiera al maldito apóstata.

    De Nogaret no regresó a París en demanda de instrucciones que ya tenía. Todo cuanto acababa de ocurrir había sido previsto. El exiliado Sciarra Colonna, disfrazado, había integrado su comitiva.

    Al frente de un heterogéneo ejército de dos mil mercenarios, De Nogaret y Sciarra Colonna invadieron el palacio pontificio, irrumpieron en el Salón del Trono y notificaron de viva voz a Bonifacio VIII de la exigencia impuesta por el Rey de Francia Felipe IV, en el sentido de que convocara a un Concilio Eclesiástico y presentara de inmediato su renuncia, para ser juzgado.

    El Concilio oficializaría la acefalía de la Santa Sede —tal como lo había hecho nueve años antes por imposición del mismo Boni­facio VIII, entonces Cardenal Gaetani, al aceptarse la renuncia del Papa Celestino v y procedería a elegir su reemplazante.28

    Durante cuatro días, Bonifacio VIII fue mantenido prisionero en palacio sin permitirse que nadie le proporcionara alimentos ni le prestara la menor ayuda.

    En cambio, grupos de mercenarios ebrios forzaban las puertas de su dormitorio a cualquiera hora del día o de la noche para escarnecerle hasta arrancarle lágrimas.

    Cuando los Orsini, al frente de un disciplinado regimiento de caballería y de una enardecida multitud de feligreses locales ganaron el patio descubierto del palacio, pusieron en fuga a la sorprendida mesnada de los Colonna y lograron llegar hasta el prisionero, Bonifacio VIII era un enfermo que parecía haber per­dido las ganas de vivir.

    Llevado a Roma para su mejor atención, se agravó, presentó un cuadro febril agudo y murió una semana después.



28 francisco guizot, insobornable historiador y político, muchos años ministro de Luis Felipe I, afirma en su Historia de la Civilización de Europa y Francia, vol. I, pág. 596, que en esas circunstancias "Sciarra Colonna mal­trató de palabra y de hecho al anciano Pontífice, dándole de puñetes en el rostro hasta ensangrentarle, provocando la enérgica intervención de Guillaume de Nogaret".

   

10.    FELIPE CONSOLIDA SU TRIUNFO SOBRE ROMA



      El nuevo Papa Benedicto XI, dulce y virtuoso, era la cabal antítesis de su antecesor.

    Había sido elegido por una mayoría de cardenales que no habían compartido la tesitura política de Bonifacio VIII —por el contrario, admitían que su muerte facilitaría cualquier enmienda a su diplomacia de características innecesariamente violentas— pero no ocultaban su indignación por las vejaciones de que se le había hecho víctima, con total desprecio de su sagrada condición de Papa.

    Era indudable que en la elección de Benedicto XI había priva­do el propósito de elevar al Pontificado a un cardenal que fuera viva expresión de paz y lograra suavizar ese tenso clima diplomá­tico, tan inconveniente para la Santa Sede.

    Sin embargo, la primera medida adoptada por Benedicto XIdecretaba la excomunión de Guillaume de Nogaret, de Sciarra Colonna y de una veintena de sus secuaces que habían podido ser identificados.

    Un mes más tarde, Benedicto XI apareció muerto en su lecho.

    Se dijo que le habían envenenado gibelinos italianos infiltra­dos en la nómina de su personal.29

    La imprevista acefalía del Pontificado fue aprovechada por Felipe IV para hacer llegar al Cónclave la serie de requisitos que imponía para concertar la paz: 1°: elegir Papa a Monseñor Bertrand de Got, Arzobispo de Burdeos, a quien sólo se reclamaría una política amistosa hacia Francia; 2º: absolución de los excomul­gados por el penoso episodio de Agnani, que él, Felipe IV, era el primero en lamentar; 3º: reconocer al gobierno de Francia el derecho de aplicar al clero francés un impuesto único del diez por ciento sobre sus entradas comunes por el término de cinco años; 4º y último: devolución de títulos y bienes a todos los miembros de la familia Colonna.30

    La aceptación lisa y llana de estas exigencias constituía con­dición sine qua non para que Felipe iV no rompiera definitivamente sus relaciones con la Santa Sede y retornara, en cambio, a la miel sobre hojuelas de la época de San Luis, su canonizado abuelo.

    Resulta difícil creer que el Sacro Colegio comulgara con semejante muela de molino, pero no le quedaba otra alternativa que aceptar la interesante promesa de Felipe IV.

    Se trataba de un rey que apenas contaba 34 años de edad, con un previsible largo reinado por delante —los Capelo se caracteri­zaban por su longevidad— y Francia podría seguir siendo la misma fabulosa mina de oro cuya explotación habría de intensificarse por muy diversos e indirectos arbitrios.

 

30 F. guzot, llistoire de France, vol. 1, pág. 596.