viernes, 22 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO-2º/3ºP.(8ºHOJA)


EL EVANGELIO DE JESUCRISTO

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EVANGELIO DEL ADVENIMIENTO (I)

            En la tercera misa de Navidad la Iglesia lee el famoso Prólogo del Evangelio de San Juan, que se lee cada día al final de la Misa. El Evangelista afirma en un rac­courci sublime la Divinidad de Cristo, su Encarnación y su posición con respecto a los hombres: en suma, el misterio de la Vida Divina en Dios y en la Humanidad. Dicen que es el poema más sublime que ha salido de boca humana, y así es; mas la sublimidad es percibida solamente por los capaces de seguir aunque sea de lejos con la vista el vuelo del águila de Patmos; es decir, los preparados a ver la profundidad teológica de esas frases cortas y encadenadas, arcanas y sencillas a la vez.


            Este trozo se presta para dar una idea del estilo oral, que es el género literario en el cual han sido escritos –y primero recitados–los EVANGELIOS, idea que es nece­saria para comprenderlos bien; y se presta también para dar en resumen la doctrina sobre la Persona de Cristo y su posición de Mediador entre Dios y los hombres por medio de la Gracia. Eso haremos en dos secciones, la primera referente a la forma, la segunda al contenido, después de traducir la perícopa directamente del texto griego, conforme a los esquemas rítmicos, hoy día ya estudiados, del estilo oral rítmico y mnemotécnico.



                        En el principio era la Palabra,

                        Y la palabra era cabe Dios

                        Y era Dios la Palabra:

                        Así era cabe Dios en el principio.



Por Ella toda cosa fue hecha

Y sin Ella nada fue hecho

De toda cosa hecha



En ella era la vida

Y la Vida era de los hombres la luz

                        Y la luz lució en tinieblas

                        Y las tinieblas no comprendieron la luz



Surgió un hombre testimón de Dios

                        Y su nombre fue Juan

                        Este vino para testimonio

                        Para testimoniar acerca de la luz

                        Para que todos creyeran por él.



                        No era él la luz

                        Sino testimonio acerca de la luz.



Era la luz verdadera

                        Que ilumina a todo hombre, la cual vino al mundo

En el mundo estuvo

                        Y el mundo por ella fue hecho

Y no la conoció el mundo



A lo suyo vino

                        Y los suyos no lo recibieron

                        Pero a cuantos lo recibieron

                        Dioles facultad de hacerse hijos de Dios.



Los que no de las sangres

Ni de la voluntad de la carne

Ni de la voluntad de varón

Sino que nacieron de Dios



Y la palabra se hizo carne

                        Y habitó en nosotros

                        Y nosotros vimos su gloria

                        Gloria como del Unigénito del Padre

                        Pleno de gracia y de verdad.



            A los 80 o más de edad, siendo Proto‑Obispo de las Iglesias establecidas cerca de Efeso y el último sobre­viviente de los Apóstoles, el anciano Juan (“presbíteros Joannes”) escribió su Evangelio en griego, con la inten­ción de reseñar los hechos y dichos de Cristo que habían omitido los tres Sinópticos, pero tomando a los Sinópti­cos como base. Escribió en lengua griega común o koiné; pero pensó en aramaico, su lengua natal; y transparente­mente se ven en este Prólogo los esquemas orales de los recitadores palestinos. Muchas veces sin duda Juan ha­bía recitado el sublime ditirambo en su Iglesia de Efeso, antes de fijarlo por escrito.

            El estilo oral es la manera de expresarse de los medios en que todavía no está vigente la escritura, y el pensa­miento y su expresión se desenvuelven por cauces entera­mente diferentes de aquestos a que nosotros estamos acostumbrados: por ejemplo, no existe todavía esto que llamamos prosa y verso. Su permanencia actual en nume­rosas tribus (como los tuaregs de Africa estudiados por Charles de Foucauld, los merinas de Madagascar estudia­dos por J. Paulhan, los tagalos abisinios, los árabes del Líbano, los guslares eslavos, los cuentistas chinos) lo mis­mo que sus huellas claras en los monumentos literarios antiguos (la Biblia, el Korán, el Talmud, los Vedas, Ho­mero; y hasta la Chanson de Roland y el Poema del Myo Cid) han permitido a los sabios reconstruir sus leyes e integrarlas en una teoría total del origen y la evolución del lenguaje, que es uno de los grandes descubrimientos –conocido y apreciado por pocos– de la moderna inves­tigación científica.

            El estilo oral es la segunda de las etapas de la evo­lución de la expresión humana. La primera es el estilo manual, la última el estilo escrito. El origen del len­guaje es el gesto, tomada esta palabra en su sentido más amplio. El gesto total, que es el instrumento expresivo del animal, desemboca en el gesto manual y lingual en el hombre, por razones de economía; y obedeciendo a estrictas leyes naturales, surge entonces en todo el sis­tema de expresión rítmico‑mnemotécnico, compuesto de frases acuñadas que son gestos proposicíonales, encade­nados entre sí por medio de una palabra sobresaliente repetida (palabra‑broche) que es la abuela de la actual rima de los poetas; y ordenadas en grupos binarios o ternarios que a su vez se coagulan en esquemas rítmicos, comparables a toscas estrofas. Este sistema es natural –y sus rastros pueden verse en el actual lenguaje co­mún en determinados casos– pues obedece a las leyes de la respiración, al ritmo del corazón y a la psicología de la asociación de ideas, pero al mismo tiempo el hom­bre lo elaboró y perfeccionó, con fines mnemotécnicos e incluso estéticos: pensemos en la necesidad vital de re­cordar la religión, las leyes y la historia, en los pueblos que carecen de escritura.

            Este cometido perteneció a los recitadores que con di­ferentes nombres existieron en todos los pueblos; y cuya función fue de primera importancia, muy superior a la de los escritores, periodistas y oradores de nuestros días. Nuestros payadores pertenecieron a ese linaje. No estuvo del todo mal José Hernández cuando simbolizó a todo el pueblo argentino en un payador. Hoy día ha­bría que simbolizarlo en un periodista.

            En el evangelio que tenemos delante podemos ver co­mo se desenvuelve un recitado de estilo oral.

            1. Está compuesto de gestos proposicionales, oracio­nes cortas de sujeto‑verbo‑predicado, no períodos; los cuales corresponden al gesto tríadico del estilo manual, conque el primitivo acompaña sus elocuciones, mimando –maravillosamente a veces– en tres tiempos los movi­mientos (o gestos) que fuera de sí o en sí mismo percibe:



                        El volante cayendo sobre el reptante

(Un águila ataca a una serpiente)

                        El reptante mordiendo al volante

El volante perdiendo la vida,



idioma manual‑lingual de donde salieron los sorpren­dentes dibujos de las cuevas de Altamira, por ejemplo; y los primeros jeroglíficos egipcios, padres de la moderna escritura: no menos que las admirables danzas mimé­ticas de los pueblos salvajes.



            2. Una palabra –la más significativa– une entre sí como un broche a los gestos proposicionales, y es en­viada por lo general al comienzo o al fin de la frase, cosa que no he podido conservar siempre en mi traducción. Esa palabra es, como dije, el origen de la moderna rima y su papel mnemotécnico es claro. Antes de volverse un adminículo de adorno, y una cosa artificiosa y aun inna­tural, la tosca rima de la palabra repetida ha sido una cosa útil y aun necesaria, ayuda de la memoria y tram­polín del compositor. No estaba muy descaminado nues­tro Lugones cuando por instinto –y sin conocimiento de los descubrimientos lingüísticos modernos– sostenía testarudamente contra los “versilibristas” que “la esen­cia de la poesía es la rima”. La rima es en efecto un rastro del estilo oral; y el estilo oral es la manera más natural –y por ende más poética– del lenguaje humano.

            Véase el término “palabra” (logos) y el término “en el principio” (enarjé) tomado este último de la primera palabra del Génesis, en el primer esquema cuaternario de Juan. Y después “fue hecho” (eguéneto), “luz”, “tes­timonio” , “mundo”  , “suyo” , “carne”, “nosotros”, “gloria”, que constituyen como el esqueleto rítmicomnemónico del recitado.



            3. Los gestos proposicionales binarios o ternarios se agrupan en divisiones de sentido completo, que podía­mos llamar estrofas, también relacionadas entre sí en una forma más flexible por medio de palabras broches. Diez grupos de éstos hay en este recitado.

            Los rabbíes hebreos, así como Los rapsodas griegos y los juglares castellanos, recitaban los monumentos reli­giosos, épicos o jurídicos de la raza, que tenían en su memoria, y a su vez improvisaban nuevos recitados, que los oyentes a su vez memorizaban con una facilidad y exactitud estupendas: es un hecho histórico debidamen­te comprobado. Tenían, por decirlo así, una especie de imprenta natural montada en el cerebro. La niña Miriam (Nuestra Señora) prorrumpe delante de su prima Isabel en un himno religioso en el cual hay once alusiones a versículos de la Escritura, de una belleza poética in­comparable, el Magníficat. Y esta hazaña, que descon­cierta a Heitmuller y a Harnack haciéndoles dudar de la autencía del Evangelio de Lucas, la cumple hoy día una mujer merinah o tuareg[1]                  Yo parto de las tiendas después de mi plegaria

                        hago un camino lleno de cavilaciones

                        Dejé allá abajo a Tekádeit y Lilli

                        hambrientos extenuados llorando.

                        Las langostas son la muerte de los pobres

                        pero yo fui al capitán que es piadoso.

                        Es un mozo que hace esfuerzos para el bien

                        es valeroso en la guerra y es bienhechor

                        Tiene los gritos de júbilo de las mujeres

                        y tiene méritos delante de Dios.

                        Su desafío nadie lo recoge–

                        A todos los paganos él los puede.



            En René Bazin, Charles de Foucauld, p.340, en la traduc­cion castellana de Editorial Difusión, año 1953, p.308..

            Cuenta Platón que cuando Horus, el dios‑gavilán, lle­vó al Faraón de Egipto el invento de la escritura, el Faraón dijo: “Este invento va a destruir en el hombre la memoria”. Para comprender esos fenómenos de me­moria comunes en los medios de estilo oral, hemos de advertir que los gestos proposicionales constituyen en esos medios una especie de tesoro común, análogo un po­co a nuestros refraneros, y que con ellos la gente habla combinándolos sin modificarlos, cosa que se puede observar un poco entre los campesinos de Castilla la Vieja (frases octosilábicas) o la Toscana (frases endecasíla­bas)[2]. En otras palabras, la lengua está compuesta de frases y no de palabras sueltas; lo cual es conforme a na­tura, puesto que la verdadera unidad de un idioma es la frase y no la palabra; la cual suelta tiene muchos sentidos y sólo cobra su verdadero valor en la frase. Y por otra parte, el sutil mecanismo del recitado se de­senvolvió en vista de la retención mnemónica; y el me­jor recitador era aquel que obtenía composiciones más fácilmente retenibles; más claras, regulares y trabadas en sí mismas.

            Así se compusieron los Evangelios, los cuales fueron fijados por escrito varios años después de proferidos; y cuando había ya muchísimas gentes que los repetían de memoria y podían controlar su exactitud. Cristo fue de por su oficio un gran recitador de estilo oral; y el oficio de sus Discípulos era retener y repetir sus ser­mones y componer a su vez recitados narrativos de sus milagros, hechos y andanzas: en eso consistía el disci­pulado, en retener y conservar el tesoro. “Semejante es el Reino de los cielos a un escriba docto, que saca de su tesoro cosas de hoy y de ayer”. Así se explica por ejemplo que Cristo haya podido predicar a 5000 per­sonas: su altavoz fue la repetición cadenciosa pausada y sumamente fiel de sus discípulos y de todos los ca­bezas de grupo, los meturgemanes. Así se resuelven mu­chísimas dificultades conque se han roto la cabeza los exegetas antiguos –que querían meter los Evangelios en el lecho de Procusto de la retórica grecolatina, estilo escrito– y sobre todos los críticos racionalistas del siglo pasado; los cuales, partiendo del falso supuesto del libro como hoy lo conocemos, se hacen un lío del demonio con sus “loguia”, “fuentes perdidas”, “notas tomadas”, “memorándum común”, “dependencia de Mateo”, “el protomateon, “el pseudo mateo”, etcétera. A semejanza del famoso eslabón perdido de los darwinistas, éstos han inventado una fuente escrita común, para explicar “la asombrosa coincidencia y la más asombrosa divergencia” (frase de San Agustín en el siglo IV) de los cuatro Evangelios. Y plantearon una gran cantidad de pro­blemas falsos, como la socorrida Cuestión Sinóptica, que se desvanecen como humo en cuanto se comprende el modo de creación de estos “pequeños libros”, según pala­bras de Loisy, que no son libros.

            El que quiera constatar todo esto, tiene que leer la dura y riquísima monografía de Marcel Jousse, S.J., “Le Style oral rithmique y mnemotéchnique chez les Verbo-moteurs en Archives de Philosophie vol. II, ca­hier 4, Beauchesme, París, MCMXXIV, pero mucho más fácil es observar y analizar a un gran orador, a un gran actor o simplemente a un hombre que habla sin controlarse presa de una emoción cualquiera o borracho: el lenguaje retrocede a sus fuentes naturales, el gesto recobra su imperio, la frase se vuelve cortada a imperio de la respiración y el golpe cardíaco; y el ritmo y la mimesis[3]        1. explosión energética (cuerpo)

            2. Ritmo y 3. mimesis (condiciones esenciales)

            4. contenido significativo (alma), condiciones esenciales de todo lenguaje, se hacen visibles, libres de las muletas, cabrestillos y estri­billos que nos ha inducido el estilo escrito. Pondremos aquí como ejemplo un recitado natural entre tantos co­mo hemos oído, y se pueden oír con toda facilidad te­niendo un poco de atención.



Esquema rítmico natural de estilo oral en un medio de estilo escrito



            (Mastro Yenaro, Mar del Plata, 10 de febrero de 1943: inauguración del templo Sagrada Familia en barrio Pes­cadores, del Puerto. Estatua de bronce dorada de Cullen sobre boceto de la señora Montes de Oca, fundida por Mastro Yenaro.)



            Rec. l               Osté respeta la kente aquí

                                    porque la kente lo respeta 'osté



Rec. 2 e se osté no respeta la kente aquí

                                    cho ke sono 'no póvero strankero

                                    le facho l'astrosión a osté



            Rec. 0              k'é un creoyo aquí



            En esta tosca estrofa natural, pueden verse las pala­bras broche, los gestos proporcionales binarios y el para­lelismo natural, que dicen los manuales atrasados es la característica de la poesía hebrea; siendo así que la poe­sía hebrea no es sino estilo oral y el paralelismo una de sus características absolutamente universales, conforme a las leyes de la psicología general: el segundo gesto es co­mo un eco del primero, en virtud de la ley de economía, o inercia.



Esquema rítmico natural en el coloquial español



(Una pobre mujer, de Jacinto Benavente, Renacim, to­mo 27, pág. 127.)



                        “Sí, eso dice usted siempre

                        y hasta puede que usted se lo crea al decirlo

                        Pero después ¡Bien va usted a llorarle!

                        y a llorarnos a toos pa que vuelva con usted,

                        a llevar la vida,

                        que han llevao ustedes

                        desde que hizo usted

                        todo lo que puede hacer

                        una mujer

                        pa ser la ruina de un hombre.



            La palabra broche usted cruza todo el esquema rítmico, sostenida por otros broches que unen los gestos binarios, apareciendo aquí otro elemento de estilo oral, la antítesis o contraposición (mujer‑hombre) lo mismo que en el anterior ejemplo: strankero‑creoyo.

            Parecería según esto paradojalmente que la poesía es más primitiva y natural que la prosa, cosa de que tienen una sospecha vaga todos los poetas. En realidad poesía y prosa son dos denominaciones de estilo escrito, y no se encuentra esa distinción posterior e‑n los medios de estilo oral; pero es verdad que la poesía está más cerca del lenguaje que la actual prosa[4]. Si estudian alemán –lengua más primitiva que las latinas– verán que son más fáciles de comprender los poetas que los prosistas. Moliere se ríe del pobre Messié Jourdain, porque el pobre burgués gentilhombre se espanta “de haber estado toda la vida hablando en prosa sin saberlo”. En realidad hay que reírse de Moliere. Messié Jourdain no hablaba en prosa. Tampoco en verso. Hablaba en estilo oral, como hablamos todos, por lo menos cuando hablamos bien.

Los predicadores que han dado de mano el Evangelio para proferir campanudamente desde el púlpito dogmas, moralina, “sociología” y un montón de lugares comunes muertos –y el “mejor predicador” de Buenos Aires recita, yo lo he oído, páginas entera de Monseñor Bougaud– harían bien en imitar a San Pedro y a San Pablo, y recitar sencillamente, ya que tienen buena elocución, el texto del Evangelio, vivificado con sus gestos naturales, división en versículos y en ritmo oral. Obtendrían más fruto que con sus retóricas, cuando las tienen, que a veces ni eso tienen. Así lo hemos constatado en una recitación de evangelios por alumnos de la escuela de Jacques Delcroze en París. Eso precedía a la homilía, o breve explicación, en la primitiva Iglesia: el lector recitaba estentóreamente en forma pausada y cadenciosa el texto evangélico; y después el doctor sacro lo expli­caba.

            Casi todo el Evangelio se presta a ser reducido, en mayor o menor grado, a esquemas de estilo oral.

            Veamos otro ejemplo:



            A

            Y atravesó Jesús en la barca

            Y andaban con él turbas copiosas

            Y he aquí que llega un hombre

            Y él era Jefe de la Sinagoga



            B

            Y vio a Jesús

            Y cayó a sus pies

            Y gritó hacia él

            Y le dijo así:

            Rabbi, mi hija se muere

            Pero ven tú a mi casa

            Y posa tu mano sobre ella

            Y curará y vivirá

            A

            Y se levantó Jesús

            Y andaban con él turbas copiosas

            Y he aquí una mujer

            Y ella estaba con un flujo de sangre



            B

            Y ella oyó a Jesús

            Y vino por detrás

            Y tocó su vestidura

Y ella se dijo:

            Si toco siquiera su vestidura...

            Quedaré sana.



            D

            Y luego se paró el flujo de sangre

            Y ella fue sana.



            No tenemos gran simpatía por los “catecismos”: el primer catecismo que existió lo hizo Martín Lutero para propagar su “reforma”. Cuando un “Gobierno” militar implantó la enseñanza religiosa, aparecieron tantos ca­tecismos malos que las personas de buen gusto comen­zaron a preguntarse si era conveniente esa religión en las escuelas. Pero un catecismo‑evangelio que los niños pudieran recitar y representar, como fue recitado y re­presentado en su origen, eso nos reconciliaría con el ca­tecismo: un catecismo semejante a la cathekesis origi­nal de Jesús y sus discípulos.



            Recitativo 1



            Semejante es la Malkoútah de los cielos

            a un hombre –que cavando un campo– encontró un tesoro

            Y lleno de gozo, fue

            y compró aquel campo



            Recitativo 2



            Semejante es .......................................

            un mercante –que mercando joyas– encontró una perla

            y ............................................

            Y............................................ aquella perla preciosa



Recitativo O

            No arrojéis vuestras perlas a los puercos

            No mostréis ......tesoros ......perros

Que no entienden

No sea que los pisoteen

Y a vosotros os atropellen

Porque no entienden.

(Jesús de Nazareth, recitado por Mateo, XIII, 44).



El padrenuestro



            Recitativo 1



            Cuando queráis orar decid –Oh Padre el de los Cielos

            Tu nombre sea loado, que tu Malkoútah venga

            Que tu voluntad se haga en la tierra como en los Cielos



            Recitativo 2



            Danos hoy a todos el pan por venir

            Remite nuestras deudas como remitimos lo que nos deben

            No nos dejes venir en prueba líbranos del Malo.

            Y líbranos del Malo



            Recitativo O



            Porque si remitís las deudas del prójimo

            El Padre os remitirá vuestras deudas

            Y si no remitís las deudas del prójimo

            El Padre de los Cielos no os remitirá vuestras deudas.



(Jesús de Nazareth, recitado por Lucas, XI).



            Y así podríamos multiplicar los ejemplos, tomados de todos los medios de estilo oral, afganos, bereberes, tua­regs, chinos, tagalos, merinas, piel roja y, sobre todo, he­breos, árabes e hindúes antiguos.

            Así fueron recitados los Santos Evangelios, antes de su fijación –más o menos resumida– por escrito, para el mundo romano; el cual era un medio de estilo escrito.



EVANGELIO DEL ADVENIMIENTO (II)



            El Prólogo del Evangelio de San Juan, cuya estructura lingüística hemos ilustrado someramente, contiene la doc­trina de Logos, o Verbo de Dios. Es una palabra griega original en el Evangelio, que Jesucristo no usó; pero que corresponde a la palabra sophía o sapiencia, que Jesús usó y que entronca en los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Cristo, dice San Juan, es el Lo­gos, o la Sabiduría, del Padre; y es Dios y es hombre; y es la vida del hombre.

            Logos significaba en ese tiempo para los griegos “pa­labra, razón, conocimiento, comprensión, sentido, ciencia, cordura, sabiduría...”. Era un concepto sumamente com­presivo y sumamente prestigioso –cuasi mágico– en los medios helenísticos, cultivados en la filosofía de Herá­clito, de Platón y de Filón de Alejandría.

            La escuela de crítica racionalista, que nace en el siglo pasado del protestantismo –con Lessing– y desemboca en el ateísmo –con Wrede, Brandes– pretendió que San Juan se había apoderado del concepto de Logos di­vino de la filosofía panteísta griega y lo había injertado en la tradición evangélica; haciendo así de Cristo un Dios, cosa que a Cristo y sus primeros discípulos no se les habría ocurrido nunca. Y para eso identifican el Lo­gos de San Juan con el Logos de Philón: filósofo judío del siglo I, que construyó un sistema de filosofía plató­nica sobre la base de los libros mosaicos, fuertemente teñida de panteísmo.

            La verdad es que entre el Logos de Juan y el de Philón media un abismo: el Logos de Philón–tomado de la fi­losofía estoica, que a su vez lo recibiera de Heráclito y Anaxágoras–es la Razón de Dios, la cual es el instrumento de la creación del mundo, a la manera de la razón operativa o la técnica del artista, por intermedio de la cual el artista crea la obra de arte. Mas el Logos de San Juan es una persona divina que se encarna en un hombre; y que no solamente está en –el seno de– Dios sino que está con o cabe Dios; puesto que el verbo era (eén) significa identidad en griego y la preposición cabe (pará) significa una distinción. La inteligencia de Dios tiene en Dios una vida personal, tanto que pudo bajar a la tierra y hacerse hombre: y el Verbo se hizo carne y habitó entre [y en] nosotros”.

            Juan tomó el término del vocabulario filosófico de su tiempo; y también su sentido principal, concretándolo y aplicándolo al “Hijo del Hombre” e “Hijo de Dios” de los Sinópticos; entre otros motivos, para significar un modo de generación enteramente espiritual, no asimilable a la generación carnal que conocemos: “Los que no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del varón; sino que de Dios son nacidos”. Los musul­manes actuales, lo mismo que los gnósticos antiguos, no pueden acordar –y con razón– que Dios haya tenido un Hijo‑carnal. Mas la generación del Verbo no es carnal.

            La generación eterna del Verbo no puede compararse –y aun así permanece arcana– sino con la formación misteriosa del conocer en el alma del Hombre. Dios se conoce a sí mismo, y en sí a todas las cosas, y ese cono­cimiento es su “Hijo”. Esta es la última palabra que el intelecto humano, bajo el influjo de la Revelación, pue­de pronunciar sobre el misterio de la vida divina, inacce­sible naturalmente a sus alcances.

            ¿Qué era el Logos para la cultura helénica? Era. para algunos, un ser intermediario entre Dios y el mundo (Plotino); para otros (Philón) era la razón divina es­parcida por la creación, distinguiendo a los seres y or­ganizándolos; pero era también otra cosa, pues el tér­mino no había llegado a esos sentidos técnicos sino acom­pañado por una nube de asociaciones que lo matizaban. Todo lo que hay de serio de razonable, de ordenado (lo bello, lo regulado, lo conveniente, lo legítimo), todo lo que era universal, armonioso y musical se agrupaba para el espíritu griego en torno del Logos, que era como la medida y el ideal de las cosas. Para formarse una idea piénsese en lo que significaba para los hombres del si­glo XVIII el nombre mágico de Razón: liberamiento, sapiencia, virtud, progreso, luces; todo lo que inspira, desde hace cien años, la palabra Ciencia; lo que sugiere a nuestros contemporáneos el término Vida; palabras-­símbolo de significado indeterminado y fuerte carga afec­tiva: los talismanes o banderines de la época. Son como resúmenes del ideal de una época, llenos de sugestión por su misma vaguedad; indicadores de una solución que todo el mundo busca, pero no la solución misma, a no ser como silueta y como germen... La solución que tendrá más chances de triunfar será aquella que hará tomar cuerpo de la manera más clara a un mayor número de nociones apuntadas y de aspiraciones inquie­tas, que vivían como en difusión en la Gran Palabra. Ahora bien, San Juan respondió maravillosamente a ese movimiento de gestación aplicando la Palabra Magné­tica en forma precisa a Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios –fiel a la tradición bíblica del Libro de la Sabiduría–; y así respondió a los deseos de las almas grie­gas, a las cuales la teoría de un Logos nebuloso, difun­dido impersonalmente en las cosas, intermedio más bien que mediador, sombra de Dios más bien que Dios, no podía llenar perfectamente. Juan “evangeliza” a la vez para los judíos y para los gentiles.

            Después de haber señalado a Cristo como el Verbo del Padre, Juan lo hace sucesivamente la Vida, la Luz la Gloria, la Gracia y la Verdad de Dios; Engendrador a su vez de una nueva vida en “todos cuantos lo reci­bieren”. El comienza por ser la luz de todos los nacidos, porque imprime en toda alma mortal la imagen de Dios en forma de razón y de conciencia; y es después el prin­cipio de la luz sobrenatural de la fe, por la cual el hom­bre es levantado a una nueva filiación, la adopción di­vina. La gracia y la verdad son sus dones, de cuya ple­nitud todos recibimos; una verdad trascendente que sólo se da por la gracia, gratuitamente.

            La doctrina del Logos en Juan se resume por tanto así: el Cristo, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios son uno, y ese uno es uno con su Padre, y se ha unido a la natu­raleza humana tomando su carne y alma; él llama a to­dos los hombres a la verdad, y por ella a la unidad. Pero la unidad del Verbo con el Hombre siendo en la carne, y permaneciendo los discípulos en el mundo, esa unidad debe volverse y hacerse sensible; y se vuelve sensible en una sociedad humana, simbolizada en la imagen del Rebaño y el Pastor. Y como el Buen Pastor natural y primogénito se aleja por un tiempo de este mundo, ha designado un Sub‑Pastor en la persona de Pedro. Cuan­do Juan escribía, Pedro había seguido ya a su Maestro; pero esto no turba a Juan: sabe que la Providencia ha proveído a la necesidad de la clave de estructura de la sociedad cristiana en la persona de los sucesores de Pe­dro. Como está repetido tantas veces en el largo Sermón-­Despedida de Cristo antes de su Pasión, esta unidad de la sociedad cristiana está asegurada; y ella se verifica en la fe y en la caridad.

            Los que sienten tan fuertemente hoy día la necesidad de la unión de los discípulos de Cristo, deben advertir que esa unión sólo es posible en la fe y en la caridad. Hoy día hay algunos que, dejando de lado la fe, insisten en efectuar la unión en la caridad: es imposible. El protestantismo hoy día –no así en sus comienzos– ago­tado en la discusión interminable de las variaciones dog­máticas producidas por el “libre examen”, ha acabado por arrojar “los dogmas” por la borda y forcejea por uni­ficar a los cristianos en una vaga adhesión personal a Cristo, que se vuelve un puro sentimentalismo. Pero el primer lazo de unión es la verdad, y la verdad no puede ser diferente y contradictoria dentro de sí misma. Otros en cambio pretenden mantener la unión sobre la fe sola.

            Este es el estado de las iglesias católicas cuando de­caen: sus fieles creen todos lo mismo así media a bulto (recitan el mismo Credo de memoria) pero no están unidos entre sí en hermandad real: ni se conocen entre ellos a veces; oyen misa codo con codo en un gran edi­ficio –que fácilmente puede ser quemado– reciben la “comunión” cada uno por su lado, y después se van a sus negocios; y quiera Dios que no a tirarse, unos a otros, flechazos o coces. No es esta una “iglesia” propia­mente hablando; no hay Iglesia de Cristo sin caridad. La fe sin obras es muerta, y la obra por excelencia de la fe es la caridad, la comunión de las almas. “obras obras!” decía Santa Teresa; en el mismo tiempo en que Lutero clamaba “¡Fe, fe!” y declaraba a las obras (a las obras exteriores al principio, después a todas en general) como inútiles para la salvación. Y realmente, si hubiesen estado vigentes las “obras” de Santa Teresa (obras de verdadera caridad, externas e internas a la vez) en la Alemania de Lutero, el renegado sajón no se hubiese le­vantado, o hubiese caído de inmediato, sin separar de la Iglesia un medio mundo.

            El sifilítico Enrique VIII escribió una obra en defensa de la fe en el Santísimo Sacramento contra Lutero, que le mereció de la Santa Sede el título honorífico de “Defen­sor fidei”, que aún llevan los Reyes de Inglaterra; pero eso no le impidió quebrar el vínculo de la Iglesia inglesa con la Iglesia Universal, y precipitar a Inglaterra y con ella a media Europa en el cisma primero y luego en la herejía. Nunca renegó de la fe; pero se divorció de la caridad. (Y, entre paréntesis, inventó el divorcio).

            Porque la fe debe engendrar caridad, y la caridad debe vivir de la fe; y sin eso, no hay unidad. Roguemos por la Iglesia Argentina[5].



ADVERTENCIAS FINALES



            Este es un libro de evangelios explicados. Nuestros ma­yores tenían en su casa un libro de éstos[6] junto con el Flos Sanctorum o Leyenda Áurea; y a veces también una Biblia completa.

            No hay ningún otro actualmente en la Argentina. Su título podía ser Evangelio Para los Argentinos. Escritos estos comentarios para el doctor Alberto Graffigna y el diario Tribuna de San Juan, la exigencia periodística ha impuesto al autor una serie de leyes y límites fastidiosos al principio, pero que en definitiva le fueron provecho­sos. Y se espera que el provecho no sea para él sólo.

            No son propiamente homilías sobre el Evangelio, ni “meditaciones”, ni un comentario técnico sobre el texto sacro, ni ensayos de filosofía, ni una historia de Cristo; aunque tienen algo de todo eso.

            El autor tiene varios títulos para escribirlo, pero no quiere declinar aquí sino uno sólo, que es el de haber soñado, desde que empezó a estudiar teología, hace ya 30 años, con escribir un comentario de los santos Evan­gelios; y haber enderezado a eso sus muy diversos es­tudios. El Evangelio en griego del doctor Eberhard Nestle que emplea, interfoliado con hojas en blanco (mit Screibpapier durschschossen) y lleno de notitas exegéticas a lápiz, tiene la fecha 1930. Muchas de esas notas son hoy ilegibles. También perdió en sus peregrinaciones las pacientes e interminables notas que había hecho al comentario del P. Lagrange, O. P.; y sus estudios sobre Salmerón. Pero estas pérdidas han sido quizá provi­denciales.

            Si una vida burguesa de profesor de Seminario o director de revista eclesiástica le hubiese permitido escribir el libro que quería, hubiese salido un libro más de “co­mentarios al Evangelio” como hay tantos en Europa (co­mo el de Lagrange o el de Lanza del Vasto, por ejem­plo) e inferior a ellos, porque aquí es imposible com­petir con Europa en esa literatura. Pero de ese otro modo, ha salido el libro como podía –como Dios quería, digamos– y es, si no único, singular. El periodismo hoy día según Kirkegor es una gran porquería; pero tiene su parte buena, como todas las cosas. Por lo menos para el autor en este caso la ha tenido.

            Lo ha obligado a deponer la pedantería; y a ponerse como meta ideal algo cristalino con motitas granate; cristalino como gelatina helada, porque se dirigía al gran público heterogéneo; pero con motitas de pimienta de Cayena para que fuese leído. Las cuales es posible que den en rostro a los que ven la mota en el ojo ajeno; pero aun eso no lo afligiría mucho. “Pone chistes en la Escritura, lo cual es dejar entrar perros en la iglesia” le reprochó un señor Echague, que creo es ingeniero agrónomo. El entenderá de perros; pero el autor en­tiende de Escritura; no tanto como San Agustín, pero un poquito más que el criticón ciertamente. Por lo de­más, chistes no hay muchos. San Agustín, entre otros, ponía algunos chistes en la Escritura. Las homilías del Hiponense que tenemos, tomadas taquigráficas por sus oyentes y arregladas por él para la publicación, conser­van aún rastro de eso; más en su predicación oral el gran retórico de Tagaste hacía toda clase de fiorituras, e incluso usaba palabras dialectales de su púnico natal; como el autor usa palabras criollas, que son en realidad del castellano más castizo. En cuanto alusiones a su­cesos y a personas actuales, San Agustín era tremendo; y en motejar a los herejes llegaba hasta a perder a veces su innata cortesía; en la cual no quisiéramos seguirlo.

            Los límites de que hablamos son principalmente dos; no se puede agradar a todos ni se puede ser fácil para todos. Hay que tener sí el propósito de no disgustar razonablemente a nadie, mas no el propósito de gustar a todos; porque es inasequible, y ni Cristo mismo lo con­siguió. Al contrario hay ciertos órdenes de verdades que necesariamente tienen que suscitar oposición. Si escribo un libro de matemáticas yo puedo esperar no suscitar resistencia alguna, si escribo un libro de religión no puedo; ya lo sé de antemano.

            En cuanto al volver fácil el Evangelio, también se sabe de antemano que por mucho que se llegue a con­seguir, no se conseguirá con respecto a todos, porque hay una raya, pasada la cual, el “facilitar” se vuelve “facilonear” es decir, “falsificar”. Poner los Evangelios en el estilo de Soiza Reilly, no es lícito.

            Naturalmente los Evangelios deben ser tratados con toda‑reverencia‑es‑poca; pero la reverencia no consiste tanto en las palabras cuanto en la actitud total del ánimo. Consiste esencialmente, después de la fe en ellos, en la ciencia acerca de ellos. Pero la ciencia en este caso debía estar como esqueleto y no como andamiaje; es­condida o no ostentada. Es bastante más difícil escon­der la ciencia –o la técnica por lo menos– que osten­tarla. Los que entienden podrán ver aquí que detrás de una palabrita que ha sido tachada y sustituida –y a veces tachada simplemente– hay muchas horas y aún quizá días de estudio.

            Estos Evangelios han sido escritos sin gran esfuerzo y casi a vuela pluma; pero había un largo esfuerzo detrás. Si es exacta la definición que dio Dorotea Bachear del libro bueno, a saber: “el que se escribe a la vez en quince días y en treinta años”, eso no falta en este caso.

            El autor ha tratado al Evangelio ¿objetivamente o subjetivamente? Subjetivamente, porque ha empleado para entenderlo su propia experiencia religiosa; sin eso no hay libro propiamente religioso. Objetivamente, por­que no ha tratado de dar sus propias opiniones u ocurrencias, sino lo que estaba allí: lo que quiso decir Cristo, en cuanto él puede alcanzarlo. A lo objetivo mira la ciencia, a lo subjetivo mira la fe: “la fe es subjeti­vidad”, dicen hoy. Y esto es verdad, en el sentido de que la fe, siendo un acto del intelecto, es también pare­jamente un sentimiento, parecido al amor, o a la con­fianza que tenemos a una persona. El hombre que tiene fe en su mujer, no la tiene porque la estadística enseña que el 99 % de las mujeres de Buenos Aires son fieles... Así más o menos es la fe en Cristo: subjetiva.

            “Credidi, propter quod loquutus sum.”



            Yo no hablo porque tengo boca, hablo porque tengo fe, dijo el Profeta Rey. Este es un libro de fe. ¿Es un libro para producir fe? No; no es un libro de “apolo­gética”. ¿Quiere decirme Ud. cómo se produce la fe? Las gentes de mi raza no saben cómo se produce la fe, saben que tienen fe. Y yo sé cómo no se produce la fe. Estrictamente hablando nadie puede “enseñar” el Evangelio a otro: “No llaméis a nadie Maestro, porque uno es el Maestro, Cristo”. Decir por ejemplo que el P. Rosadini me “enseño” la Epístola a los Tesalónicos, o San Agustín me hizo entender el Evangelio de San Juan, es como decir, más o menos, que el cura que casó a mi padre y a mi madre me dio la existencia.

            El Evangelio contiene la fe; o exactamente hablando contiene el contenido de la fe. El contenido de la fe es superior al intelecto del hombre, es desproporcionado con él; sólo Dios puede enseñámoslo estrictamente hablan­do. La religión cristiana, entre todas las que existen, es la única Religión del Misterio; y por eso es la Única Verdadera.

            El Evangelio qua Evangelio, es decir, qua “Buena Nueva” y “Novedad Absoluta” se puede anunciar, no se puede enseñar. Un hombre puede ser ocasión de mi fe; no puede ser condición de mi fe; y mucho menos su causa. Cuando el chiquilín cree que “el Niñito Jesús es Dios” porque se lo dicen sus padres, el cura y los vecinos, eso no sería todavía fe divina, si no hubiese ya en él un asentimiento mayor y más firme que el que merece la simple fe humana; a causa de que existe en todo bautizado la semilla de la fe sobrenatural, y en todo hombre con uso de razón la raíz de la religiosidad la inquietud religiosa que algunos llaman hoy con nom­bre exagerado angustia.

            –Pero entonces, caro amigo, ¿Ud. nos está predicando que no leamos los comentarios de San Agustín–y a for­tiori menos aún los de Ud.–y que leamos directamente los Libros Santos, como quieren los protestantes, sin en­tenderlos bien y haciendo grandes errores por ignorancia?

            “–No ez ezo”–dijo Ortega y Gasset.

            “La fe por el oído”– dijo San Pablo: por tanto es nece­sario tener un ser humano que nos toque el timbre del oído para abrir el corazón; un predicante. Pero el predi­cante no es más que la Ocasión; el Espíritu es la Con­dición.

            La fe presupone la información acerca del objeto de la fe. Así pues el que propaga la fe es el que da informa­ción veraz acerca del objeto de la fe, sea San Francisco Javier, o Judas, o el mismo Jesucristo, o el seminarista Sánchez. Cuando tiene autoridad, es un Enviado; es de­cir Apóstol. Pero hay que saber bien lo que es informa­ción acerca de la fe, la cual llamaremos más brevemente Predicación; no es una mera información histórica; no es tampoco dar testimonio de que yo tengo fe; lo pri­mero es propio del científico, lo segundo del mártir. “Que Cristo ha existido es un hecho histórico”, o bien “Yo creo que Cristo fue Dios”: esto no es Predicación. Predica­ción o Anuncio es una especie de síntesis de ambobus.

            El contenido global del Evangelio en suma es éste: la Encarnación del Hijo de Dios. Yo creo en la Encarna­ción del Hijo de Dios y San Pedro creyó lo mismo. ¿Cómo llegué yo y cómo llegó San Pedro a creer tan fenomenal asunto? (porque si ustedes lo miran a la cara verán que tiene toda la facha de un Disparate, de un Imposible. Lo que hay, es que muchos hoy no le miran la cara; y así aceptan sin dificultad el bulto).

            La información histórica no puede dar más que hechos, y esto de aquí es mucho más que un hecho, es una enormidad, un monstrum. La información histórica le llegó a San Pedro en esta forma:

            “–Hay un hombre allí que dicen es nada menos que el Mesías...

 –¿Quién lo dice?

–Pues lo dice nada menos que nuestro maestro Juan el Bautizador, el que nos ha bautizado a ti y a mí y a los otros muchachos. . .

–Vamos a verlo” dijo Pedro, que todavía no era Pedro sino Simón Bar‑Yonah.

            ¿Creyó Pedro ya? No todavía. ¿Creyó cuando conver­só con Cristo, fue invitado por El, y le oyó decirle a Natanael, uno de los “muchachos”: “Porque te vi debajo de la higuera, creíste; vas a ver cosas todavía más gran­des”? ¿Creyó entonces San Pedro? Todavía no. No sé el punto fijo (el instante, le llaman ahora los filósofos) en que Pedro creyó, puedo indicar dos o tres probables; pero ciertamente pasó un considerable tiempo en que tenía copia de información histórica sobre Jesús de Naza­reth, y sin embargo el misterio de la Encarnación no había entrado en él; no se había producido esa metábasis del intelecto, que se llama la fe.

            Cuando Simón Bar‑Yonah, que ya había sido bautizado Képhai (es decir Piedra, o Pedro en latín) dijo: “Apár­tate de mí, Señor, que soy un hombre y pecador”, des­pués de la Primera Pesca Milagrosa, entonces –para mí– se produjo la metábasis. Uno puede ver a Cristo, oírlo, hablarle, tenerle aprecio y admiración, y hasta verlo obrar un milagro y no producirse en él la fe. Por ejemplo: de los Diez Leprosos que curó Cristo cerca de Cafarnaúm (Lucas, XVIII, 11) los nueve no adquirieron la fe según parece, sino el Otro, “que era Samaritano”, que es como decir protestante. ¿Y quién puede haber tenido mejor información histórica directa sobre el Taumaturgo que ellos?

            La otra manera con que el P. Clericus Politicus cree se propaga el Evangelio es el ejemplo de la fe; o sea, que venga uno y me diga: “Nosotros hemos creído que Ese había de liberar a Israel” –como dijeron los de Em­maús– cuando en realidad no habían creído sino ilusoria­mente, como el mismo misterioso peregrino les declaró y reprochó.



“Nosotros hemos creído...”.

            ¿Y a mí que me importa que ustedes hayan creído...?

            A San Pedro vino San Andrés su hermano y le dijo: “Yo creo verdaderamente que hemos hallado al Mesías”. ¿Creyó San Pedro por eso? Dijo: “Vamos a verlo”. Lo mismo y peor dijo Santo Tomás Dídimo, el Domingo de la Resurrección. Muchos ateos leen las obras de San Juan de la Cruz (Jean Baruzi por ejemplo las estudió toda su vida), y ven naturalmente que Juan de Yepes creía como fierro. ¿Creen ellos por eso? Harnack ¿no estudió los Evangelios toda su vida? ¿Creyó por eso? Dicen que al fin de su vida creyó y se hizo... protestante anglicano, o luterano, no recuerdo. Tanto mejor o peor. Pero casi toda su vida fue ateo, y sabía muchísima histo­ria acerca de Cristo y su Iglesia, la historia evangélica la sabía mejor que yo: y sabía que los Apóstoles y Evan­gelistas creyeron que el Cristo era lo que El decía. ¿Creyó él?

            ¡Y cuántas veces no vemos a incrédulos que tienen creyentes, la mujer, la hija, la madre, el padre o el hijo, en su casa, y saben perfectamente que ellos creen! ¿Y de ahí?

            Dirá alguno ¿acaso los Evangelistas no son pura “in­formación histórica”? ¿Son leyenda o novela por si acaso? ¡Alto! Yo no niego que son históricos, pero no son mera “información histórica”. ¿Qué diferencia hay? Los Evan­gelistas, además de dar los hechos, creen.

            –Y bueno ¿acaso el que ellos crean no es también un hecho?

            –No, es un ejemplo. Mirusté: si se hubiese escrito un libro de pura información histórica acerca de Je­sús, pongamos por Flavio Josefo el historiador judío contemporáneo, sería diferente de nuestros Evangelios aun cuando fuese enteramente verdadero.

            –No entiendo; si los Evangelistas han escrito los he­chos, ¿que diferencia puede haber con otro que recoja los hechos; con un Reporter de los tiempos de Cristo, como dice un libro yanqui‑mexicano bien conocido?

            –¿Qué diferencia? La selección de los hechos. Todo historiador selecciona. Si Ud. quiere catalogar a los cua­tro Evangelistas en la ilustre y aprovechada categoría de los “historiadores” –muchas gracias en nombre de la familia– siempre quedará que estos aquí eran unos historiógrafos especiales, que creían que Jesús era Hijo de Dios; y contaban principalmente aquellos hechos que sustentaban en ellos esa creencia.

            Si Flavio Josefo les hubiese hecho concurrencia, el milagro de los Diez Leprosos a lo mejor hubiese salido así: “Dicen que este hombre curó una vez a diez lepro­sos. La verdad es que yo no lo vi, y eso que estaba allí con El; porque los curó a distancia. Lo que yo vi fue a un desarrapado Samaritano con el innoble vestido de su nación que apareció sobre un altozano a los gritos, vino al trote largo como un caballo que lo desatan del arado, y se tiró al suelo delante del Rabbí gritando no sé qué oraciones jaculatorias; y que el Rabbí, después de hacer una reflexión en voz baja, que no sentí bien, lo levantó y le dijo: “Vete, tu fe te ha curado”. Estos son los hechos exactos de que puedo dar fe como testigo pre­sencial; ni uno más ni uno menos. Yo no soy un hombre de imaginación, ni un fanático de la exaltación religiosa, sino un hombre de ciencia y un hombre práctico; y el negocio que allí me tenía no era el de averiguar si aquel hombre y sus nueve compañeros –que no se presenta­ron–eran realmente leprosos antes, o no lo eran. .. Con los Samaritanos a mí me repugna tratar ¡son tan idiotas! a los otros que eran judíos, yo les hubiese preguntado. Pero como digo... no se presentaron para nada...”. Y así por el estilo.

            Los Evangelios son los modelos de la predicación, o sea, de la trasmisión de la fe de hombre a hombre; pero, como dije, ni siquiera ellos son de la fe la causa, sino la ocasión.

            Algunos para propagar la fe hacen “concentraciones” o reuniones de gente que –se supone que– tienen fe; a fin de que los incrédulos las vean y digan: “¡cuánta gente que tiene fe! Yo también voy a tener fe”. Pero el que tal dijera: el que fuese cristiano solamente porque tanta gente de mi país son cristianos, y entre ellos Andrés Chazarreta y el general San Martín, no sólo sería un imprudente sino que no tendría fe, por lo menos fe adulta. Si yo abrazo “la fe de nuestros padres” por el mero hecho de haber sido de nuestros gigantes padres no paso más allá de ser un buen niño, un chiquito bien educado. Si el criterio para abrazar una religión es que muchos la profesan, entonces cuando la Iglesia de Cristo tenía doce hombres, era falsa; y al fin de los tiempos, sería de nuevo falsa.

            Otros para propagar la fe hacen libros de historia, “Historia de la Compañía de Jesús, Historia de la Igle­sia, Historia de los Papas”, procurando hacerla lo más científica posible, para lo cual amontonan muchos docu­mentos. ¡Oh, la documentación! ¡Excelente y querida “documentación”! No digo que esté mal; pero se puede amontonar documentación desde aquí hasta Montevideo acerca de Cristo o de la Iglesia sin moverse un centí­metro en dirección de la fe. Al contrario más bien. La abundancia de los pormenores no es causa de esa afirma­ción especial de la fe, que es una especie de salto; es mas bien sospechosa, parecería más bien falta de fe esa febril ruminación y voracidad de erudición religiosa que aqueja a algunos estudiosos, así lo ha dado a entender Bernanos en el Abate Cenabre, el protagonista de sus novelas La Impostura y El Gozo; y eso pasaba de hecho ante sus ojos en la persona del apóstata Renán. La can­tidad no cambia la calidad. Es como si batiendo enorme­mente un pan de margarina, se creyera volverlo manteca; eso lo podrá creer Harnack, pero no lo creerá mi cocine­ra. Si de la “documentación” dependiera la fe, el creyente debería estar siempre en vilo cavilando si no le falta aún algún documento para resolver un asunto que es urgente y es de vida o muerte; y temblando de que seis horas antes de morir, un sabio alemán encuentre un documento en Adis‑Abeba que lo obligue ¡a reconsiderar de nuevo todo el asunto! Un poco de ciencia es necesario natural­mente para obtener información sobre la persona de Cristo; pero ¡cuán poquita della le bastó a San Francisco de Asís! En una carta que escribí hace poco a un hom­bre que es un verdadero sabio en su especialidad y es –créase o no– uruguayo, le diserté prolijamente acerca de “la Iglesia y la Ciencia” (“la Iglesia hoy día no honra la ciencia, parecería alimentar hacia ella un odio sordo, en consecuencia perdió su dominio espiritual del mundo, se le escapó la manija; y nada puede hoy en orden a frenar sus actuales tremendos abusos”, me escribe) sobre el Papa actual (“el Papa actual es un mediocre, de pocas luces y un oportunista”, me dice) y en fin, sobre la fe, que es lo que aquí interesa: él cree que la fe es un senti­miento y que él “tiene fe”; aunque no pertenece y siente repulsión”a la Iglesia, cualquiera que sea”.

            El final de mi enorme carta respuesta dice así: “Creo que estamos al fin de la Contra Reforma, de un período histórico, después del cual viene otro –mejor o peor– diferente. Opino que una estructura temporal de la Igle­sia se desintegra para ser sustituida por una mejor o nin­guna; creo que en consecuencia muchos que hoy se dicen cristianos no son cristianos, y al revés algunos son cristia­nos sin saberlo: según que adhieran a la estructura exte­rior muerta tomándola por “la Cosa”; o adhieran a la Cosa y repudien la estructura muerta; y ende engañosa­mente “a la Iglesia” creyendo que la estructura muerta es la Iglesia... Estas dos proposiciones: “la Iglesia es santa” y “la Iglesia es inicua” se pueden defender hoy día de la misma manera que estas otras dos, por ejemplo: “la Macroglossa es un bicho hermoso y brillante” y “la Macroglossa es un bicho oscuro y repugnante” referidas a una crisálida de mariposa que está rompiéndose. Por supuesto que para mí la primera es verdadera simple­mente; y la segunda sólo “secundum quid”.

            “El parto de la Nueva Era, que Ud, espera ¿es seguro? No. Puede que el mundo deba acabar ahora, acabar .como mundo” naturalmente. Yo creo en la Parusía, así como también en el infierno, aunque lo siento mucho, viendo cómo Ud. lo estigmatiza. Ninguna de las dos cosas puede demostrarse con argumentos acientíficos” están por encima de la razón: y que existan o no, no depende de que nosotros lo probemos, lo aceptemos, lo afirmemos o lo dudemos. Sólo el que lo conozcamos depende de nosotros; y el único modo posible es la aceptación o no de una revelación divina.

            “La Fe tiene una calidad diferente del conocimiento “científico” –aunque se hermana muy bien con él–, no es una cosa natural; su objeto es dialéctico; es decir, consiste en dos proposiciones contrarias; con las cuales una especie de obstinada “ pasión” hace una especie de frágil síntesis. Los hindúes pueden creer fácilmente que hay 330 millones de dioses diferentes y monótonos, casi todos anormales y algunos (como Kali La Sanguina­ria y el mono Hanúman) obscenos y crueles, porque nin­guna de esas innumerables deidades está sobre el nivel humano; todas están debajo de él. Esta monstruosidad de los dioses con 4 cabezas ó 16 brazos es una caricatura diabólica de la fe vagamente reminiscente de que Dios es incomprensible, lo han representado estrafalario.

            “El objeto de la fe sobrenatural es dialéctico: adheri­mos a una proposición que trae consigo prendida a su contradictoria sin poder soltarla; y el hacer que la pro­posición A domine a la proposición no‑A es la obra de un afecto y el resultado de una lucha de suyo perpetua, en la cual consiste la fe. ¡Qué tremendo ¿no?! ¡Lucha continua! Sí, es tremendo; pero no es aburrido.

            “Dios se hizo hombre, es un dogma de fe. Cualquier periodista porteño lo estampa tranquilamente en el Su­plemento Literario de La Nación el día de Navidad, lo cual no prueba que el periodista tenga fe sobrenatural –cosa bastante reñida con su profesión–, a no ser que tenga en su mente al mismo tiempo esta otra proposición: “Dios no puede hacerse hombre”; la cual está fundada en la razón, como la otra en la autoridad. Y por eso yo hablé‑en mi Carta al Nuncio, no muy felizmente, de un aplastamiento del intelecto, cosa que a Ud. Ie da en rostro –que fuera mejor quizá haber llamado “derrota del intelecto”– pero derrota que responde a un deseo secreto del mismo intelecto, como las legítimas derrotas del pudor: puesto que llegar a tocar sus límites es para el intelecto humano una humillación, pero al mismo tiempo un conocimiento más y por tanto una perfec­ción...”.

            Hasta aquí mi carta.

            Siendo esto así, la Predicación es una cosa diferente de la simple enseñanza por un lado y de la ceremonia y el rito por otra; y la Predicación es la función esencial del cristianismo, el menester del apóstol.

            “No nos mandó Dios a bautizar sino a predicar” dijo San Pedro. La predicación es autoritativa, no argumenti­va ni ostentatoria; es diferente de la obra del filósofo y del sacerdote meramente funcional o ceremoniero. El predicador no enseña de su cabeza sino que debe tras­mitir un Mensaje –delicadísima trasmisión– y tiene para ello Autoridad. Habla en nombre de Cristo, por lo menos debería hablar; y aun en el caso en que por imprepara­ción, vanidad, negligencia o tupidez, trasmite este Men­saje empañado, opaco o aburrido, todavía ése es el Men­saje; a menos que no esté enteramente deturpado por una ignorancia engreída y locuaz que llega hasta el error –caso que se ve, helás–. Pero en cualquier caso, el modo de enseñar del apóstol es otro que el del filósofo, incluso en el caso que el apóstol sea también filósofo, y por eso dijo Cristo: “No llaméis a nadie Maestro, porque uno sólo es vuestro Maestro, el Cristo”.

            El filósofo enseña en nombre propio o en nombre de la razón humana; debe probar racionalmente sus proposi­ciones, para lo cual le es fuerza construir de antemano su Sistema, total y unificado, complicado a veces, y de más en más hoy día; y no es ése el camino de enseñar el Evangelio “El cristianismo no es a manera de una filosofía, el cristianismo es a manera de un partido polí­tico” dijo Newman, queriendo decir que cuando se­guimos a Aristóteles, seguimos el sistema de Aristóteles: pero cuando seguimos a Cristo, seguimos a la persona de Cristo.

            No quiere decir que la filosofía no sirva al anunciador de la verdad cristiana, al contrario, le es necesaria en regla general, aunque no sea más que para ver claro en la Revelación, pues ver con claridad es el principal fruto de la buena filosofía. La filosofía verdadera no enseña novedades o descubrimientos, como la sección Divúlgue­lo de los diarios tamásicos; más bien nos enseña a dejar caer cosas, como las hojas secas en otoño. Es como una tormenta, después de la cual no hay más cosas sino meno” (hojas secas, nidos muertos y ramas podridas y polvo en el aire), pero todo se ve mas claro y más lejos.

            Y así la filosofía del Sacerdote no debe entrar en su predicación sino para iluminarla toda desde adentro. La predicación se asienta sobre la Palabra de Dios, y un niño debe poder entenderla. La Sagrada Escritura se pene­tra más con la buena vida que con la gran erudición. Dijo uno que por desgracia no fue ningún Santo Padre en su vida, pero que dice a veces cosas dignas de un Santo Padre: “La Escritura no se aprende; la Escritura se experimenta... en la Cruz”[7].

            Todo esto hemos dicho para indicar el sentido de este libro, o por lo menos el espíritu con que ha querido ser escrito: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, Padre de los Cielos; y al que Tú enviaste, al Cristo”. Lo esencial de la vida de Cristo, incluso de su vida como Cabeza Mística nuestra después de su Partida, está con­tenida en estos ensayos existenciales; y una cronología –la más probable que existe– los precede, de tal manera que el libro sirva como una silueta completa de la per­sona del Salvador, y una introducción eficaz a la lectura directa de los cuatro Evangelios.



Junio 16 de 1955





[1]“Una mujer pobre, de una tribu de los imrad habiendo recibido una limosna de un of icial francés, le agradece con estos esquemas rítmicos orales:



[2]“A pesar del desfavor que encontró entre los Rabinos la doctrina del joven Rabbí de Nazareth, se puede reconocer en sus expresiones las fórmulas estereotipadas, en uso entre todos los doctores, propias tanto de Jesús como de los Rabinos”, dice Buzy, en Introduction aux Paraboles, p.165.

[3]El gesto tomado en sentido amplio, consta de los si­guientes elementos:


[4]Algunos jueces de Buenos Aires, que han rechazado en diferentes ocasiones un alegato escrito en versos, polque “la justicia es una cosa seria”... espero que los hayan rechazado porque en realidad eran malos versos. Hay cosas que no se pueden decir bien si no es en verso.

[5]Estas homilías se acabaron de escribir el día del Sagrado Corazón de Jesús de 1955. Laus Deo.

[6]Así lo testimonia por ejemplo Alfonso Fernández de Avellaneda –mal bicho, pero en este caso huen testigo–, cuando en las primeras páginas de su apócrifo El Quijote dice que al Caballero Manchego el Cura le trajo para leer además del Flos Sanctorum y la Guía de Pecadores, “los evangelios de todo el año en vulgar”.


[7]“Die Schrift verstehet man nich, man efahre es denne in Kreuz”... Marthin Luther, tischrede, Deutsche Bibliotek, Federking, Berlín, año 1904, p.14.