jueves, 17 de marzo de 2016

Sobre el discurso de Francisco I en la sinagoga de Roma (17 de enero de 2016)



Sobre el discurso de Francisco I en la sinagoga de Roma (17 de enero de 2016)
Sinagoga
SÍ SÍ NO NO
Escrito por SÍ SÍ NO NO
La “nueva” doctrina de Francisco I
En el discurso que pronunció Francisco I el pasado 17 de enero en la sinagoga de Roma, recalcó que, según la doctrina conciliar (cfr.Lumen gentium, 16: «Dios no se arrepiente de sus dones y de vocación» y toda la Declaración Nostra aetate) y posconciliar (cfr. Juan Pablo II en Maguncia el 17 de noviembre de 1980: «La Antigua Alianza, que nunca fue rechazada»; Juan Pablo II, Discurso en la sinagoga de Roma el 13 de abril de 1986: «Los judíos son nuestros hermanos mayores en la fe», y las palabras Benedicto XVI en la sinagoga de Roma del 17 de enero de 2010 en el sentido de que los judíos son nuestros padres en la fe), el judaísmo actual sigue siendo titular de la Alianza con Dios.


El papa Bergoglio –hay que reconocérselo–, no se escuda tras la «hermenéutica de la continuidad» entre el Concilio Vaticano II y la época anterior, pero reconoce que «en los últimos cincuenta años, la relación entre cristianos y judíos ha experimentado una verdadera transformación», y que «la Iglesia, sin dejar de profesar la salvación mediante la fe en Cristo, reconoce la irrevocabilidad de la Antigua Alianza». Es decir, que no sólo «no fue nunca revocada», sino que es hasta «irrevocable».
Un documento precursor
La declaración de Francisco I a la  sinagoga de Roma estuvo precedida por un documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo titulado Por qué los dones y la vocación de Dios son irrevocables, publicado con motivo del 50° aniversario de la declaración conciliar Nostra aetate.
El mencionado documento, firmado por el cardenal Kurt Koch, reconoce que la doctrina de la perennidad de la Antigua Alianza «no aparece explícitamente en Nostra aetate, sino que la declaró de forma explícita por primera vez Juan Pablo II en Maguncia el 17 de noviembre de 1980 […] y la recogió posteriormente en 1993 el Catecismo de la Iglesia Católica en el nº 121» (nº 39).
También hay que reconocer que el documento firmado por el cardenal Koch no se escuda tras la «hermenéutica de la continuidad», dado que afirma sinceramente, como lo hizo el papa Bergoglio en la sinagoga romana, donde habló además de la «transformación», o sea de la evolución sustancial de la doctrina, de que «muchos padres de la Iglesia son partidarios de la llamada teoría de la sustitución, hasta el punto que en Medioevo se convirtió en el fundamento teológico general para las relaciones con los judíos». […]. Como Israel no había reconocido a Jesús, las promesas de Dios ya no valían para el pueblo judío, sino que iban dirigidas a la Iglesia de Cristo, que se había convertido en el nuevo Israel […], y hasta el Concilio Vaticano II no se habría atenuado el mencionado antagonismo teológico» (n. 17).
Por lo tanto, el cardenal Koch y Francisco I admiten que, mientras que los Padres de la Iglesia y los doctores de la Escolástica enseñaran de modo constante, general y unánime desde los primeros siglos de la era cristiana hasta 1960 una misma doctrina, con el Vaticano II ha surgido una doctrina nueva y transformada sobre las relaciones entre la Nueva y la Antigua Alianza.
La divina Revelación frente a la doctrina conciliar profesada últimamente por el papa Bergoglio
La teoría de la sustitución, sin embargo, no es fruto del pensamiento de «muchos padres de la Iglesia», sino que se encuentra en las Sagradas Escrituras.
La divina Revelación (contenida en las Sagradas Escrituras[1] y en la Tradición unánime de los Padres[2], e interpretada por el Magisterio eclesiástico constante y uniforme[3]) enseña que hubo en su tiempo una primera Alianza y actualmente una segunda, un nuevo pacto, que sustituye al que antiguamente estipuló Dios con los judíos cuando sacó a sus padres de Egipto (Jer. XXXI,31-34); y San Pablo, que cita en su totalidad este pasaje del Profeta, añade: «Al decir una alianza nueva, (el Señor) declara anticuada la primera; de modo que lo que se hace anticuado y envejece está próximo a desaparecer» (Heb., VIII, 8-13). Ahora bien, la gracia prometida a los titulares de la primera alianza no caducó con ésta, sino que se extendió a los titulares de la segunda. De hecho, esto se verificó cuando casi todos los titulares de la primera, rechazando a Cristo, se negaron a reconocer el tiempo en que Dios los había visitado (Lc., XIX, 44); «a todos los que recibieron» el Visitante «les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn., I, 12), estableció con ellos el nuevo pacto, la segunda Alianza y la puso a la disposición de todos (los paganos) cuando estuviesen congregados «del oriente y del occidente», del norte y del mediodía (Lc., XIII, 29), trasmitiéndose a la segunda los dones que ya poseía la primera. De hecho, si muchos miembros del pueblo elegido rechazaron a Cristo, un pequeño resto (apóstoles y discípulos) lo recibieron (Rom., XI, 1-10). Por eso escribe San Pablo a los hebreos: «No todos los descendientes son Israel, ni tampoco porque sean de la estirpe [según la carne] de Abrahán son todos hijos suyos» (Rom. IX, 1-6).
La vocación del verdadero Israel es espiritual e irrevocable (Rom., XI, 9) por cuanto ha creído en Jesucristo y se ha unido espiritualmente a Jesús, Salvador del mundo; mientras que el Israel carnal, que sigue empecinado en rechazar a Jesús, «tales ramas fueron desgajadas del olivo a causa de su infidelidad» (Rom., XI, 20). En realidad, la vocación por parte de Dios permanece; pero por parte del hombre puede ser rechazada y por tanto perderse. Por poner un ejemplo, Dios llamó a Judas al sacerdocio y al episcopado, y Dios no cambia de parecer ni se arrepiente de sus decisiones, pero Judas acogió primero el don de Dios y más tarde renegó y traicionó a Jesucristo, con lo que hizo nula su vocación. Del mismo modo, Israel, llamado por Dios a dar a conocer el Mesías venidero, acogió primero el don de Dios y más tarde, cuando vino el Mesías, fue rechazado por la mayoría.
Las ambigüedades de Nostra aetate consisten en que hacen pasar a todos los que descienden de Abrahán por vía carnal como si tuvieran vínculos espirituales o de fe con la Iglesia cristiana. Pero la realidad es muy diferente. La mayor parte de los hijos de Abrahán según la carne no ha creído ni cree todavía en la divinidad de Cristo. El mismo Jesús lo revela: «no tenéis por padre [según el espíritu o la fe] a Abrahán, sino al diablo” (Jn., VIII, 44).
En el n.° 4e, Nostra aetate enseña: «Según el Apóstol, los judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación.» San Pablo, por el contrario, dice únicamente que la vocación no cambia por parte de Dios («Ego sum Dominus et non mutor»). Ahora bien, no dice que no pueda cambiar la respuesta humana a la llamada de Dios, como sucedió con la mayor parte del pueblo de Israel, que no supo corresponder a la vocación de Dios y mató a los profetas y al propio Cristo. De donde se desprende que son gratos a Dios (es decir, están en gracia de Dios), sólo el pequeño resto de los que han aceptado al Mesías que vino, a Cristo (NT), como lo aceptaron sus padres del Antiguo Testamento esperándolo.
En el n.°4g, la declaración conciliar dice que la muerte de Cristo se debió a los pecados de todos los hombres y que «aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy».
Es necesario distinguir:
Cristo murió para redimir los pecados de todos los hombres. Esto quiere decir que la causa final de la muerte de Cristo es la redención del género humano, pero la causa eficiente de la muerte del Señor fue el judaísmo rabínico que, negando la divinidad de Jesús, lo condenó a muerte e hizo que los romanos cumplieran la sentencia.
Para todos los Padres de la Iglesia, unánimemente, la causa eficiente y responsable de la muerte de Jesús es el judaísmo farisaico, talmúdico y anticristiano. En la muerte de Cristo participó la comunidad religiosa del Israel postbíblico, y no toda la estirpe (un pequeño resto fue fiel a Cristo), aunque la mayor parte del pueblo tuviera parte activa en la condena de Jesús. El consenso unánime de los Padres es señal de tradición divina. O sea, que son el órgano que transmite la tradición divino-apostólica, y por lo tanto, el consenso común es regla de fe: vale decir que está revelado por Dios y encomendado a los apóstoles lo que los Padres de la Iglesia nos transmiten con consenso unánime en materia de fe y de moral (no es necesario el consenso absoluto o matemático). En el caso en cuestión, los Padres desde San Ignacio de Antioquía †107 hasta San Agustín †430 (ver nota 2) están concordes no sólo moral sino matemáticamente en enseñar que la mayoría de los infieles a Cristo del pueblo hebreo, es decir, el judaísmo talmúdico, es responsable como causa eficiente de su muerte, con lo que ha creado una religión cismática y herética, el talmudismo, que se separa del mosaísmo y hasta el día de hoy rechaza la divinidad de Cristo y lo condena como hombre que ha pretendido hacerse Dios[4].
Una estudiosa de patrología de origen israelí, Denise Judant, ha escrito: «El estilo de Notra aetate es muy diverso del de los Padres. […] Los Padres de la Iglesia han acusado de forma unánime y por tanto infalible al pueblo judío de haber condenado a muerte a Jesús» (Judaisme et Christianisme, París, Cèdre, 1969, p. 87).
Los jefes de la Sinagoga tenían muy claro, como enseña Santo Tomás de Aquino (S. Th., III, q. 47, a. 5, 6; S. Th.,  II-II, q. 2, a. 7, 8), que Jesús era el Mesías, y no querían reconocer que era Dios (ignorancia afectada, que agrava la culpabilidad).
La ignorancia del pueblo, que había presenciado los milagros de Cristo y había seguido en su mayor parte a sus jefes espirituales, no era fingida ni deseada, pero era vencible (S. Th. ut supra). Por consiguiente, tenían menos culpa que sus jefes, aunque objetivamente o en sí era grave (subjetivamente porque el fuero interno de todo hombre sólo lo ve Dios). Con todo, el pueblo tiene la atenuante de haber seguido al sumo sacerdote, al sanedrín, a la jerarquía.
El judaísmo de hoy, en la medida en que es la libre continuación del judaísmo rabínico de los tiempos de Jesús y se obstina en no aceptarlo, participa objetivamente en la responsabilidad del deicidio.
En el n.° 4h de Nostra aetate dice: «No se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras».
Ante todo, es preciso concretar que se habla del judaísmo como religión postbíblica y de sus fieles, es decir, de los judíos que creen en la Cábala y el Talmud (Nostra aetate es ambigua cuando emplea la palabra judíos al hablar de los estrechos vínculos espirituales con que el pueblo del Nuevo Testamento está unido a la estirpe de Abrahán»).
Es necesario precisar los términos teológicos y bíblicos de reprobación y maldición.
Reprobar quiere decir rechazar, considerar inútil, desaprobar, deshacer una amistad. Ahora bien, la sinagoga talmúdica, a la que el Apocalipsis (Ap., II, 9; Ap., III,9) de San Juan llama en dos ocasiones sinagoga de Satanás, después de la muerte de Cristo fue desaprobada y rechazada por Dios, que ha constatado su infidelidad al que hizo con Moisés, y la ha repudiado para establecer una Nueva Alianza con el pequeño resto de Israel fiel a Cristo y a Moisés y con todos los gentiles que estén dispuestos a aceptar el Evangelio. Dios ha repudiado a quienes renegaron de su Hijo unigénito y consustancial, «Dios verdadero de Dios verdadero». Por eso, la sana teología ha interpretado la Escritura enseñando que el judaísmo postbíblico está reprobado o desaprobado por Dios; es decir, que en tanto que persiste en el rechazo obstinado a Cristo no está unido espiritualmente a Dios, no le es querido, no está en gracia de Dios. Me parece el mundo ha quedado reducido a una excesiva pobreza. En conclusión, me parece que el progreso, basado en la electricidad, la química, las matemáticas y otras ciencias, ha atiborrado la tierra y el cielo de máquinas extraordinarias que, si bien por un lado han enriquecido la vida material de los hombres, por otro lado han empobrecido su vida espiritual hasta destruirla. El mundo ha quedado reducido a una inmensa esfera de tierra sobre la que varios miles de millones de hormigas se matan de trabajar para vivir de forma cada vez más incómoda. Dicho de otro modo: el hombre actúan como si teniendo un jugoso durazno se deshiciera de la pulpa para roer la semilla.
Giovannino Guareschi
Maldecir significa condenar; no es una maldición formal lanzada por Dios (semejante a la lanzada contra la serpiente infernal en el Edén) como una imprecación con objeto de producir un mal, pero objetiva, es decir, una situación constatada y condenada por Dios, de la cual eldice mal o maldice. En realidad, Dios no puede aprobar, decir bien o bendecir el rechazo de Cristo. El Padre, habiendo constatado la esterilidad del judaísmo farisaico y rabínico, que mató a los profetas y a su Hijo, lo condena, desaprueba o dice mal de él, lo mal-dice. Como Jesús, que al constatar la esterilidad de la higuera la maldice. O sea, que no la apreció, sino que la condenó por infructuosa.
Hay que distinguir entre el judaísmo del Antiguo Testamento y el judaísmo postcristiano. El primero (AT) es una preparación para el cristianismo; el segundo, por el contrario (judaísmo postcristiano), rechazó y sigue rechazando al Mesías Jesucristo. En este sentido, hay una oposición de contradicción entre el cristianismo y el judaísmo actual.
La Antigua Alianza se basaba también en la cooperación de los hombres. Moisés recibió una declaración de Dios que contenía las condiciones del antiguo pacto. La alianza estaba condicionada (Dt., XI, 1-28) a la obediencia del pueblo de Israel: «Hoy os pongo delante bendición y maldición: la bendición si obedecéis los mandamientos de Yahvé […] la maldición si no obedecéis» (Dt., XI, 28) y Dios amenaza en más ocasiones con romperla a causa de la infidelidad del pueblo judío, al que querría incluso exterminar (Dt., XXVIII; Lev., XXVI, 14 ss.; Ier., XXVI, 4-6; Os., VII, 8 e IX, 6).
Después de la muerte de Cristo, a raíz de la infidelidad de gran parte del pueblo de Israel para con Cristo y el Antiguo Testamento que lo anunciaba, el perdón de Dios se limita a un un pequeño resto fiel a Jesucristo. Por parte de Dios, no hubo rescisión de su plan, sino simple desarrollo o perfeccionamiento de la Alianza primitiva o antigua en la nueva y definitiva, que dará al pequeño resto de los judíos fieles al Mesías «un corazón nuevo», y se abrirá a toda la humanidad (Jer, XXXI, 31-34 y Heb. VIII, 8-13)… Jesús no instauró una nueva religión; enseñó que Dios quería la salvación de toda la humanidad y que la fe en Cristo era el requisito a cumplir para alcanzar dicha salvación. La comunidad cristiana se ha mantenido fiel a la tradición veterotestamentaria, reconociendo en Jesús el Cristo anunciado por los profetas. Para los cristianos, es el judaísmo el que ha sido infiel al Antiguo Testamento. Al incorporarse a la Iglesia, el pequeño resto fiel garantiza la continuidad de la Alianza (antigua y nueva). El Cristo que había de venir ha venido y es la piedra angular que ha hecho de de dos (pueblos: el judío y el gentil) uno solo (los cristianos).
El deicidio y el Doctor Común de la Iglesia
El neomodernismo, a partir de la declaración Nostra aetate (1965), ha intentado negar la doctrina del deicidio contenida en las Escrituras y en la Tradición (Revelación divina) y enseñada por el Magisterio tradicional de la Iglesia, que tiene la misión de interpretar rectamente la Revelación divina.
El Doctor oficial de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, explica: «Aunque los judíos no pudieron matar la divinidad de Cristo, mataron su humanidad, que subsiste en la Persona divina del Verbo. De ahí que el pecado de los judíos sea el de intento de deicidio» (In Symbolum Apostolorum, a. 4, n. 912); «Por tanto, los judíos no sólo pecaron contra la humanidad de Cristo, sino como crucificadores del Dios encarnado / tamquam Dei crucifixores» (S.Th., III, q. 47, a. 5, ad 3) y concluye: «judei Deum crucifixerunt / crucificaron a Dios Hijo  in quanto facente sussistere  en Sí la naturaleza humana y la divina» (S. Th, III, q. 47, a. 5, in corpore).
Lo que no se atreven a decir los fieles cristianos lo dicen los «hermanos mayores»
«El exilio que siguió a la destrucción de Jerusalén fue interpretado por el cristianismo como el castigo y la prueba del rechazo. El regreso a Sion constituía […] una provocación para la teología cristiana […]. Por lo tanto, si Nostra aetate anula la acusación de deicidio y afirma la perenne validez de las promesas de Dios [Antigua Alianza] con todas sus implicaciones, debería haber eliminado definitivamente el obstáculo teológico. De donde se desprende que la promesa de la Tierra [de Israel] y la reunificación del pueblo judío con ella no debería excluirse» (N. Ben Horim, Nuovi orizzonti tra ebrei e cristiani, Padova, Messaggero, p. 67). Y, en efecto, el concordato de la Santa Sede con Israel (30 de diciembre de 1993) la ha reconocido.
Horim da cuenta también de la convicción común a casi todos los cristianos, pero que ninguno se atreve a confesar aunque los hermanos mayores la declaran de forma explícita: «La doctrina tradicional [es dogma de fe] extra Ecclesiam nulla salus contradice el discurso del Papa [Juan Pablo II] a los expertos católicos en judaísmo, en la que habló de la posibilidad de que hebreos y cristianos llegasen por caminos diversos pero finalmente convergentes a una verdadera fraternidad de la reconciliación» (N. Ben Horim, cit., p. 59).
Conclusión
Bergoglio no ha hecho otra cosa que repetir lo que ya había proyectado en el lejano 1960 Juan XXIII, y que posteriormente recogió la declaración Nostra aetate (28 de octobre de 1965) y manifestó Juan Pablo II (el 17 de noviembre de 1980 en Maguncia y el 13 de abril de 1986 en la sinagoga de Roma).
Es más, Nahum Goldman, presidente del Congreso Mundial Judío, escribió en su autobiografía que se encontró en Roma el 26 de octubre de 1960 con el cardenal Agostino Bea (Staatmann ohne Staat. Autobiographie, Koln-Berlin, 1970, pp. 378 ss.), el cual, cumpliendo órdenes de Juan XXIIII, pidió a Goldmann un esbozo del futuro documento del Concilio sobre las relaciones con los judíos (Nostra aetate)y sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae). El 27 de febrero de 1962, Nahum Goldmann presentó el memorándum en nombre de la  Conferencia Mundial de Organizaciones Judias (para el acuerdo de Bea con Nahum Goldmann cfr. Lazare Landau, in Tribune Juive nº 903, enero 1986 y nº 1001, diciembre de 1987; E. Toaff, Perfidi giudei fratelli maggiori, Milano, Mondadori, 1987; Id. Essere ebreo,Milano, Longanesi, 1997).
En 1986, Jean Madiran desveló el acuerdo secreto de Bea y Roncalli con los dirigentes judíos (Isaac y Goldman), citando dos artículos de Lazare Landau sobre Tribune Juive (nº 903, enero 1986 y nº 1001, diciembre de 1987). Landau escribió: «En el invierno de 1962, los dirigentes judíos recibieron en segreto, en el sótano de la sinagoga de Estrasburgo, a un enviado del Papa: el dominico Yves Congar, encargado por Bea y Roncalli de pedirnos lo que esperábamos de la Iglesia Católica en vísperas del Concilio: nuestra completa rehabilitación fue la respuesta… En un sótano secreto de la sinagoga de Estrasburgo, la doctrina de la Iglesia experimentó realmente una mutación sustancial» (Itinéraires, otoño de 1990, nº III, pp. 1-20).
Indudablemente, el discurso de Bergoglio es reprobable, pero no nos podemos asombrar ahora de algo que se remonta a los años sesenta. Por tanto, si se quiere poner remedio a la mala doctrina bergogliana es necesario remontarse a Juan XXIII y al Concilio Vaticano II.
C.N.
[Traducido por J.E.F.]