domingo, 17 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO 1ºP.-(2ºHOJA)

EL EVANGELIO DE JESUCRISTO

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V. Los Evangelios


El estar y haber estado siempre los cuatro Evangelios, en el canon de la Iglesia, significa para un católico, directamente, la inerrancia de esos documentos, e implícitamente significa su integridad y su historicidad; es decir, que no han llegado a nosotros corrompidos, y que son realmente de los autores a los cuales se atribuyen. Todas esas notas juntas se llaman autencía de los Evangelios.


La autencía de los Evangelios fue supuesta tácitamente por la primitiva Iglesia –implicitly, como dicen los ingleses, es decir, sin género de duda– y poseída en paz por los siglos cristianos; con el protestantismo comienza la contienda en torno de ella, que llena hoy los libros de “apologética”. La rápida descomposición de la teología de la Reforma –que, a pesar del conservadorismo bíblico de Lutero y los primeros reformadores, llevaba en sí un fermento revolucionario de suyo incoercible– engendró la crítica racionalista, que se llamó a sí misma “la alta crítica”; en el fondo, anticristiana. La autencía de los Evangelios fue atacada en todas sus partes y puntos y con todos los métodos, y defendida igualmente en el plano científico por los doctores católicos y protestantes creyentes. Actualmente, ella pertenece más bien a la Historia: el que quiera conocerla, puede hallarla en cualquier buen tratado de Introducción o Propedéutica. Todos los puntos capitales tenidos por la Tradición han sido vindicados críticamente uno por uno, a veces a través de investigaciones y discusiones muy intrincadas, que aquí no interesan; y el almácigo de hipótesis diversísimas –todas las posibles quizás– elaboradas como arietes contra la antigua creencia, son hoy cosas de museo o alimento de semicultos atrasados –como Lisandro de la Torre– o anticlericales furibundos, como el supracitado González Blanco. Queda sin embargo que ese trabajo de defensa y controversia ha favorecido en definitiva el conocimiento de los libros santos y hasta su hermenéutica. Jousse no hubiese descubierto la psicología del gesto, por ejemplo, sin eso...

“Dios bendiga a los hijos de Lutero...”, dice Antonio Machado.

A nosotros nos compete dar aquí, brevemente, el conocimiento limpio de las conclusiones.


1. Evangelio de Mateo.


Mateo o Leví, hijo de Alfeo, era un cobrador de impuestos al servicio de Roma (publicano o alcabalero) en el Lago Genesareth. Llamado bruscamente por Jesús que pasaba, lo siguió y adhirió a su escuela, siendo designado más tarde por El entre los Doce. Después de la Ascensión predicó su evangelio en Judea y aledaños, el cual puso por escrito antes de la separación de los Doce, o sea unos 7‑17 años después de la muerte del Señor. Cuándo dejó él la Judea, adónde fue y cómo murió, es cosa de que no hay certeza histórica total, y de que sólo quedan leyendas. La tradición católica lo da como mártir, celebrando su fiesta el 21 de setiembre.

El Evangelio de Mateo parece haber sido escrito en aramaico o hebreo vulgar, y traducido enseguida al griego por un hombre muy capaz: abunda en aramaísmos, aunque la dicción griega es correcta y hasta elegante. La versión griega se difundió rápidamente en la naciente cristiandad, y el original aramaico no ha llegado a nosotros... si es que existió; pues cabe la posibilidad de que Mateo mismo haya escrito el texto griego –contra el testimonio algo dudoso de Eusebio que se reclama de Papías, y que repiten después otros Padres– pues el griego vulgar era entonces la segunda lengua de los palestinos, que era un pueblo bilingüe, como los catalanes o irlandeses de hoy. Más aún, eminentes críticos defienden hoy que Cristo no predicó en aramaico sino en koiné o griego vulgar, en obsequio a sus auditores heterogéneos, y que en parte por lo menos lo hizo así, parece cierto; con Pilatos, por ejemplo, Cristo habló el griego. Puede verse en la pág. 106 del De Profundis de Oscar Wilde la exposición de esta hipótesis: el fino y desdichado poeta irlandés se regocijaba en su cárcel de Reading de que al leer cada día –”después de haber limpiado mi celda y lavado mis cubiertos”– el Evangelio griego, leía las “ipsissima verba” de Cristo. “Es para mí una delicia pensar que, por lo menos en lo concerniente a su conversación, Charmídes hubiera podido escuchar al Cristo, Sócrates razonar con El, y Platón comprenderlo; que El pronunció realmente “egóo eimí o poiméen o kalós” (“Yo soy el Pastor Hermoso”); que cuando pensó en los lirios del campo “que no trabajan ni hilan”, se expresó exactamente así: “katamáthete ta krina tu argoín” y que su último grito, cuando exclamó: “Todo está cumplido, mi vida está completa, y ha llegado a su perfección” fue exactamente la palabra única y pregnante que San Juan nos da: “tetélestai” y nada más”.

Como quiera que sea, cierto es que no existió un Protoevangelio (urevangelium) de Mateo, ni siquiera en la forma de “loguia Jristos” (“dichos de Cristo”) como supuso la crítica racionalista. Ignorantes de las condiciones del medio oral en que surgieron los Evangelios, creyeron necesario establecer una hipotética fuente escrita común perdida para explicar las numerosas coincidencias literales de los primeros Evangelios. La ciencia actual se ríe de esa hipótesis basada sobre un falso supuesto, o mejor dicho, una ignorantia elenchi. “Mateo no necesitó ninguna colección escrita de «Dichos», ni menos un protoevangelio desconocido, pues su propio evangelio aramaico [o griego] es en realidad el evangelio primigenio”.[11] Antes de las descubiertas linguísticas decisivas de D'Udine, De Saussure, De Foucauld, Jousse y su escuela, entre otros, ya el gran teólogo protestante Schleiermacher había presentido que la crítica racionalista hacía falso camino; y se había reído “de los que imaginan a los Evangelistas escribiendo en un escritorio cubiertos de notas y de libros de referencia”, como nosotros; que es como imaginarse a San Mateo con una máquina de escribir.

Mateo dirigió su evangelio a sus compatriotas, y por tanto su fin es convencer de que Cristo fue realmente el Mesías esperado por Israel; de donde hace mucho hincapié en el cumplimiento de las profecías, repite la fórmula “para que se cumpliera lo que dijo el Profeta” o “conforme dice la Escritura”, y cita más copiosamente que ningún otro el Antiguo Testamento (265 citas o alusiones al Antiguo Testamento se pueden contar en sus 28 capítulos) interpretándolo con bastante libertad y no siempre literalmente.

La cuestión de si Marcos y Lucas conocieron el Evangelio de Mateo, o si Mateo –o al menos su traductor– conoció el de Marcos –como opinó Grotius– tan debatida por los partidarios de la interdependencia, hoy día no tiene sentido, a no ser como curiosidad. Probablemente Marcos no conoció el Evangelio de Mateo y Lucas sí. En cuanto a Juan, conoció los tres Sinópticos.


2. Evangelio de Marcos.


Marcos fue judío de nación, y con su primo Bernabé acompañó a San Pablo en su predicación, aunque no sin bruscos abandonos y quizá algún rozamiento. Sin embargo, en la primera cárcel romana de Pablo, Marcos está con él 13. Después acompaña muchos años a Pedro como meturgemán –repetidor‑intérprete– (14). Después de la muerte de los Apóstoles, fundó la Iglesia de Alejandría de Egipto, la cual quizá gobernó como obispo hasta su martirio. La Iglesia celebra su fiesta el 25 de abril.

Marcos escribió su evangelio en Roma, en qué condiciones y por qué, lo hemos visto en los testimonios de Papías y Clemente Alejandrino recogidos por Eusebio. El examen interno de su evangelio confirma esa noticia testimonial: es vivo y visual, como de un testigo presencial; la personalidad de Pedro aparece como al trasluz; las faltas y debilidades del Príncipe de los Apóstoles están acusadas, en tanto que sus honores faltan o están en sordina, explicaciones de las costumbres judías, traducciones de palabras arameas, latinización de palabras griegas, ilustraciones topográficas palestinas... y en cambio los lugares y costumbres romanas pasadas por alto como conocidos; todo indica que el documento está dirigido a los cristianos provenientes de la Gentilidad; y especialmente a los latinos.

Hay en el Evangelio de Marcos un episodio curioso, que no se sabe a qué apunta y no está en los otros evangelistas (“ápax legómenon”, como dicen los críticos), que quizá sea una especie de firma discreta del autor. Cuando Cristo era llevado preso por el huerto de los Olivos, “un joven lo siguió, cubierto solamente con una sábana sobre el cuerpo. Uno de los soldados lo atrapó, y él dejándole caer la sábana en las manos, huyó desnudo”. ¿Qué quiere decir esto? Los intérpretes han hecho varias interpretaciones “místicas”, como por ejemplo aquel que dijo:

“Pero si ése es el camino

del que no hace mas consiente,

me haré santo solamente

con aceptar mi destino:

el del mancebo que, mudo

de una sábana cubierto

vio a Cristo que iba a ser muerto

la tiró y huyó desnudo.

Hoy Cristo sale a morir

para atestiguarlo, pues,

Sigue mi vida, después

del deseo de vivir”.


Pero qué significa literalmente ese rasgo y para qué está puesto allí, nadie lo sabe. Algunos intérpretes suponen que ese mancebo fue Marcos; el cual, a semejanza de los pintores del Renacimiento que ponían su propio rostro en un cuadro –y Velázquez se pintó como un mozo de caballos en la Rendición de Breda–, se complugo en estampar esa su fugaz relación con Cristo. Esto tendría en contra el testimonio de Papías acerca de que Marcos “no conoció ni siguió a Cristo”. Pero puede conciliarse; Papías se refiere probablemente al discipulado, no a un conocimiento fugaz como éste. A mí me gusta la hipótesis; y no hay otra mejor para explicar ese fragmento; sin embargo, no les recomiendo lo que el poeta D'Annunzio borda sobre ella en su libro Contemplazione della morte.


3. Evangelio de Lucas.


Lucas fue un médico griego, probablemente nacido en Antioquía de Siria, acompañante fiel e impertérrito del Apóstol Pablo en sus muchos caminos por mar y tierra, a partir de la segunda misión desde Troas a Macedonia, hasta el martirio del Apóstol de las Gentes. Lo acompañó a Roma –quizá también a España– y estuvo con él, incansable, durante sus dos prisiones: en la segunda prisión “él sólo”, atestigua el Apóstol (II Tim IV, 11): “sólo Lucas está conmigo”. Acompañando a Pablo estuvo en Jerusalén los años 42‑50, donde suplementó la catequesis oral de Pablo, la cual sabía de memoria como meturgemán, con noticias “recogidas diligentemente” –como él dice– sur place y de la boca de testigos presenciales y catequistas o recitadores: por lo cual su evangelio contiene muchas novedades (datos y episodios propios, incluso parábolas) respecto de los dos primeros. La tradición mantiene que allí conoció a la Madre de Jesús, y de ella recibió el relato de la Anunciación del Ángel y la Infancia de Jesús, que él sólo nos transmite. Ainda mais, dicen que pintó un retrato de la Virgen, que se conserva hoy en Santa María sopra Minerva en Roma: es un retrato bastante malo por desgracia, posiblemente apócrifo. Pero de él han salido las diversas descripciones del físico de la Madre de Dios, que han deleitado a los poetas cristianos:


“... De estatura de cuerpo fue mediana,

Rubio el cabello, de color trigueño,

Afilada nariz, rostro aguileño

Cifrado en él un alma humilde y llama.

Los ojos verdes de color oliva,

La ceja negra y arqueada, hermosa,

La vista santa, penetrante y viva,

Labios y boca de púrpura rosa...”,


que dice Rey de Artieda. O aquello otro espléndido de Lope de Vega:


“Poco más que mediana de estatura,

Como trigo el color, rubios cabellos,

Los ojos grandes, y la niña dellos

De verde y rojo con igual dulzura.


Las cejas de color negra y no oscura,

Aguileña nariz, los labios bellos

Tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

Por ventanales de su rosa pura.


La mano larga para siempre darla

Saliendo en los peligros al encuentro

De quien para vivir quiera tomarla


Esa es María, sin llegar al centro,

Que el alma sólo puede retratarla

Pintor que estuvo nueve meses dentro”.


El alma de María aparece en Lucas solamente en algunas frases llenas de misterio y de modestia. María es inretratable, la criatura más modesta y escondida del Universo, fuente sellada del Creador. La devoción cristiana dice que si la hermosura de María hubiese sido expuesta los hombres la hubiesen adorado como una deidad; lo cual cuenta la leyenda de San Dionisio el Areopagita.

El Evangelio de Lucas es el mejor compuesto, el más literario y cuidado; sin embargo, su estilo es semejante a los otros, y conserva la traza –un poco menos visible– de los esquemas rítmicos que caracterizan el estilo oral. El crítico Johann Perk, S. S., en su libro Synopse der Vier Evangelien, p. 23, escribe sobre él estas palabras, que muestran conocimiento de las descubiertas de la escuela lingüística francesa:

Algunos investigadores tienen a la «memoria» de los palestinos de ese tiempo por capaz de mantener fielmente los esquemas originales incluso por decenas de años. Lo prueban por las centenarias transmisiones orales de los rabinos y las sorprendentes retenciones de los pueblos primitivos. La transmisión oral posiblemente mantuvo con fidelidad y plasmó con exactitud los dichos y hechos del Maestro, de los cuales [los recitadores hebreos] querían ser sólo y exclusivamente “testigos” y no glosistas o historiadores.


De esta transmisión oral técnica y fidelísima se sirvió Lucas, avezado él mismo por su propio cargo de meturgemán a su ejercicio.

El Evangelio de Lucas, lo mismo que los Actos de los Apóstoles, que también redactó, están dedicados a un “Teófilo”, que algunos creen una persona particular insigne, y otros dicen es un nombre simbólico que representa la multitud de los cristianos.


“Después que muchos han puesto mano

Acerca de las cosas que entre nosotros pasaron Dar relato ordenado

Como a nosotros nos las han dado

Los que desde el principio las vieron

Y quedaron hechos Servidores del Verbo

Me pareció también a mí,

Enterándome cuidadosamente por orden,

Oh poderoso Teófilo,

Ponerlas por escrito en orden

Para que tengas seguro fundamento

Del Verbo en que has sido catequizado”.


Así reza el texto griego del comienzo del Evangelio DE LUCAS.


4. Evangelio de Juan.


El Cuarto Evangelio es el libro más egregio que ha salido de manos de hombre.

La Iglesia ha retenido siempre que su autor es el mismo que escribió elAapokalypsis: y que éste es el Apóstol Juan, el que es llamado en el mismo Evangelio, el “Discípulo Amado'. En el comienzo del Apokalypsis está escrito, a modo de título:

“Revelación de Jesucristo

Que se la dio Dios Poderoso

A mostrar a los siervos suyos

Las cosas que se deben hacer pronto

Y las significó mandando al Ángel

Suyo, a su siervo Juan,

El que testimonió al Verbo de Dios,

Y el testimonio de Jesús el Cristo:

Cosas que él mismo ha visto”.


Y al fin del cuarto Evangelio, XXI, 24, está escrito manera de firma o autenticación:


“Este es el Discípulo

El que testimonia acerca de esto

Y el que escribió todo esto

Y sabemos que es la verdad

El testimonio de él”...


Este penúltimo versículo creen hoy los críticos que fue escrito por los Presbíteros (o Ancianos) de la Iglesia de Éfeso, como una especie de autenticación o recomendación del libro a las demás Iglesias.

La atropellada de la crítica racionalista, o “hipercrítica”, a este libro ha sido la mayor de todas. ¡Qué no han dicho acerca de él y su autor! Que el Apokalypsis es un apócrifo, que su autor no es el autor del Evangelio, que el autor del Evangelio fueron los Ancianos de Éfeso, que fue un anciano desconocido llamado Juan, que no tuvo autor y fue un producto “colectivo”, que es un libro teológico y “místico”, no histórico –escrito con el fin de inculcar la idea “nueva” de que el Mesías Cristo era Dios–; en suma un libro “místico”, una invención, sublime ciertamente, pero irreal.

La crítica católica ha tenido que bregar pacientemente con todas estas hipótesis, fantásticas en el fondo, aunque desplegadas a veces con una gran virtuosidad de erudición de hormiga. El que quiera conocer esta brega puede hallarla en la Introducción del P. M. J. Lagrange, O. P., a su docto Comentario al Evangelio egún San Juan[12] u otro de los libros técnicos que él trae en su bibliografía. La erudición aliada al prejuicio es una peligrosa arma; un historiador erudito y prejuiciado puede hacer decir a la “historia” lo que él quiere; lo sabemos de sobra.

Fácil nos sería resumir esa intrincada controversia; pero aquí huelga. Al argentino que quiere rechazar el Evangelio por una necesidad de cualquier orden que sea, le basta con decir: “Son cosas de curas”, sin emprender la empresa alemana de aprender latín, griego y hebreo y leer los libros antiguos –que por lo demás no hay aquí– para hallar en ellos índices y vestigios que le permitan decentemente negar la autencía de Juan “científicamente”; y afirmar después, por ejemplo, que el cuarto Evangelio es obra de un impostor de la secta gnóstica, que se cubrió con el nombre y la simulación del Apóstol para meter su “doctrina espiritual” de matute; como dice por ejemplo Loisy, siguiendo a Heitmueller; u otras fantasías por el estilo.

Pero aun para los hombres de ciencia galos o germanos, todo esto es ya historia antigua. El gran esfuerzo de la impiedad por destruir el Evangelio ciertamente ha sido un factor de la confusión y oscuridad actual y ha contribuido a la gran apostasía; pero hoy solamente se ensarta en eso aquel que quiere.

Lo cierto es que el cuarto Evangelio fue recibido desde el principio en todas las Iglesias como del Apóstol Juan, cubierto por la autoridad apostólica y el testimonio de todos los contemporáneos. No cabe la posibilidad de error o engaño en una cosa tan capital para los cristianos coevos. La autencía del Evangelio de Juan está pues in possessione, como dicen los juristas; y son los que la opugnan –¡en el siglo XIX!– los que tienen el cargo de probar; y no prueban de ninguna manera sus negaciones. Eso bastaría; pero para total abundamiento, el examen interno del escrito confirma su atribución al hijo menor del Zebedeo; y el testimonio unánime de los Santos Padres del siglo II e incluso de los herejes de ese tiempo, como los valentinianos Ptolomeo y Heracleón y Basílides y Marción, constituyen una evidencia aplastante. Cualquiera que emprendiese a decir que el libro De bello Gallico no es de César, se haría la risa del mundo entero; y hay un peso testimonial mucho mayor de que el Evangelio de San Juan es del Apóstol Juan. Pero, como dice Pascal, si el teorema de Pitágoras indujese para los hombres alguna grave obligación o peso, hace muchísimo que hubiera sido “refutado”.

Juan, el Discípulo Amado, galileo, fue un hijo del pescador Zebedeo y de Salomé, una de las santas mujeres que siguió a Cristo hasta la muerte; y más allá. Como Pedro y Andrés, y otros muchos, siguió primero a Juan el Bautista y fue dirigido a Cristo por él; y elegido después en el número de los Doce; y testigo ocular y aun actor de todos los grandes episodios mesiánicos. Con Pedro y su hermano Yago (Sant’iago) forma el grupo director entre los Apóstoles, los tres que presencian la Transfiguración, la resurrección de la Jairita, y la Agonía en el Huerto. En la última Cena reclina su cabeza sobre el hombro del Maestro y por sugestión de Pedro le pregunta quién es el traidor; y al pie de la cruz recibe la encomienda del cuidado de la Madre Deípara. Después de Pentecostés, permanece varios años en Jerusalén y trabaja con Santiago y Pedro en la organización y difusión de la primera Iglesia. Después se establece en Efeso como obispo y primer Patriarca –que diríamos hoy– del Asia Menor, cuyas siete Iglesias sufragáneas menciona en el Apokalypsis; allá forma una escuela de doctores de la fe, de donde salen el anciano Papías obispo de Hierápolis, Policarpo de Esmirna y quizá el mártir San Ignacio Antioqueno: tres Padres Apostólicos de la mayor importancia. En el año 14 del Imperio de Domiciano, es desterrado Juan a la isla de Patmos, y –como se cree– condenado a las minas; condena tremenda en aquel tiempo, peor que la misma muerte; porque el laboreo de las minas por los penados se hacía en condiciones tan atroces que llevaba a los desdichados no pocas veces al embrutecimiento, a la demencia o al suicidio. De ese infierno lo salvó la rebelión de las legiones que dieron muerte al emperador Domiciano y pusieron en su lugar al “general” Nerva, y el Senado Romano que declaró nulos todos los decretos firmados por el “tirano depuesto”. Vuelto a Efeso, difundió Juan su evangelio, escrito no se sabe en qué fecha, pero probablemente después de los ochenta años de edad. Murió en el comienzo del reinado de Trajano, de unos 100 años de edad; y la Iglesia conmemora su muerte el 27 de diciembre.

Es verdad que los 879 versículos de este librito a la vez sencillo y sublime –dividido más tarde en 21 capítulos– constituyen un evangelio espiritual; pero no en el sentido que le dan Loisy y Renan, de místico; que para ellos significa inventado o mítico. Su fin es proclamar explícitamente, y con más claridad que los Sinópticos, que Cristo fue Dios verdadero al mismo tiempo que verdadero hombre; o sea, el abismo más insondable que haya enfrentado el intelecto del hombre; pero eso no quita que todo él sea una narración estrictamente histórica; e histórica de primera fuente, es decir, crónica de testigo ocular.

“Lo que fue desde el principio, lo que oímos lo que vimos con nuestros ojos;

–Lo que tocamos con nuestras manos del Verbo de la Vida;

Y la vida se hizo visible, y vimos, y atestiguamos –

Y anunciamos a vosotros la vida eterna –

Que estaba cabe el Padre y se hizo visible a nos

Lo que vimos y oímos, anunciamos a vosotros

Para que tengáis comunión con nosotros

Y la comunión nuestra sea con el Padre

Y con el Hijo de El, Jesús el Cristo

Y lo escribimos para que os gocéis vosotros

Y vuestro gozo sea pleno–”,


exclama el Apóstol en su Epístola primera, la cual probablemente acompañó al Evangelio repitiendo los conceptos del principio y el final del mismo Evangelio.

Juan se propuso además completar los tres Sinópticos, por lo cual su evangelio contiene más material nuevo; y es –como diría el literalismo actual– el más “original”. Excepto en la narración de la Pasión, Juan no repite casi nada de lo que está en los tres Evangelios anteriores. Su relato tiene la vida, la viveza y el colorido de un testigo ocular; y una profunda y recatada ternura. Los grandes diálogos dramáticos de la vida de Cristo se encuentran en Juan tratados con la finura de un dramaturgo; y los grandes episodios de la Promesa de la Eucaristía seguida del primer cisma, las bodas de Caná y el primer milagro, la vida pública del Bautista, la curación y el proceso del Ciegonato, la Resurrección de Lázaro, la amistad de Cristo con los tres hermanos de Betania, el Sermón Despedida y la Oración Sacerdotal de la Cena, la personalidad del Traidor, el perdón de la Adúltera, el diálogo con la Samaritana y las dos grandes contiendas con los Letrados con la autoafirmación de Cristo acerca de su natura divina son a manera de grandes frescos nuevos en el mundo; en que, sin la menor afectación de arte literario, la mano del hombre no puede ir más allá.

Juan es el evangelista del corazón de Cristo: él lo oyó latir. El interior de las personas y su carácter está mucho más profundizado en Juan que en los Sinópticos; y eso puede incluso dar la clave de muchas preguntas inciertas. ¿Son una o tres las magdalenas, por ejemplo? Los intérpretes racionalistas, en su prurito de originalidad y su manía de negar la tradición, han inventado que son cuatro mujeres diferentes –o tres diferentes, lo mismo podían decir dos o cinco si quisieran–: la “Adúltera” a la cual Jesús salvó de ser apedreada, la “Pecadora” que ungió sus pies en casa de Simón el Leproso y fue defendida y loada por el Salvador, y la “María” hermana de Marta y Lázaro que sentada a sus pies en su casa “eligió la mejor parte, la cual no le será quitada''; más la “Magdalena” que presenció al lado de la Madre la Crucifixión y fue agraciada con la primera Aparición. Cansados de discutir con argumentos librescos, los exegetas han concluido cómodamente por declararla cuestión insoluble

Mas cualquiera que lee con un poco de intuición psicológica el Evangelio de San Juan, tiene la impresión neta de que ésa es una misma mujer: sus gestos son iguales a sí mismos; que es la impresión que ha tenido durante siglos la Iglesia. Hay un exquisito drama discretamente velado detrás de esos episodios sueltos, y su hilo psicológico es visible. Cristo se dio el lujo de salvar a una mujer, que es la hazaña por antonomasia del caballero, no sólo salvarle la vida, como San Jorge o Sir Galaad, sino restablecerla en su honor y restituirla perdonada y honorada a su casa, con un nuevo honor que solamente El pudiera dar. En la caballería occidental, los dos hechos esenciales del caballero son combatir hasta la muerte por la justicia y salvar a una mujer:

“defender a las mujeres

y no reñir sin motivo”,


que dice Calderón –como en las cintas de convoys, reflejo pueril actual de una gran tradición perdida–. Cristo hizo los dos; y siendo El lo más alto que existe, su “dama” tuvo que ser lo más bajo que existe, porque sólo Dios puede levantar lo más bajo hasta la mayor altura; que es El mismo.

Cristo ejerció la más alta caballería. Los románticos del siglo pasado y los delicuescentes del nuestro tienen una devoción morbosa por la Magdalena; pero no precisamente por la Penitente, que el Tintoretto pintó con toda la gama de los gualdas en su hórrida cueva de solitaria, sino por la otra, por la mujer perdida, por la traviata o la dama de las camelias; de la cual han hecho un tema literario bastante estúpido. Hasta nuestro Lugones se ensució con ese tema –que a veces llega a lo blasfemo –en una de sus filosofículas. Pero todos estos filibusteros, o fili‑embusteros, de la Magdalena no saben mucho, de la caballería menos, y del amor a Cristo absolutamente nada. “¡Cristo se enamoró de una mujer!” –dicen muy contentos–. “¡Qué humano!”. Sí. Cristo se enamoró perdidamente de la Humanidad perdida; y la vio como en cifra en una pobre mujer, sobre la cual vertió regiamente todas sus riquezas[13] Así pues Cristo fue con María de Magdala –y con la Humanidad perdida que ella representaba– simplemente justo, hablando en ley de amor; e infinitamente generoso, dadivoso y pródigo, hasta la locura, hablando en ley de temor..

Esto decimos por vía de ejemplo para caracterizar el cuarto Evangelio. Concluyamos con el resumen breve y preciso de San Jerónimo: “El Apóstol Juan, a quien Jesús mucho amó,–un hijo del Zebedeo, un hermano del Apóstol Yago, al cual Herodes hizo decapitar después de la muerte del Señor–, escribió el último de todos, a pedido de los obispos de Asia Menor, su Evangelio; contra Kerintho y otros heresiarcas, y particularmente contra los Ebionitas [herejía fuertemente judaizante] los cuales aseveraban que Cristo no había existido antes de María. Por esto se sintió forzado a probar el Origen Divino de Jesús de Nazareth”[14].

        [1] Van Gennep, La Question d’Homére, París, 1909, pp. 51-52. Ver también Les Institutions Musulmanes, de Gaudefroy-Demombynes, París, 1873.

        [2]Esta aproximación nos permite afirmar como enteramente cierto que el Evangelio de San Juan fue escrito hacia fines del primer siglo; y que los tres primeros fueron escritos antes del año 63.

        [3]Citados por Eusebio, Historia Eclesiástica, Migne, Padres Griegos, tomo XX, p.552.

        [4]Voltaire en su Diccionario Fllosófico, que de filosófico no tiene nada, fue el primero que intentó esta empresa de González Blanco: confundir los Apócrifos con los Canónicos, y poner por encima a los primeros.

        [5]Revue Biblique, 1918, p. 93.

        [6]Charles Du Bos.

        [7]Ovidio, Metamorfosis, 1, 7.

        [8]Actualmente existe una edición más digna de los Apócrifos –seleccionados– por Aurelio de Santos Otero, BAC, Madrid, año 1956.

        [9]Resumo en esta frase –que no es literal sino una Síntesis– las páginas sobre esta epístola que están en Vorreden Zum Neuen testament (1522), Luther, Ausgewaehlte Werke, Fischer Bcherei, 1955.

        [10]“Et licet varia singulis evangeliorum libris principia doceantur, nihil tamen differt credentium Fidei, cum uno ac principali Spiritu declarata sint...”.

        [11]Méchineau, La Question Sinottica, Roma, 1913, p. 193.

        [12]Evangile selon Saint Jean, par le P. M. J. Lagrange, des Fréres Précheurs, Gabalda, París, 7ª  ed., 1947. Introduction: preliminaires et Chap. 1.

        [13]Nota Kirkegordiana: Si se mira bien, ser caballero no es ser inmensamente generoso –aunque también es eso en un sentidë sino ser simplemente justo, en el fondo. ¿Por qué no dal a una mujer lo que ella quiere, si se puede? Lo que quiere en el fondo toda mujer es ser adorada por un hombre: ser una cosa divina (madre, amada o musa) para un varón. Este sentimiento fundamental es la raíz de la máxima vanidad, y de la máxima seriedad de la mujer; según para donde agarre. Pues bien, Cristo dio a una mujer su derecho, ese derecho. Siendo Dios, y sin descender un punto, puso a una mujer allí donde ella quiere –y tiene derecho a– ser puesta, a una mujer perdida; es decir, presa de la desesperación; pues no hay desesperación concebible como la de amar mucho –según de ella atestiguó el Señor– sin tener objeto que se ame: digno de ser infinitamente amado y capaz de corresponder infinitamente.


        [14]De Viris Illustribus, IX.