viernes, 22 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO-2º/3ºP.(7ºHOJA)


EL EVANGELIO DE JESUCRISTO

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DOMINGO PRIMERO DE ADVIENTO[1]
[Lc 21, 25-3 3] La 21, 25-28. 34-36

            Hay cosas que no pueden saberse sin volverse loco, antes de saberlas o después de saberlas.
            Imaginemos por ejemplo que un sanjuanino hubiese cono­cido de antemano el terremoto de San Juan ¿no era como para volverse loco? ¿Y si hubiese tenido que anunciarlo? Pobre de él...
            Cuenta el historiador Josefo, en La Guerra Judaica, que antes de la destrucción de Jerusalén apareció en sus callejas uno que no se sabía si estaba loco o inspirado, venido nadie sabe de dónde, que tenía el mismo nombre de Nuestro Señor (Ieshua), el cual recorría la ciudad sagrada –y deicida– gritando sin cesar “¡Ay de Jerusalén! ¡Ay del Templo!...”. Fue detenido, interrogado, reprendido, amenazado, castigado y azotado, co­mo “derrotista” y sacrílego; y todo fue inútil; nadie pudo hacerle aban­donar su estéril tarea, hasta que un día fue herido en la frente por un proyectil arrojado de una catapulta; y cayó muerto gritando: “¡Ay de mí!”.

             

Es un ejemplo de lo que decimos: este cuitado había visto la realidad antes que los demás. El que tiene razón un día antes, veinticuatro horas es tenido por irrazonante –dice un proverbio alemán–.

            Hay muchas palabras en el Evangelio que son o de un Dios o de un loco; y que no pueden ser de un hombre común; y el Discurso Esjatológico es una de ellas. Sobrecoge el ánimo imaginarse a ese grupo de pescadores y labradores galileos sobre el borde Norte de la ciudad (sobre el Templo y mirando a Jericó); rodeando a Ieshua-ben-Nazareth y escuchando salir de sus labios, a manera de relámpagos que rompen la noche del futuro, palabras desmesuradas como éstas:



                                               “Será la tribulación más grande que ha existido desde el principio del mundo; más grande que el Diluvio...

                                               Se secarán los hombres de miedo y de expectativa ante las convulsiones del Universo...

                                               Las fuerzas cósmicas se descompaginarán...

                                               Habrá signos en el sol, en la luna y en las estrellas; y gran presión entre los pueblos...

                                               Entonces alegraos [!] porque está cerca vuestra redención...

                                               Verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cie­lo con gran majestad y poderío...

                                               El cielo y la tierra, pasarán; mis palabras no pasarán”.



            Hay muchos lugares en el Evangelio en que Cristo pronuncia palabras que a ningún puro hombre serían lícitas, palabras que rompen el equili­brio humano y muestran como en un relámpago los abismos de la Eter­nidad; y sin embargo no están pronunciadas con énfasis ni ahuecando la voz, como hacen los poetas humanos que se tienen por “os magna sona­turum”–y Olegario Andrade y su maestro Hugo en esto de hacerse los “bíblicos” llegan muy lejos– sino más bien atenuadas y como puestas en sordina. Estas palabras sobrehumanas fueron notadas desde el primer momento: “¿Quién es Éste? Éste no habla como los demás rabbies. “Na­die ha hablado jamás como este hombre!...”. Efectivamente.

            El apokalypsis de Lucas, cuya perícopa final se lee en este Domingo primero del ano litúrgico, es el más breve de todos; y aquel en que está en cierto modo indicada la división de la doble profecía; de los signos de la cuida de Jerusalén hasta el versillo 25; y los de la agonía del Universo del 25 al 32; puesto que lo que hay que decir, como vimos, de esta difi­cultosa escritura, es que predice a la vez el fin de una época de la historia del mundo y el fin de toda la historia del mundo: en dos planos subordinados, que se llaman typo y antitypo. Pero en este evangelio esos sig­nos se pueden distinguir más o menos en dos secciones, de las cuales la primera mira más bien el fin de Jerusalén y el Templo, y como fondo al fin de la Cristiandad y el mundo; y la segunda más bien el fin del mun­do. Cosa análoga sucede, como ya hemos notado, en el discurso de la Promesa de la Eucaristía (Jn VI, 22-58): trata del “Pan de vida”, es decir, a la vez de la Fe y del Sacramento; y primeramente la fe está delante co­mo figura y el sacramento detrás como fondo; y luego paulatinamente el Sacramento de la Fe ocupa sin solución de continuidad el primer plano.

            El año 1941 este mismo Domingo primero de Adviento, prediqué este evangelio en la Iglesia de Don Bosco de la ciudad de San Juan; tengo todavía los apuntes: el evangelio de los Terremotos. Si hubiese sabido que poco después San Juan iba a ser probado por la Calamidad y la Ca­tástrofe, ciertamente no hubiese podido ni nombrarlo al terremoto. Mas Nuestro Señor dice aquí que habrá “entonces terremotos grandes por varios lugares, y pestilencias y hambre, y terrores desde el cielo, y gran­des renales...”. Enseguida después de la tribulación de aquellos días –espe­cifica San Mateo– el sol se oscurecerá, la luna se pondrá sangrienta y las estrellas caerán del cielo –sol en la Escritura es el símbolo de la verdad re­ligiosa; luna, de la ciencia humana; estrellas son los sabios y doctores– porque “las fuerzas cósmicas se desquiciarán” que así se traduce mejor lo que la Vulgata vierte: “las virtudes del cielo se conmoverán”; pues el texto griego dice literalmente “las energías uránicas” (“dinámeis toon ouranoón”).

            Los intérpretes se preguntan si estos signos en el cielo tan extraordi­narios serán físicos o metafóricos; si hay que tomar esas palabras del Profeta como símbolos de grandes desórdenes y perturbaciones morales, o si realmente las estrellas caerán y la luna se pondrá de color de sangre; en cifra, si los “terremotos” profetizados serán los terremotos de San Juan visibles o bien los invisibles –y mucho peores– terremotos de Bue­nos Aires. Probablemente las dos cosas; porque al fin y al cabo, el uni­verso físico no está separado del mundo espiritual –los ángeles mueven los mundos, decían los antiguos filósofos– y estas dos realidades, materia y espíritu, que a nosotros aparecen como separadas y aun opuestas, en el fondo no son sino como dos rostros de la misma realidad fundamental. Esas “fuerzas del Cielo” de que hablamos, para los filósofos griegos eran espíritus, para los científicos modernos son vibraciones del éter; y esas “energías cósmicas”, que somos advertidos “se desquiciarán”, el hombre ya les ha encontrado el quicio, porque ha penetrado en ese éther (áitheer) que los griegos tenían por el alma del fuego o el fuego esencial; y Santo Tomás ensenó es el dominio propio de los ángeles. El hombre moderno ha penetrado en este dominio de los ángeles guiado quizá por uno de ellos ¿chi lo sí? Lo cierto es que los grandes astrólogos, alquimistas y he­chiceros de nuestros días han realizado un enorme progreso: han inven­tado el instrumento con el cual se puede destruir el mundo; o por lo menos “la tercera parte de él”, como dice el Apokalypsis. “Las energías uránicas se desquiciarán...”. Bien, la bomba atómica la fabrican hoy con un metal llamado uranio, al cual lo desquician o desintegran.

            Lo que tiene que ser, será. El tiempo no vuelve atrás. La creación madura. El drama de la Humanidad pecadora, redimida y predestinada, tiene que tener su desenlace. El Bien y el Mal han ido creciendo en ten­sión desde el principio del mundo, como dos campos eléctricos; y algún día tendrá que saltar la chispa. Ese día no es un día perdido en la lejanía de lo ilimitado, porque Cristo por San Juan pronunció categóricamente que seria –relativamente– pronto; y por San Lucas y los otros Sinópticos recomendó que estemos ojos abiertos para verlo venir. “Mirad la higuera: cuando reverdece vosotros sabéis que está cerca el verano; así cuando veáis que comienzan estas cosas, sabed que está cerca vuestra redención.”

            Las primeras generaciones cristianas vivieron en la ansiosa expectativa de la Parusía, conducidas a ello por el versículo oscuro y ambivalente de cuya dificultad hemos hablado; mas no es verdad lo que dicen los racio­nalistas actuales, que se “han equivocado” propiamente, pues una cosa es temer, otra es afirmar; y así vemos, por ejemplo, que San Pablo re­prende a los de Tesalónica los cuales temerariamente “afirmaban”; declara y reitera que “él no sabe”, ni nadie, cuándo será el Advenimiento; reta a los temerarios o perezosos que arreglaban su vida sobre la base de esa afirmación; y les notifica que no puede aparecer el Anticristo mientras no sea retirado el “Obstáculo” –ese misterioso “katéjon-katéjos” que está una vez en género neutro y otra en masculino– y que el “Obstáculo” to­davía está allí “¿No recordáis que os lo dije?”, reprende el Apóstol. “A ellos se lo dijo, a nosotros no”, se queja San Agustín.

            A pesar de eso, este eco del versículo difícil se dilató y resuena aún en la Epístola CXXI, § 11, de San Jerónimo, siglo V; cuando vencido y muerto el “Imperator” Estilicón por el vándalo Alarico, los reyes bárbaros desbordaron la frontera de Milán y tomaron y saquearon a Roma, ha­ciendo temer al solitario de Belén que había sido retirado el “Obstáculo”; el cual para él no era otra cosa que el Imperio y la Civilidad Romana; lo mismo que para Agustín[2] y la mayoría de los Santos Padres antiguos.

            Solamente cuando los sucesos mismos mostraron que aquella raya de Esta Generación no pasará” se aplicaba solamente a la Pre-Parusía (el fin de la Sinagoga) y no a la Parusía, repararon bien los cristianos en los varios rasgos que en el Evangelio indican el Intersticio; como por ejem­plo el patente versillo de Lucas XXI, 24, donde se predice la matanza y la dispersión de los judíos por todo el mundo, y que “Jerusalén será pi­soteada por los Gentiles hasta que llegue el tiempo (del Juicio) de las na­ciones”. Luego uno fue el Juicio de Israel, otro será el Juicio de las Na­ciones: dos sucesos separados contemplados como en uno.

            Este versillo dice con claridad un intersticio o intervalo entre los dos sucesos (Pre-Parusía y Parusía), claridad que resulta meridiana si se re­para en que el versillo alude a la Profecía de las 70 Semanas de Daniel, donde paladinamente se predice la destrucción de Salen y su Santuario por un Príncipe y su ejército, y después la “Abominación de la desolación que durará sobre la Ciudad Santa y Deicida hasta que el mismo Devasta­dor [el Imperio Romano, la Romanidad] sea a su vez devastado”; que es lo que se diría está pasando o por pasar ahora; a 1.900 años de la devasta­ción de Salen por Tito César.

            Del Libro de las Instituciones Divinas de Lactancio, libro XII, capítulo 15.



               Título.- Que la submersión del lagartón y los Egipcios, y la liberación de los Hebreos de la servidumbre egipcia prefigura la liberación de los elegidos y la reprobación de los condenados que ha de ser en el fin del mundo. Y que muchas señales precederán a la liberación ésta, igual que aquella. Y que antes desaparecerá el Imperio Romano. Y que la hegemonía total retornará al Asia...

               Tenemos en los arcanos de las Sacras Letras [escribe Lactancio y traduzco en el mismo tono retórico del autor] que el Patriarca de los Hebreos pasó al Egipto con toda su familia y parentela apremiado por la carestía de alimentos; y que su posteridad, habiendo habitado mucho tiempo en Egipto y crecido en sector numeroso, siendo opri­mida con yugo de esclavitud grave e intolerable, hirió Dios a Egipto con llaga insanable y libertó a su pueblo sacándolo por el medio del mar, rasgadas las aguas y apartadas a una y otra parte, para que el pue­blo caminara por lo seco; mas tentando el Rey de los Egipcios seguir a los fugitivos, volvió el piélago a sus cauces, y el Rey fue atrapado con todo su ejército. Prodigio tan claro y tan asombroso, aunque por el momento mostró el poder de Dios a los hombres, sin embargo fue principalmente signo y prefiguración de una cosa mayor, la cual pa­recidamente Dios ha de hacer en la última consumación de los tiem­pos. Pues liberó a su gente de la pesada esclavitud del mundo. Pero como entonces era uno solo el pueblo de Dios, y estaba en una sola nación, entonces sólo Egipto fue golpeado. Mas ahora, porque el pue­blo de Dios congregado de entre todas las lenguas, habita entre todas las gentes, y es dominado y oprimido por ellas, ocurre que todas las naciones, es decir, el orbe entero, sea azotado con justo flagelo, para librar al pueblo santo y cultor de Dios. Y como entonces acontecieron prodigios con que la futura derrota de Egipto se mostrara, así en el fi­nal sucederán portentos asombrosos en todos los elementos, por los cuales se entienda por todos el final inminente.

               Aproximándose pues el término de este ciclo, es forzoso que se inmute el estado de las cosas humanas y caiga más abajo aún, a causa de la maldad creciente; de tal modo que aun estos tiempos nuestros en que la injusticia y la malignidad creció al sumo grado, en compa­ración con aquel mal extremo e insanable, se podrían tener como felices y realmente áureos.

               Pues de tal manera escaseará la justicia; y crecerán de tal modo la codicia y la lascivia, que si algunos entonces fueren buenos, serán presa de los malevos y atropellados de todos modos por los injustos; sólo los malos serán opulentos, y los buenos se debatirán la po­breza y en las velaciones.

               Se contusionará todo el derecho y perecerán las leyes. Ninguno entonces poseerá nada si no fuere adquirido o defendido malamente: la audacia y la fuerza lo poseerán todo. No habrá confianza en los hombres ni paz ni humanidad ni pudor; ni verdad. Y así tampoco habrá seguridad ni gobierno derecho, ni refugio contra los males.

               Toda la tierra se alborotará, y rugirán guerras por doquiera; todas las gentes andarán en armamentos y se resistirán mutuamente. Las naciones fronterizas pelearán entre sí. Y Egipto el primero de todos pagará el castigo de sus estúpidas supersticiones y será cubierto de un río de sangre. Entonces la espada recorrerá la tierra, segándola toda y postrando las cosas como mies madura[3].

               Y de esta confusión y devastación, la causa será que el nombre Romano, por el cual hoy se rige el orbe (me horroriza el decirlo, pe­ro lo diré porque ha de suceder) será quitado de la tierra y el dominio volverá al Asia, y de nuevo mandará el Oriente; y el Occidente servirá.

               Ni debe extrañar a nadie que un reino tan potentemente cimenta­do, tanto tiempo y por tan magnos varones valido, y con tan grandes munimentos confirmado, todo no obstante un día caerá. Nada hay creado por fuerzas humanas que las mismas fuerzas humanas no pue­dan destruir: porque mortales son las obras de los mortales; pues los otros reinos anteriores, habiendo luengamente florecido, sin embargo también murieron”...



            No sabemos de dónde sacó el insigne predecesor y maestro de San Agustín en el siglo m esta descripción y predicción de unos tiempos que, en nuestra opinión, se dan un aire a los del siglo XX... Pero allí está ella; y yo la he copiado al pie de la letra.

            Cristo quizá advirtió a sus oyentes –como algunos quieren creer– que los dos Grandes Sucesos no eran Uno sino en reflejo; pero no así el Evangelista a sus lectores. San Pablo dijo a los de Tesalónica cuál era el “Obstáculo” que impedía la manifestación del Anticristo; “pero no a nosotros”, exclama dolido San Agustín. La Primera Venida de Cristo fue marcada por Daniel profeta con una cifra exacta de años[4]; pero no así la Segunda. Varias veces la Cristiandad (siglo IV, siglo X, siglo XIV) ha temido ya estar delante de “la Hora temida y el Día definitivo” como decía San Jerónimo el ano 409; y se ha equivocado; pero algún día no se equivocara.

            Yo sé decir que si todos mis conciudadanos supieran algo que yo sé, habría más golpes de pecho y menos risotadas en la República Argentina. Desdichado del que ha sido escogido para saber cosas que no se pueden decir; pero feliz en definitiva el que ha sido escogido para saber cosas; y mil veces feliz si esas cosas son “las que te van a salvar” (“ea quae sunt ad pacem tibi”, Lc 19, 42). Como el pobre loco Ieshua de Jerusalén, que las paso muy malas; pero al fin y al cabo, él sabía, y los demás estaban ciegos.





DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO

[Mt 11, 1-10] Mt 11 2-11



            El ano litúrgico se abre con el Adviento que significa Venida o Llegada. La Iglesia abre y cierra el ciclo litúrgico con un evan­gelio acerca de la Segunda Venida de Cristo o sea la Parusía; y durante las otras tres semanas del Advenimiento, lee tres evangelios acerca de San Juan Bautista, el nuncio de la Primera Venida de Cristo llamado el Precursor. Ellos contienen el primero, tercero y cuarto testi­monio que dio el Bautizador solemnemente de que el Rabbi Ieshua de Na­zareth era realmente “El que había de venir”, el Esperado; en aquel tiempo, ansiosa y nerviosamente esperado y ahora también; por los que conservan aquella antigua fe.

            Lo malo para comentarlos es que no están en ese orden, sino al revés: primero está el último, el testimonio que dio definitivamente desde el calabozo, licenciando a sus discípulos para que fuesen a Cristo; al cual testimonio Cristo respondió dando testimonio a su vez de su humilde precursor con una gran alabanza, pero no lo libró de la cárcel. Este es el evangelio de hoy. Después viene el que dio a los fariseos; y por último el que dio ante todo el pueblo, desde el comienzo de su predicación, anunciando que había que prepararse enérgicamente porque había llegado el tiempo en que “toda la carne vería el divino Salud-Dador”. Ante todo el pueblo es un decir, porque los que se congregaban en la ribera del Jordán cerca de Betsaida, donde el salvaje nazareno bautizaba y clamaba, eran más bien pocos, de a grupitos; pero había allí de todas las profesiones y clases sociales, incluso fariseos; y hasta el mismo Herodes Antipas ca­yó allí una vez, por desgracia. De a grupitos pasaron por allí, al final, muchísimos; todo el pueblo, puede decirse (éste es el evangelio del tras­próximo Domingo).

            Así, pues, mientras Jesús trabajaba con sus manos oscuramente en el taller de Nazareth, apareció en una playita del río llena de cañas y sico­moros un desconocido venido del desierto, que podríamos llamar ermi­taño, con larga melena nazarena, una piel de camello por vestido y un físico enjuto y quemado por el sol y las privaciones, pero de un coraje y una potencia extraordinaria: “salvaje magnético” lo llama Papini; “ende­moniado” lo llamaron a poco andar los fariseos. Este profeta poderoso austero humilde, que fue mártir de la moral natural, y no hizo otra cosa en su vida que “allanar los caminos” para otro, suscitó una gran expectación, tanto que algunos creyeron era el Mesías; y un fuerte movimiento religioso, del cual benefició Cristo. Antes de predicar la moral divina, había que “enderezar los senderos” de la moral natural. El Bautista es la rectitud moral y la humildad llevadas al heroísmo; él predica la ley na­tural así como su Bautizado número uno promulgará más tarde la ley divina; los dos luchan contra la seudo Ley anquilosada y corrompida de los fariseos. Los temas de Juan son solamente tres: 1) Haced penitencia; 2) el Tiempo ha llegado de la Venida; 3) vosotros “raza de víboras”, ¿qué os habéis pensado?

            Lo primero que hizo Cristo después de despedirse de su madre viuda y dejar el taller (“a su hermano Jacobo” dice Schalom Asch) fue recibir el bautismo de la penitencia, conexión visible y solemne de su misión con la de Yohanan; y por él con todos los antiguos profetas y todo el Antiguo Testamento. Como nota San Agustín la religión (“la Ciudad de Dios”) es una sola; y se remonta hasta el principio del mundo, conec­tados todos sus tramos por nexos perspicuos y solemnes; Adán, Abraham, Moisés, Los Profetas, Juan Bautista, Cristo. Para ensenarla hay que te­ner autoridad y la autoridad no se inventa, se recibe. Allí en ese bautismo que tuvo lugar una tarde cualquiera de un día cualquiera ante un grupo de cualesquiera, sucedió la primera revelación del último Tramo de la Religión, el definitivo, tras el cual no hay ya que esperar otro, revelación que el mismo Juan necesitaba, pues “Aquel sobre quien descendiera el Espíritu, Ese es”, le había sido dicho por el Espíritu en el desierto. Y así Cristo en toda su carrera se refiere siempre a esa primera revelación y vínculo legitimante (“¿Con qué autoridad dices estas cosas?”.) Tú te has inventado una autoridad que nosotros no te hemos dado. “Con la auto­ridad que me dio mi Padre.”

            “Éste es mi hijo querido en quien están todas mis complacencias. Oídle a El”[5]      El origen de mi confusión es que algunos exégesis modernos conjeturan que en las dos ocasiones la voz del Padre fue la misma; y los Evangelistas reservaron la pequeña añadidura “oídle” –que de rodos modos está implícita en la teofanía del Bautismo– para la ocasión más solemne; basándose para ello en la autoridad del Codex Beza. No me pare­ce probable esta conjetura. Ver sobre esto John O'Flynn y Reverendo A. Jones en Ca­tholic Commentary on Holy Scripture, Nelson, London., dijo el trueno del cielo, al mismo tiempo que una luz en forma de paloma se cernía sobre los dos humildes nazarenos, inmergidos el agua hasta las rodillas, como lo hemos visto tantas veces... gracias a los pintores.

            No se entiende nada del Bautismo de Cristo si no se atiende a esta necesidad de la autoridad religiosa. “Yo no me he enviado, Dios me ha enviado” debe poder decir el Apóstol; y eso significa Apóstol: Enviado. “Tú no tienes necesidad de bautismo”, dijo Juan a Jesús; “Deja eso aho­ra”, le replicó éste. Necesitábamos nosotros ese nexo de la autoridad religiosa.

            No siempre que Dios envía un hombre con una misión peligrosa avi­sa previamente a las autoridades. A veces lo autoriza Él mismo, o con la santidad de su vida, o con milagros; y las autoridades deben arreglarse con sus propios medios a reconocerlo. Si lo desprecian, Dios permite que caigan en el peor error, y cometan el crimen más horroroso, que es matar a un hombre de Dios –por el hecho de ser de Dios– en nombre de Dios. Entonces un desastre espantoso se desploma sobre esta gente y so­bre el pueblo que representan, podrido como ellos. Pobre Argentina, que no escuchas a tus maestros, desprecias a los precursores y matas a los profetas. “Los fariseos –dice el Evangelista– despreciaron a Juan, y no recibieron el bautismo de penitencia, con lo cual se embromaron”, y rehuyeron la sabiduría “la cual se justificó después por sus obras”, es de­cir, por las obras milagrosas que hizo Cristo. Desde entonces comenzaron las violentas imprecaciones de Juan contra los jefes espirituales de la na­ción; pero no sin que antes el profeta hubiese dado llana y modestamente cuenta y razón de sí mismo a la delegación oficial de estos jefes oficiales, que se le aproximó cuando ya su nombre corría indetenible entre las gentes religiosas, que lo tenían por el Mesías, unos; por Elías el segundo Precursor, otros; y por un gran profeta, todos. La única profecía que hizo Juan fue reconocer al Mesías como Mesías; no es poco. Es todo, si se quiere.

            “Si queréis, él es ciertamente el Elías, el que ha de venir; pero esto que os digo es misterioso”, dijo Cristo como última palabra acerca de Juan; el cual ya entonces (al fin del primer año, primera misión de Gali­lea, después de la primera resurrección de un muerto) estaba en el só­tano del palacio de Herodes, sin hacerse ilusiones acerca de su futuro “Conviene que el Otro crezca y yo mengüe.” Juan cerró entonces su misión entregando el resto de sus discípulos –ya había enviado a otros–, que con ansiedad en torno de él todavía se afanaban desesperanzadamente, al Taumaturgo que desde Cafarnaúm recorría el lago, las aldeas y las co­linas. Juan no habla hecho ningún milagro; sus discípulos esperaban de el que, rompiendo cerrojos y cadenas, aterrorizase a Herodes y volviese a su puesto del río Jordán. No lo hizo. Pero el Mesías sí había de hacer milagros; era una de las señales que habla puesto acerca de Él el profeta Isaías.

            Juan se comporta siempre con una humildad conmovedora; fiero delante de los fariseos, delante de Jesús se hace polvo: “No soy digno ni de atar las cintas de sus sandalias.” Así en esta ocasión en vez de respon­der directamente a sus contusionados secuaces, envía a dos de ellos en su nombre y en representación de todos a Galilea a preguntar al Joven Maestro: “¿Eres Tú el que [desde hace siglos esperamos] ha de venir, o hemos de esperar todavía a otro?”. Jesús tampoco respondió directamente –las palabras son pequeñas en algunas ocasiones– sino que prosiguió sin responder su predicación y sus curas delante de los dos johannidas y fi­nalmente dijo: “Andad y anunciad a Juan lo que habéis presenciado: Los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sor­dos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados: y dicho­sos los que de mí no se escandalicen” (es decir, dichosos los que en mí no tropiecen; porque encontrando a Cristo, o se cree, o se da un encon­tronazo).

            Cristo resumió en esta breve respuesta las profecías taumatúrgicas de Isaías de los cantos 29, 35, 61, 13, 26 y sobre todo del canto 5: del cual dos frases literales están aquí: “Los ciegos ven... los pobres son ilumi­nados”. Ese es el milagro fundamental de Cristo y de su Iglesia: iluminar. ¡Y ay de la Iglesia cuando los pobres no son iluminados!

            Apenas los dos johannidas, exultantes sin duda, zarparon, Cristo ca­nonizó al Bautizador, y le rindió a su vez testimonio. En la turba que lo escuchaba habla quienes escucharon antes a Juan; y a éstos se dirigió: ¿A quién fuisteis a ver en el desierto de Besch-Zeda? ¿A una caña que el viento agita? Decidme ¿qué cosa fuisteis a ver...? ¿A un hombre vestido con elegancia? Los que visten fino están en el Palacio de Gobierno, no en el desierto. Respondedme pues a quién habéis andado a buscar. ¿A un profeta? Sí, así es, a un gran profeta y más que profeta. Éste es aquel de quien tenemos Escritura: He aquí que yo mando delante a mi Enviado, que prepare los caminos delante de Ti...”. Es un versículo del profeta Malaquías. Cristo alude a los hombres “influyentes” que andaban por entonces vendiendo palabrería devota, que no tenía efecto alguno, como rumor de cañaveral; y a los Saduceos o progresistas (la secta rival de los Fariseos o separados) que hoy llamaríamos intelectuales que andaban en torno al diletante Herodes Antipas –por lo cual el Evangelio los llama a veces “herodianos”– discutiendo las últimas novedades de la filosofía de la Metrópoli. El de Besch-Zedá era otra cosa.

            Cristo lo “canonizó”: “Palabra de Honor [excáthedra] ningún hijo de mujer se alzó en el mundo mayor que Juan el Bautista”, de donde algu­nos teólogos han discutido verbosamente si el Bautista es un santo ma­yor que Abraham o mayor que Moisés, o mayor que San José. Pero Cristo determinó claramente el sentido de sus palabras añadiendo otra exageración –todo Cristo está lleno de exageraciones equilibradas de a dos en dos, como los arcos góticos de una catedral–: “Pero yo os digo que el menor del Reino de los Cielos es mayor que él”: con lo cual dijo que la preeminencia de San Juan se entiende solamente sobre todos los profetas del Antiguo Testamento; en efecto, los demás vieron de lejos y entre celajes al Mesías; y éste lo mostró con el dedo... Con Juan se cie­rran “la Ley y los Profetas” –añadió Cristo– y comienza la Iglesia, no en contra sino encima. Los judíos deberían levantarle una catedral en Jeru­salén al Bautista. Y a lo mejor se la levantan, ahora que se están reuniendo todos allá. En Jerusalén en donde lo mataron.

            Ninguna catedral mayor que la devoción del pueblo cristiano al hís­pido profeta de Besch-Zedá: cosa de la mitad de los cristianos del mun­do se llaman Juan, sin contar una de las mejores provincias argentinas y contando todos los italianos que se llaman Bachicha (“Aserrín aserrán los maderos de San Juan [algunos dicen “los dineros de San Juan”] ¿dón­de están?”). El 24 de junio es en Europa el día más largo del año (el sols­ticio de verano) y los gentiles celebraban la víspera de ese día al dios Sol, encendiendo hogueras sobre las colinas para matar la noche del todo; y con festejos de alegría y con supersticiones pintorescas. Los cristianos transformaron esa fiesta étnica –cuyas supersticiones no obstante han llegado hasta nosotros– plantando al Precursor en ese día –entre nosotros el más corto del año– y transformando las hogueras de Apolo y Osiris en Las fogatas de San Juan. Pero San Juan no fue el iluminador, no fue el sol, sino a la manera del alba que precede brevemente al sol, en verde, oro y sangre. “No era él la luz, sino para dar testimonio de la Luz”, dice de él otro San Juan, el Evangelista.

            La idea es que ese día hay que quemar todos los trastos viejos, cachi­vaches y rezagas que hay en la casa y hacer limpieza de basura e inutili­dades; y ese fue justamente el fondo de la prédica del Bautista; “Poner el hacha en la raíz del árbol muerto.” ¡Qué andáis con pamplinas, con pa­labras muertas, con discusiones inútiles, con leyes nimias, con politique­rías pueriles y con pataratas de Reforma, Reacción y Revolución en los momentos en que las bases mismas del mundo se descompaginan todas! Quemad con la penitencia la leña muerta, si queréis obtener luz Cuando veáis que los comunistas queman iglesias, haced vosotros en vuestro co­razón las santas fogatas de San Juan.

            Los “comunistas” queman iglesias[6], que les parecen inutilidades, ellos celebran a San Juan a su manera, que no es buena. La buena es que­mar las inutilidades del corazón. Cuando los vándalos quemaban iglesias en Roma, San Cipriano escribía a sus obispos: “No os deis afán por edi­ficar templos materiales en los cuales al fin y al cabo sabéis que un día se sentará el Anticristo. Edificad la fe en los pechos, templos que nadie puede quemar.”

            Con esto no queremos decir que hay que dejarlos no más a los “comunistas” quemar Iglesias. ¡Cuernos!





DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO

[Jn 1, 19-28] Jn 1, 6-8. 19-28



            El evangelio del tercer Domingo de Adviento (Jn 1, 19), trae el segundo testimonio de Juan Bautista acerca de Jesucristo, el que dio a las autoridades religiosas oficiales.

            Está puesto al principio del Evangelio del otro Juan después del so­lemne prefacio en que el Evangelista declara que “el Verbo era Dios”. Juan el Aguila conecta su propio testimonio de que Cristo era Dios (ob­jeto del cuarto Evangelio) con el testimonio de Juan el Lobo de que Cristo era el Mesías; completándolo.

            Este testimonio del Bautista a los fariseos acerca de Cristo y de sí mismo, tuvo lugar más o menos en la mitad de su corta carrera, que fue más corta aun que la de Cristo. Juan sobrevino repentinamente como un meteoro, iluminó lo que tenía que iluminar, y se apagó bruscamente.

            San Lucas tarja cuidadosamente el principio y el fin de su corta tarea, como si esos dos topes tuviesen notable importancia. Al principio de su misión predicó simplemente, aunque con fuerza extraordinaria “peni­tencia urgente porque el Tiempo llegó”. Sus oyentes sabían perfectamente qué cosa significaba “el Tiempo”, que era entonces objeto de las más ar­dientes discusiones: las Setenta Semanas de Daniel ya cumplidas, la espe­ranza de Israel y las Naciones a punto de realizarse, la plenitud de los tiempos.

            A los que daban muestras de arrepentimiento de sus faltas –hasta confesarlas públicamente algunos– Juan los bautizaba por inmersión, advirtiéndoles que era bautismo “provisorio”, y les imponía una regla de conducta sencilla, tomada de la moral natural; porque para reconocer al Mesías había que disponerse, quitando las lagañas de los ojos interiores. Con esto, su trabajo estaba listo.

            Sus imprecaciones contra el fariseísmo no empezaron sino después de la investigación oficial que narra el evangelio de hoy. Juan sabía per­fectamente quiénes eran los fariseos –era de familia sacerdotal– sobre todo si fue essenio, como creemos; pero era como una onza de plata en rectitud y humildad; y lo mismo que Cristo, no iba a empezar su mi­sión religiosa con un levante a las autoridades religiosas, que no es la manera de empezar de los santos; aunque a veces es la manera de acabar; y de que lo acaben a uno. Véase por ejemplo el acabamiento del filósofo Soren Kirkegor.

            Cuando se presenta en el remanso solitario de Besch-Zedá una delega­ción de “sacerdotes y levitas” comisionados de Jerusalén, Juan los acoge con sencillez y sin descortesía; probablemente con reverencia incluso. Su nombre corría ya de boca en boca como de un varón extraordinario las mujeres y algunos entusiastas se dejaban decir que era nada menos que “el Mesías”. ¿No se habían cumplido ya los Quinientos Años de Daniel? El Cotarro de Jerusalén –que en hebreo se llama Sam-Hedrim y en griego Synhedrio– aunque era propenso a despreciar, no podía pasarlo por alto; y así mandó tomarle declaración:

            “–Tú ¿quién demonio eres?” –el diálogo entre el Bautizador y los de­legados es altamente típico–. “Juan confesó y no negó, y confesó dicien­do”... marca el Evangelista, indicando que se trataba de una “confesión” o declaración de conciencia, incluso quizá peligrosa. –Yo no soy el Me­sías, dijo San Juan, leyéndoles las intenciones. –Entonces, declara quién eres ¿eres por si acaso Elías? –No soy Elías. –¿Eres Profeta? –No... La úl­tima réplica le salió seca.

            Sin embargo Cristo, que no miente, dirá después que Juan era en cierto modo Elías, y que era el más grande de los Profetas. ¿Por qué ne­gó Juan que era profeta? “Por fastidio hacia esa gente soberbia”, dirá Teofilacto. “Por humildad”, dirá el Crisóstomo. Pero la humildad nunca está reñida con la veracidad, “la humildad es la verdad”, dice Santa Te­resa. Juan no negó que era profeta, Juan negó que era “el Profeta”... que estaba en la mente de los interlocutores. Llenos de bambolla y de ideas “nacionalistas”, ellos se figuraban un Mesías guerrero; y un Precursor Caudillo, por el estilo.

            Ese profeta que ellos imaginaban, un Elías o un David, no era Juan. Era sin embargo más que David en su humilde estación y en su aspecto áspero y salvaje. Era el dedo que apuntaba a Cristo; y en ese sentido, metafóricamente, era también Elías.

            Por mala comparación, es como si en la Argentina, pobre país que tantea en lo oscuro sin saber de dónde le vendrán el orden y la salud, sur­giese un Manosanta capaz de ordenar, sanar y sacar adelante el país; y otro hombre capaz de abrirle camino en esta empresa milagrosa; porque las cosas grandes las hacen dos. Y entonces fueran los resistas y los anti­rrosistas y le preguntaran al Precursor:



            –¿Tú eres el Libertador?

            –Yo no soy el Libertador.

            –¿Eres el segundo Don Juan Manuel? –o Don Bernardino, ad libitum–

            ­–No soy el segundo Don Juan Manuel.

            –¿Eres caudillo, por lo menos?

            –No soy el Caudillo.

            –Entonces, ¿qué diablo eres?

            –Yo soy un pobre argentino que hace lo que puede, nada más y nada menos que lo que Dios quiere de él; y eso más mal que bien...



            Entonces lo despreciarían todos los politiqueros, no menos que la Curia Eclesiástica, y los grandes diarios. En otro plano, así respondió el Bautista.

            “–Entonces ¿tú quién diablo eres, y a ver qué nos dices de ti mismo, para que llevemos Respuesta a los que nos envían...”. Era la conminación de la autoridad. Juan no se sustrae a ella:

            “–Yo soy La-Voz-que-grita-en-el-Desierto” (una sola palabra en ara­meo, como si dijéramos Wuesterlictruiendestimme en alemán, “ése es mi nombre”...). El mundo en aquel tiempo, religiosamente hablando, era un desierto. Juan era una simple voz; pobre y potente voz, una voz casi sin cuerpo, un cuerpo humano hecho pura voz[7].

            “–¿Y qué grita esa voz?

            –Grita: Preparad los caminos al Señor, como dijo Isaías Profeta. Na­da más. “

            Los fariseos lo despreciaron: era uno de tantos gritones más. Era un fanático de la revolución mesiánica. A la vista estaba que éste no iba a vencer a Pilato, ni a derribar a Herodes y a los herodianos. Políticamen­te, cero.

            “–Entonces ¿cómo diablos bautizas, si no eres ni el Cristo, ni Elías ni el Profeta?”.

            Gran idea tenían los judíos del bautismo; la misma que tenemos no­sotros. Perdonar los pecados puede solamente Dios o aquel que lo re­presenta; y ese lavacro con agua significa para ellos y nosotros la limpie­za de las lacras morales.

            Juan ya había bautizado a Cristo y había tenido la gran revelación del Espíritu acerca de él. “Aquel sobre el cual vieres descender en forma visible el Espíritu, Ese es.” Así que lanzó directa y decididamente su Testimonio, lo que tenía que anunciar, aquello para lo cual era nacido, a unos oídos taponados y no dignos de recibirlo:

            “–Yo bautizo con agua; en medio Vuestro está Otro, que vosotros desconocéis, que bautizará con fuego. Ese es el que ha de venir después de mí, que fue hecho antes de mí. Ése es más grande que yo, y en tal medida, que yo no soy digno ni de atarle los cordones del calzado.”

            Zás, aquí sí que la arreglamos –pensaron los fariseos–; éste es loco. Despreciaron a Juan y no aceptaron su bautismo precursorio, para mal de ellos, dice el Evangelio. Más tarde Cristo los pondrá en gran aprieto, refiriéndose justamente al bautismo de Juan.

            Veamos el otro episodio paralelo a éste. En el Templo, en una de sus últimas contiendas con estos hipócritas engreídos, exigiéndole ellos, lo mismo que a Juan, declinase “con qué autoridad haces esas cosas”, respondió discretamente el Cristo:

            “–Decidme vosotros antes, por favor: el bautismo de Juan ¿era de Dios o era [invención] de los hombres?”.

            Se cortaron; porque vieron que si respondían era de Dios, reconocían que Cristo tenía veramente autoridad; y si decían era cosa de hombres fanáticos, temían la ira del pueblo. “No sabemos”, dijeron.

            “–¡Entonces tampoco puedo deciros qué autoridad tengo yo!”.

            Parece un truco hábil de los usados por los “contrapuntistas” palesti­nos; y una “respuesta de gallego”, que dicen los catalanes responden pre­guntando; y lo es en efecto. Pero es más que eso: es responder implícita­mente a la pregunta: “Si Juan el Bautista tenía autoridad de Dios, yo tengo autoridad de Dios.” Era responder y no responder, que es lo que cumple con los malintencionados.

            Con esta autoridad, el Precursor de Cristo comenzó desde entonces a denunciar a los fariseos, y a imprecarlos con la voz gorda; que es la única que quedaba para salvarlos, aunque tampoco los salvó por cierto. “Hijos de víboras, raza de serpientes, generación bastarda y adúltera ¿qué os habéis pensado? ¿Pensáis que habéis de poder huir de la ira de Dios que se aproxima?”. Juan denunció a los fariseos como los peores corruptores de la religiosidad; denuncia que había de retomar más tarde Jesucristo en pleno y en gran estilo.

            El es la sífilis de la religión, y el peor mal que existe en el mundo. Es el pecado contra el Espíritu Santo”. Tanto que algún Santo Padre ha predicado que los únicos que van al infierno (es decir, que de hecho se condenan) son los fariseos; y que eso significaría el dicho de Cristo: ese pecado no tiene perdón en esta vida ni en la otra”, proposición que yo no suscribiría, porque realmente no sé en absoluto quiénes están de hecho en el Infierno, como pretendió saber Dante Alighieri Ni nadie lo sabe. Recuerdo cuando yo estaba por hacerme cura, el párroco de mi pueblo, un piamontés nombrado Olessio, me dijo: “Apruebo tu determinación; pero te prevengo que el infierno está lleno de curas...” Ni él tampoco sabía nada, por cierto.

            Tampoco sé si Juan el Bautista fue el santo más grande que ha existi­do, mayor que San Francisco, San Pablo y San José. Esa discusión no interesa.

            Los jesuitas creen que el santo mayor es San Ignacio; los dominicos que fue Santo Domingo, los españoles que fue Santa Teresa; los franceses Juana de Arco, y en un pueblo andaluz que se llama Recovo de la Reina, cuyo patrono es San Pantaleón, creen que el santo mayor de la corte ce­lestial es el



                        Glorioso San Pantaleón

                        Santazo de cuerpo entero

                        Y no como otros santitos

                        Que ni se ven en el suelo...



            El Pae Polinar creía de buena fe, como narra Pereda, que los santos más grandes del mundo, después de Nuestra Señora, eran los Santos Mártires de Santander, Emerencio y Torcuato. Lo que interesa no es saber cual fue el santo más grande –todos son los más grandes cada uno en su linea, como todas las obras maestras–, sino llegar a contarse entre ellos, aunque sea como el más pequeño.

            Juan el Bautista fue el santo más grande del Antiguo Testamento, pe­ro el santo más chico del Nuevo Testamento es mayor que él, dijo Cris­to, si quieren saberlo. Y con eso basta.





DOMINGO CUARTO DE ADVIENTO

[Lc 3, 1-6] Lc 3, 1-6



            El tercer evangelio dominical acerca de Juan el Bautizador es el comienzo de Lucas III, y contiene solamente la marca cronoló­gica y los dos primeros temas de la predicación de Johanan. Lucas marca solemnemente este acontecimiento, nombrando a todas las autoridades, como hacían los romanos: 5° año del Imperio de Tiberio; Procurador de Judea, Poncio Pilato; Tetrarca de Galilea, Herodes; Tetrar­ca de Iturea, Felipe su hermano; y de Abilina, Lisanias –con el cual Li­sanias hallan dificultades los historiadores–; bajo los Pontífices Caifás, y Anás su suegro, que aunque pontífices había uno solo, todos sabían que el que mandaba realmente era el suegro, o mejor dicho, toda la familia... Esta indicación sirve mucho a los eruditos para determinar la difícil cronología de los hechos evangélicos; y como el fin de San Juan está bien marcado en la Segunda Misión Galilea de Cristo, es decir, en su se­gundo año, sabemos que la misión y la vida de Juan fue muy corta y que murió de la misma edad de Cristo, cerca de octubre del año 32; de nues­tra cronología, el 26.

            Juan le llevaba seis meses de vida a su primo Jesucristo. “Et Sic sextas mensis est illi, quae vocatur sterilis”. San Lucas reporta el nacimiento y la vocación del Bautista en un capítulo lleno de movimiento lírico-dramá­tico, que termina con el Cántico de Zacarías, joya de la lírica hebrea. Hi­jo del milagro, Juan nació de una mujer estéril y un varón anciano; y el Ángel Gabriel anunció de antemano el suceso a su padre; el cual dudó de la visión, en castigo de lo cual quedó mudo. Estaba el Ángel de la Anunciación a la derecha del altar del incienso; y anunció al sacerdote Zacarías la gloria futura de su hijo, mientras la plebe afuera oraba en masa y se extrañaba de que el Sacerdote se demorara tanto.

            “Nacerá para alegría de muchos, no beberá vino ni grapa, y será lle­no del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre”. No beber vino era señal de ser essenio, una especie de ermitaños o monjes que no se corta­ban el cabello, no tocaban un arma, guardaban continencia voluntaria y vivían oración y penitencia para implorar la venida del Mesías y pre­pararse a ella. El historiador Josepho narra de los essenios varias cosas raras y aun ridículas, al lado las otras que dije; que pueden ser verdad, o pueden ser de esas cosas inventadas que en todos los tiempos el vulgo dice de los “frailes”. El Evangelio dice que el hijo de Zacarías y Elizabeth desde muy niño movido por el Espíritu Santo se fue al desierto; y por ende fue essenio, porque en el desierto, de niño no pudo haber vivido so­lo, ni lo permitieran sus padres. En el Medioevo los chicos se escapaban de su casa para meterse en los cluniacenses, cuando predicaba San Ber­nardo. Y en nuestros días, en la India pasa a veces lo mismo, según lee­mos en el... Reader Digest. Puede que sea verdad.

            En el desierto vivió de langostas y miel silvestre: en Oriente (en las Filipinas hoy día, por ejemplo) comen las langostas; pero son allá unos bichos diferentes de los nuestros, más grandes y más sabrosos; y también diferentes de las langostas de Chile”[8]. Las secan al sol y las mascan co­mo maní, o semilla de girasol. Después de eso no sabemos más del niño prodigio, hasta que aparece como un meteoro “en toda la comarca del Jordán”.

            Cerca de los 32 años, “se hizo la voz de Dios sobre él”; y él cayó co­mo un león a bramarla ante las gentes de Judea. Su boca estaba llena de las palabras más agrias de los profetas: “Raza de víboras - generación adúltera - corazones de piedra - falsos hijos de Abraham - árboles sin fruto buenos para el fuego - árboles muertos listos para el hacha.” La muchedumbre quedaba tocada: “Cuando venga el Mesías no lo recono­ceréis por vuestras maldades; pero Dios puede convertir las piedras éstas en hijos de Abraham.” “–¿Qué debemos hacer?”. Juan se ablandaba en­tonces y les imponía los mandatos de la ley natural, antes que las obser­vaciones vanas y las inútiles excrecencias de la moral talmúdica. Asombra la lenidad de los preceptos de Juan al lado de la acidez de su dogmática. Los que son austeros consigo mismos, suelen ser dulces para con los demás; y viceversa.

            “Los soldados le preguntaban: Maestro ¿qué haremos? y él respondía: “No andéis pidiendo aumentos de sueldo y no seáis prepotentes””. Se ve que los militares han sido siempre los mismos. A los cobradores del go­bierno les decía: “No andéis sacando coimas”; y a la muchedumbre en general: “Haced limosnas por poco que algo os sobre.” De aquí sacaron los Santos Padres que la limosna es el mejor medio para la expiación de los pecados, no más que la oración, pero más que el ayuno. Y después los bautizaba con el “bautismo de Juan”, el bautismo preparatorio o provisorio.

            San Juan imponía a la gente simplemente su deber profesional, el de­ber de estado que se llama; y no se puede dudar que estaba muy acertado, porque el deber de estado resume en sí todos nuestros deberes. “Las mu­jeres se salvarán por la crianza de sus hijos”, dice San Pablo: es su deber profesional. Si no eres buen obrero ¿cómo serás buen hombre? Y si no eres bueno a manejar tus manos ¿cómo ordenarás tus pensamientos, que son mucho menos obedientes? Ustedes encontrarán tipos que son “muy religiosos”, y no son buenos hijos o buenos vecinos o buenos ciudadanos; bien: no son muy religiosos. También se encuentran “buenos religiosos” que son malos profesores, malos predicadores, malos escritores –o malas enfermeras o maestras –: no creo que sean muy buenos frailes. Un buen fraile que escribe, lo menos que puede hacer es aprender a escribir; si no, que no escriba. Agarran a un fraile buenazo y corto y lo hacen Su­perior de un convento: como hombre es un santo y como Superior una porquería. Para hacer un buen ángel, primero hay que hacer un buen hombre, decía San Francisco de Sales. Agarran a un resto del suburbio y de golpe quieren hacerlo un sacerdote del Altísimo a fuerza de devociones; y no les sale. Salen “fetos con alas”, como decía Don Orione. Primero de leer la Imitación de Cristo hay que aprender la Ética a Nicómaco.

            Contra todas estas macanas militaba San Juan Bautista. Que cada cual comience por hacer bien su oficio. Al rey Herodes, que cayó allí con su comitiva, de curiosón no más, a ver cómo era aquello que toda la gente hablaba, no le dijo que hiciese bien su oficio de rey, pues todos sabían que no era rey sino de mojiganga. Le dijo una cosa casi suicida: “No te es lícito cohabitar con la mujer de tu hermano.”

            Preparado Herodes por este disgusto, los fariseos tuvieron juego fácil para hacer encanar a Juan por “perturbador”; y la mala hembra para hacerlo decapitar. En los sótanos del Palacio de Makeronte, el Tetrarca de la Judea solía ir a conversar con el eremita: le molestaba lo que oía, pero lo oía; lo cual ya es algo; pero Herodías la mala hembra no le per­donaba la condena de sus amores incestuosos. Toda esta familia de los Asmoneos era un desastre: aristocracia en decadencia, refinada pero muelle. Herodes Antipas había vivido en Roma, era ami­go del Cesar, tenía un barniz de cultura griega y de ente­reza romana sobre su oblicua y astuta alma de asiático; y los romanos lo tenían allí en un palacio de jaspe y sedas como pantalla para tener quietos a los judíos con la ilusión de que eran “nación” puesto que allí estaba su “rey”: estos romanos eran los ingleses de aquel tiem­po; y este rey fantoche no hacía más que emborracharse y cobrar impuestos. Tres veces al año caía sobre los míseros campos de Galilea el gusanón de tres cabezas: los impuestos de los romanos, los impuestos de Herodes y los impuestos del Templo, por medio de los implacables publicanos o cobradores oficiales. Los campesinos de­cían: “la cosecha se libró del gusano; pero no se librará del gusanón”.

            Herodes dio una gran fiesta en su cumpleaños a todos los notables de la ciudad y se emborrachó: éste cumplía años casi todas las semanas, como Parreño el guitarrero: y allí pereció San Juan Bautista, ofrenda al despecho, a la lujuria y a la frivolidad. Esta fiesta sanguinosa ha tentado la pluma de los escritores, músicos y pintores románticos: Oscar Wilde escribió con ella un drama para Sarah Bernhardt tan lleno de colores, gemas y lentejuelas como el salón regio de Herodes o más; es vistoso y agra­dable de leer pero bastante disparatado. Flaubert escri­bió una noveleta, también romántica, y muy exótica y palabrera. Y después el músico Strauss, y varios otros.

            La narración evangélica es más fuerte que todas las variaciones románticas acerca de la Primera de las Vam­piresas. Salomé, hija de Herodías bailó delante del ebrio y lo dejó fascinado; que le prometió con juramento allí mismo la mitad de su reino (¿Qué reino?). Ella, movida por su madre, le pidió la cabeza de San Juan Bautista. Salomé no sería como la pinta Oscar Wilde, pero cierta­mente era una depravadita: le faltó tiempo para obedecer el consejo nefando “apresuradamente”, dice el Evange­lio. qué angelito de polleras cortas! El rey diletante “se contristó” porque tenía de San Juan Bautista un miedo supersticioso; más tarde, cuando oirá hablar de los mila­gros de Cristo, se asustará y dirá: “¡Ese es Juan el pro­feta que ha resucitado!”. Más tarde aún, mandará a bus­car a Jesucristo y Este se negará a visitarlo diciendo: “¿Qué tengo que ver yo con esa raposa vieja?”. Más tarde todavía, el Viernes Santo, pedirá al Mesías atado delante de su cara granujienta que “le haga un milagro cualquiera... para ver”; y el Salvador bajará la cabeza sin contestar una palabra. Poco más tarde, morirá como un perro agusanado.

            Mas ahora estaba en su gloria, delante del Pontífice Caifás, del Centurión de !a Antonia, y de la flor de los saduceos. Había jurado y tenía que cumplir. El verdugo bajó al sótano y trajo en un plato argentino la cabeza sangrienta del Precursor de Cristo; y Herodías y Salomé quedaron servidas.

            Como la de Cristo, delante de ese cubil de afeminados, a boca de Juan estaba ahora muda; pero él había dicho su palabra, desde los días de Aenon‑en‑Salim hasta ayer. Sin ninguna ilusión acerca de lo que podía esperar de su regio oyente, había despachado hacia Cristo defini­tivamente a sus discípulos, que lo seguían incluso en la cárcel con un entusiasmo un poco brasilero. Tenían disputas con los nuevos discípulos de Cristo; y así fueron, cuando todavía bautizaba en las Fuentes (Aenon) cerca de Salim, y le dijeron al Precursor: “Maestro, aquel que estaba escuchando y al cual Tú bautizaste en la ribera, ahora bautiza El –lo cual no era exacto– y todos corren detrás de El. ¡Qué hacemos!. Juan respondió: “Nin­gún hombre tiene autoridad, sino hasta donde se la da el cielo. Vosotros mismos deberéis testimoniar que yo dije que no soy el Mesías, sino mandado como delantero. El que posee la Esposa, ése es el Esposo; el amigo del Esposo [el “padrino”] se alegra sí, pero con la alegría del Esposo; y esa alegría me ha sido dada, y pronto será completa. El es menester que crezca, yo que disminuya. El que viene del cielo está sobre todo; el que sale de la tierra es terreno y habla terrenidad. Pero Aquel que vino del cielo está sobre todos: El ha hablado de lo que conoce, ha testimoniado lo que ha visto; y no quieren recibir su testimonio, peor para ellos. El que recibe su testimonio, se da cuenta de golpe de que Dios dijo ver­dad, por los profetas. Mas el Enviado de Dios habla las palabras de Dios, porque tiene el Espíritu de Dios sin medida en pleno. El Padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en su mano. El que cree al Hijo, tiene la vida eterna; mas el que no cree al Hijo, no verá la vida eterna; y la ira de Dios morará sobre él”.

            Este fue el testamento de Juan. Ya no dice sólo que Cristo es el Mesías, sino que afirma claramente su Divi­nidad, desde el fondo admirable de su tremenda humil­dad: “Yo soy un hombre terreno, ya os he dicho que no soy el Mesías; pero yo profetice al Mesías”.



                        Bendito el Señor Dios de Israel

                        Que visitó y redimió a su pueblo

                        Y levantó un bastión de salud

                        En la casa de David su hijo.

                        Como habían hablado por boca de los santos

                        Desde lejanos siglos sus profetas.

                        La salvación contra nuestros enemigos

                        De la mano de todos los que nos odian

                        Para hacer merced a nuestros padres

                        Y acordarse de su testamento santo.

                        El juramento de nuestro padre Abraham

                        Que El juró nos había de dar.

                        Para que intrépidos, liberados de enemigos

                        Le sirvamos en limpieza y justicia

                        Delante de él, todos los días nuestros.

                        Y tu, niño mío, serás llamado profeta del Altísimo

                        Irás ante la cara de Dios a preparar sus vías.

                        A dar la ciencia salvífica a su plebe

                        La ciencia que remite los pecados.

                        Por las entrañas piadosas del Dios nuestro

                        Su corazón que nos visitó desde lo alto

                        Para iluminar a los sentados en la sombra de la muerte

                        Para enderezarnos los pies por el camino de la paz”.



            Éste es el cántico de Zacarías. No parece el canto de un mudo y es que ya no lo era más: este canto le des­trancó la boca; y ningún poeta ha celebrado mejor a San Juan el Bautista, confesor, profeta y mártir.





EVANGELIO DEL NACIMIENTO

[Jn 1, 1-14] Jn 1, 1-18



            En la noche de Navidad la Iglesia lee en las dos primeras misas la mitad del Capítulo II de San Lucas; y en la ter­cera, el Prólogo del Evangelio de San Juan, que se lee también al final de todas las misas del año. En San Lucas están los pormenores tan conocidos del nacimien­to del Salvador, que el arte cristiano ha popularizado en todo el mundo.          

            Primero está marcado el tiempo: fue en el tiempo del gran Censo o empadronamiento general ordenado por Augusto César en todo el Imperio; y en la Siria –de que era gobernante–, por el Propretor Quirinius en el año 42 del César[9]. Por este orden, debió bajar de Nazareth José con su esposa encinta a la ciudad‑cabeza Bethleem, patria del Rey David, de quien ambos descendían; para que se cumpliera la Escritura:



                        Mas tu, Bethleem de Ephratah

                        pequeña entre los millares de Judá,

                        De ti me saldrá el que señoreará a Israel

                        y su origen de muy antiguo,

                        de Los días de mayor antigüedad.

                        El Jahué los entregará [a los judíos] hasta el tiempo

                        en que la que ha de parir parirá

                        y los demás hermanos volverán a Israel.

                        Y se robustecerá con la fortaleza de Jahué

                        con la majestad del nombre de su Dios Jahué

                        Y entonces habrá seguridad

                        porque su prestigio irá hasta los fines de la tierra

(Miqueas V, 1-3)



            Dante Alighieri dice muy alegre que Cristo es romano, porque eligió nacer en el Imperio Romano y obedeciendo a una orden del Emperador... Sí, nació en el Imperio para pagar un nuevo impuesto, y para no encontrar una alcoba donde nacer; y al fin de su vida, los soldados imperiales lo crucificarán. Cristo es de todo el mundo, así como antes de encarnarse no era deste mundo. Pareja­mente el P. Lombardi dice que Dios ha prometido a Italia el “primado religioso” en el mundo, porque los vicarios de Cristo viven en Roma. Son cuentos; cuentos patrió­ticos, como el del negro Falucho... un negro que no existió.

            El lugar fue una caravanera y un pesebre. “Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre; porque no había para ellos lugar en la posada”. No hubo para Cristo recién nacido ni un cubículo de fonda; y este rasgo asombroso y de tan gran patetismo está puesto por Lucas de paso, en una frase incidental. ¡Si habrán decantado sobre él los predica­dores!

            Cristo quiso nacer en la mayor pobreza, quiso hacemos ese obsequio a los pobres. La piedad cristiana se enter­nece sobre ese rasgo y hace muy bien; pero ese rasgo no es lo esencial de este misterio: no es el misterio. El misterio inconmensurable es que Dios haya nacido. Aun­que hubiese nacido en el Palatino, en local de mármoles y cuna de seda, con la guardia pretoriana rindiendo honores, y Augusto postrado ante El, el misterio era el mismo. El Dios invisible e incorpóreo, que no cabe en el Universo, tomó cuerpo y alma de hombre, y apareció entre los hombres, lleno de gracia y de verdad; ése es el misterio de la Encarnación, la suma de todos los mis­terios de la Fe. Bueno es que los niños se enternezcan ante las pajas del pesebre, la mula y el buey; que los poetas canten:



                        Caído se le ha un clavel

                        Hoy a la Aurora del seno

                        ¡Qué glorioso que está el heno!

                        Porque ha caído sobre él.

                        .........................................

                        Las pajas del pesebre

                        Niño de Belén

                        Hoy son flores y rosas

                        Mañana serán hiel;



y que los predicadores derramen lágrimas sobre la po­breza del Verbo Encarnado; pero los adultos han de hacerse capaces de la grandeza del misterio y han de espantarse no tanto de que Dios sea un niño pobre, sino simplemente de que sea un niño.

            La herejía contemporánea, que consiste en una especie de naturalización del dogma, no tiene inconveniente en celebrar la “Fiesta de la Familia” y en enternecerse ante el “niño divino”; con tal que sea divino como todos los otros niños son “divinos”. El cristiano debe estar atento: no es un niño como los otros niños. El profeta Miqueas dice en el mismo capítulo del nacimiento:



                        Aquel día te quitaré los caballos

                        dice Jahué, y destruiré tus carros

                        Y abatiré las ciudades de tu tierra

                        y arruinaré todos tus fortines

                        Y te quitaré de las manos las hechicerías

                        y no habrá cabe ti agorerías

                        Destruiré tus ídolos y tus cipos

                        y no te postrarás ante la obra de tus manos

                        Y arrancaré del medio tus lucos sacros,

                        y derribaré tus árboles idolátricos.

                        Y en ira y furor haré venganza en tus gentes

                        que no quisieron escucharme.



            Los paganos de hoy celebran “el día del Niño” y des­pués se vuelven a sus espiritismos; cuando no lo celebran con hechicerías o con excesos paganos o animales. El cristiano celebra la Noche‑Buena con santa alegría, pero con profundo sobrecogimiento.



                        Os anuncio una gran alegría

                        Que será para todos los pueblos:

                        Hoy os nació en la ciudad de David

                        Un Salvador, el Mesías y el Señor.

                        Y ésta es la señal: encontraréis un niñito

                        envuelto en pañales

                        y reclinado en un pesebre,



dijo el Ángel a los pastores.

            El acontecimiento de los acontecimientos fue anuncia­do antes que a todos a unos pobres pastores que velaban en tomo de una hoguera en la noche helada. Ellos cre­yeron, y corrieron, y hallaron “lo que el Señor les había hecho saber”; aunque al ver al espíritu luminoso “te­mieron grandemente”; mas no pudieron temer al rey de los ángeles hecho niño pequeño. Ellos fueron los pri­meros ciudadanos del Reino, y sus primeros evangelistas. Ellos presenciaron el júbilo de los “ejércitos celestiales” sobre la caravanera, después de María y José, y antes que los Magos. Salieron contando el suceso y hubo pas­mo y una gran esperanza entre la pobre gente. “Pero María conservaba todas estas palabras rumiándolas en su corazón”. De ella sin duda las obtuvo muchos años después el médico griego meturgemán de San Pablo llamado Lucas, el evangelista de la niñez de Cristo y de la virginidad de María, de quien se dice también que hizo una pintura de Nuestra Señora; porque era tan mal médico y mal pintor como excelente “recitador”.



                        Tunc prius ignaris pastoribus ille creatus

                        Emicuit, quia Pastor erat. ..,



canta el poeta latino Sedulius:



                        Por eso primero que a todos a pobres pastores

                        Mostróse; porque era Pastor....



            La palabra “primogénito” que pone San Lucas, ha dado pie a muchos herejes (Joviniano, Hevidio, Ebión y Euno­mio; así como algunas sectas protestantes) para aseverar que la Santísima Virgen Nuestra Señora tuvo después de Cristo otros hijos; cosa que reproduce el judío Schalom Asch en su pesado novelón que como “historia de Cris­to” escribió con el título de El Nazareno. Pero la pala­bra griega protótokon significa tanto primogénito, como unigénito, según los peritos. Es como la palabra prime­riza que usan los libros de Medicina, que se refiere al primer parto sin determinar si es único; o uno seguido de otros.

            El cántico de los ángeles sobre el khan de Belén (“Glo­ria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”[10]) ha sido traducido diversamente y dado pie a muchas discusiones. La traducción más exacta es:



                        Gloria

                        en el cielo

                        a Dios; paz

                        en la tierra

                        a los hombres del beneplácito.



            Tés eudokías significa en griego a los hombres bien enseñados; es decir, a los creyentes; de los cuales los primeros fueron los Pastores; que si fueron tres pastores –como dice San Agustín– o doce pastores –como dice Teofilacto– no lo sabemos.

            San Lucas dice que María “dio a luz su hijo, lo fajó y lo reclinó en el pesebre”, sin ayuda de obstétricas o comadronas: el nacimiento de Cristo fue milagroso y virginal. “Los pañales –escribe San Cipriano de África– están en lugar de las púrpuras, y las fajas en lugar de las holandas de los reyes. La misma madre que da a luz es la obstetriz que presta al recién nacido sus cuidados: lo toca, lo abraza, lo besa, lo amamanta; todo ello inun­dada de gozo. No hay en este parto dolor ni lesión alguna... Por sí mismo se desprendió del árbol este fruto maduro”.

            La tradición del pueblo cristiano ha retenido desde los primeros tiempos que había en el khan de Belén una mula y un buey: los Santos Padres antiguos se han com­placido en aplicar a los dos humildes animales el ver­sículo de Isaías, I, 3: “Conocerá el buey a su dueño - Y el asno el pesebre de su Señor”. La tradición española tiene que San José llevaba el buey para pagar el tributo al Déspota Imperial, y la mula para cabalgadura de Ma­ría; puesto que de Nazareth a Belén hay cuatro días de camino a pie. El bueno de Maldonado se opone a esta tradición, diciendo que si tenían una mula no eran tan pobres, y no les hubieran negado lugar en la fonda. Pero ¿no se puede ser pobre y tener una pobre mula?

            Para mí que la mula fue prestada.

            Y así pasó esa noche que habría de ser recordada como Buena por excelencia en todo el mundo por siglos sin fin, sin que nada pasara en el mundo fuera de un movi­miento de pastores y una nueva estrella desconocida que vieron tres astrónomos caldeos en el cielo de Oriente. El Verbo de Dios se hizo hombre, y los periodistas de aquel tiempo no se enteraron de nada. Pasó la noche y vino el Alba y un nuevo día. “Caído se le ha un clavel - Hoy a la Aurora del seno...”.

            “Y pecaron los hombres como todos los días”, dijo el poeta Paúl Fort. Esto se puede poner en verso ¿por qué no? por lo menos para no aparecer como enemigo de los “villancicos”.



                        Hoy ha nacido un niño y hay un gran parabién

                        Hay cánticos de ángeles y hay luces en Belén.

                        Hoy ha nacido un niño: una mula lo aceza

                        Un obrero lo adora y una virgen lo besa.

                        Hoy ha nacido un niño; y unos pobres pastores

Vienen de prisa a verlo con corderos y flores.

Gloria a Dios en los cielos, paz a los que han creído

                        ¿Cuál pensáis será el nombre de este recién nacido?

                        Paz a los que han creído y a los que han de creer

                        ¿Quién pensáis será Este nacido de mujer?

                        Hoy ha nacido un niño muy antiguo de días

                        Más que el Hermón nevado con su testa de armiño

                        Que viene de las últimas místicas lejanías

                        Hoy ha nacido un niño y es Dios que se ha hecho niño

                        Y pecaron los hombres como todos los días.



            El pueblo judío era un buey pesado y bruto; y era cabezudo como una mula y tan ignorante y mistificado como el pueblo argentino: tenía que haber pensado que si Dios se hacía hombre –si se realizaba en el mundo la perfección de la Humanidad en un hombre– ese hombre iba a pasar desapercibido, y que había que abrir bien los ojos. Así que el buey reconoció a su Señor; y el Pueblo Elegido pasó la Noche Buena como todas las otras noches; y sigue pasándola.





[1]Comienzo del ano litúrgico.

[2]De Civitate Dei, XX, 19.

[3]Egipto figura de la capital opresora, sea cual fuere. Ver Apokalypsis XI, 8.

[4]Daniel dio una cifra exacta, aunque referida a una cronología convencional. y los exegetas difieren en la aplicación de esa cifra.

[5]La señora Julia de Seydell me advierte amablemente que el inciso “Oídle a él” no está en el Bautismo de Jesús sino en la Transfiguración (Mateo XVII, 1, Marcos IX, 1 y Lucas IX, 28). Reconozco que es así, para ser enteramente exacto.


[6]Cuando se escribió esta homilía, acababa de acontecer en Buenos Aires el epi­sodio de “la quema de las iglesias”, que fue imputado oficialmente a “los comunistas”.

[7]Algunas Biblias modernas puntúan diferentemente la frase del Bautista, en esta forma: “Yo soy la voz que grita: “En el desierto preparad los caminos”., etcétera” (Nota del Pbro. Villaamil).

[8]Es posible que Juan el Bautizador haya comido algarrobas –como los pobres en el Sur de España–; porque hay una especie de acacia que da unas vainas harinosas, al cual los ingleses llaman locust-tree o árbol de langostas, según me informa don Jorge Pereda. Pero el texto griego dice simplemente “langostas”.

[9]Según las fechas que pone Josefo en sus Antiguedades Judaicas, el Propretor Cirino o Quirinus fue enviado a hacer esta “capitación” de la Siria, muerto ya Herodes y desterrado a las Galias su hijo Arquelao; lo cual pone una discrepancia de 11 años con la cronología de Lucas. Lo probable es que Flavio Josefo haya confundido las fechas más bien que Lucas. Otros resuelven la dificultad diciendo que había dos legados de Augusto, uno para el empadronamiento y otro jefe del ejército: Saturnino y Quirino; y que Lucas nombró solamente a Quirino, como al jefe principal, omitiendo a Saturnino, que es el legado mencionado por el historiador judío.


[10]Vulgata latina.