domingo, 27 de septiembre de 2015

LA VIGENCIA DEL DRAMA


LA VIGENCIA DEL DRAMA



 
 [He visto reproducido un artículo tomado  del libro de reciente aparición del Sr. Caponnetto, Francisco. Antología. Significativas declaraciones de personalidades del mundo católico sobre el actual pontificado (Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2015).Con el autor, hay que decirlo, no estamos plenamente de acuerdo en su interpretación del drama y de sus alcances. Lo hemos visto en el blog In Expectatione en donde puede leerse la lectura íntegra. Éste es el texto extractado que llama la atención por su acierto y por añadidura por estar escrito con la cortada pluma del autor. El extracto lleva el título siguiente que le cae a maravilla:

La vigencia del drama.

No escapará a la acuidad del lector, que hemos comenzado considerando este misterio de un Pedro llamado Satanás por Cristo, precisamente porque creemos que la descorazonadora historia se está repitiendo hoy. Con Francisco como protagonista y responsable del trance escandaloso, usando el término en su sentido más apropiadamente teológico.
Dos años largos corren ya de su pontificado y la crónica de la desolación acrece día a día. A veces, sin hipérbole, hora tras hora de una misma jornada. Son muchos los católicos autorizados y contritos –perplejos sino atónitos- que llevan la crónica de sus desafueros doctrinales, de sus juicios erráticos, de sus enseñanzas equívocas, de sus heterodoxias múltiples, de su predicación heretizante, de su sincretismo extremo, de su irenismo atroz, de su liturgismo horizontalista, de su ecumenismo nivelador, de su humildad sobreactuada. Sí; también esto último. Porque es de suponer que de San Ignacio debió captar que el primer grado de la humildad[9] es el martirio causado por ir contracorriente del mundo, a causa de no querer pecar. Y no llevarle un emparedado a un soldado de la Guardia Suiza, mientras decenas de cámaras registran y publicitan el inusual episodio.
Son muchos -e insistimos, ya no feligreses de a pie o rebeldes destemplados, sino representantes de la mejor intelectualidad católica, del resto fiel de la Jerarquía y de bautizados leales- los que no pueden salir del desconsuelo y del asombro, y aún, en ocasiones, de la indignación, al constatar el pertinaz desapego por la Verdad que manifiesta el Obispo de Roma. Sea que hable de Dios, de cristología o de eclesiología; de los novísimos o de la gracia; del judaísmo, de las religiones falsas y hasta de las sectas, de los consejos prácticos para el buen vivir y aún de moral conyugal; de cuestiones fundamentales y básicas de la familia, del vicio nefando de la sodomía; del pecado en general, de los sacramentos, de la educación y de la vida religiosa. Todo; absolutamente todo lo que roza, con una facundia sin pausas para el silencio engendrador de la palabra luminosa, lo aborda dejándonos el regusto amargo del yerro, o del límite con el dislate, o de la innovación confusa, o de la disolución dogmática, o del contubernio con los enemigos de la Fe, o de la insolvencia intelectual, o –digámoslo todo- de la insensatez y la herejía.
Puede violentar esto último, y a nosotros mismos nos lacera escribirlo. Pero ocurre que el 23 de mayo de 2015, la diócesis de Phoenix, en los Estados Unidos de Norteamérica, convocó a una jornada de encuentro y oración con pastores de grupúsculos evangélicos –de los mismos que Francisco no trepida en recibir bendiciones con gestos de inclinación o de genuflexión plena- y a los escasos minutos de hacer uso de la palabra sostiene que “le viene a la mente decir algo que puede ser una insensatez o una herejía”. Y lo que dice,en efecto, mezcla inarmónicamente ambas cosas. Compruébelo quien lo desee[10].
Pero aunque nada de esto hubiera proferido, el sentido común reclama sus fueros para preguntarse entre quebrantos: ¿qué hace entreverado con cismáticos de larga y penosa data, ofreciéndoles unidad de sangre, juntura fraterna y unciones reverentes, quien se supone que debería estar allí para convertirlos, testimoniando la Fe Verdadera, fuera de la cual no hay salvación? ¿Cómo es posible que, con acento urgido, les proponga la convivencia de credos, confrontando dialécticamente a los teólogos con el Espíritu Santo, porque “si esperamos que los teólogos se pongan de acuerdo, la unidad recién se va a lograr al día siguiente del Juicio Final”? ¿No tiene acaso esta referencia parusíaca un parafraseo paródico del ut unum sint pronunciado por Nuestro Señor (Jn. 17,11-19)? ¿No confía él mismo en teólogos como Kasper, a quien pondera de modo ostensible, sin reparar en que no pocas de sus páginas están totalmente reñidas -esas sí- con los dones del Espíritu Santo?
¿Cómo es posible que indistinga a sabiendas a “evangélicos, ortodoxos, luteranos, católicos, apostólicos”, como indistinguió a “Jesucristo, Mahoma, Jehová, Alá [pues] estos son todos los nombres utilizados para describir un ente que claramente es el mismo en todo el mundo”?[11] ¿Cómo es posible, al fin, que si constata que le viene a la mente algo que puede ser insensatez o herejía, no sólo no reprima o controle sus dichos en atención a su grave investidura, sino que no ofrezca después la reparación de la ortodoxia y de la definición firmísima? Por el contrario, y él mismo lo ha dicho, parecería disfrutar retratándose “medio incosciente”, con una “inconsciencia que lleva a veces a ser temerario”[12].¿No se da cuenta de que, cada vez que habla, tienen sus voces una resonancia universal, por razones obvias y aún pese a sí mismo, y que no puede darle a sus comentarios el tono de esas charlas de café, a las que aludía Ramón y Cajal?[13].
Ni el mismo Sacramento de la Eucaristía lo detiene en su temeridad de hablar “lo que le viene a la mente”, sin medir las consecuencias de cuanto dice. Nos lo hacía notar uno de nuestros entrañables maestros mientras redactábamos estas líneas. En el Angelus de domingo 7 de junio de 2015, Festividad de Corpus Christi, sostuvo Francisco que “con este gesto[el de tomar el pan y decir ‘esto es mi cuerpo’] Cristo le asigna al pan una función que no es más la de un simple alimento físico sino la de hacer presente su Persona en medio de la comunidad de los creyentes”. Si lo que cambia es la función; la función o potencia para la operación pertenece a la categoría de accidente, no a la de substancia. Ergo, las palabras de Cristo –y la de los sacerdotes que las repiten en tanto alter Christus- no obrarían un cambio de substancia o transubstanciación, sino un cambio meramente accidental. Nada más y nada menos que lo contrario de lo que enseñó la Iglesia durante veinte siglos.
Para mayor confusión agregó Francisco en la misma homilía de Corpus que “el Cristo que nos nutre bajo las especies consagradas del pan y del vino, es el mismo que nos viene al encuentro en los acontecimientos cotidianos; está en el pobre que tiende la mano, está en el sufriente que implora ayuda, está en el hermano que demanda nuestra disponibilidad y espera nuestra acogida”. No son homologables estos modos de presencia real de Nuestro Señor –el sociológico y el sacramental, digámoslo así- pues ninguno de aquellos modos, por valiosos que sean y lo son, pueden parangonarse con la Eucaristía. Para comprender cuanto decimos ni a Trento o a Nicea hay que remitirse, ni a ninguno de los autores “restauracionistas” frente a los cuales, ya se sabe, Francisco ha manifestado sus reticencias. Baste releer la Mysterium fidei de Paulo VI.
Por si no fuera ya demasiado abrumador el panorama descrito, el mundo acaba de celebrar gozoso la aparición reciente de la Laudato si, la carta encíclica de Francisco subtitulada sobre el cuidado de la casa común. El respeto intelectual y la humana prudencia invitan a no despachar en un párrafo liviano lo que debería ser objeto de cuidadoso análisis. Lo admitimos. Como admitimos también, de buen grado, los aspectos lúcidos y veraces que el texto contiene y ofrece. Pero si se nos permite un juicio en epítome, movido por la perentoriedad, el mismo no puede sino ser altamente negativo y angustiante.
Porque más allá de las jocosidades que el documento ha suscitado –al ocuparse de cuestiones baladíes como el uso de los calefactores o el apagado de las luces innecesarias-; más allá incluso de las obviedades presentadas como grandes categorizaciones científicas, y de las concesiones múltiples a la semántica gnóstica de las corrientes verdes emparentadas con la New Age. Más allá del sincretismo desolador que recorre sus páginas, todo indica que Francisco ha querido dar a conocer una especie de neo-cosmogonía, que ya no es, por cierto, la de la tradición católica.

En esta neo-cosmogonía la tierra resulta una madre cuasi deificada, frente a la cual pecan los hombres que la destratan o descuidan. La expiación y la redención de este pecado contra la tierra, exigen una conversión ecológica y un salvador ecológico. El cual –entre otros dones- deberá tomar las formas de una Autoridad Mundial, paterna, vigilante y correctora a la vez. Lo paródico vuelve recurrentemente por sus fueros en el magisterio bergogliano. Y aterra, para ser francos, hasta dónde puede avanzar este magisterio por el sendero de la paráfrasis, el simulacro, la mascarada o el remedo. ¿Cómo no llorar de desconsuelo y reír a la par de risa agitada y convulsa, al saber que la Iglesia viene de ser diagnosticada por los papas precedentes como la barca que hace agua por los cuatro costados o el lugar en que la cizaña parece prevalecer por sobre el trigo; y ante semejante desenlace, que bien puede ser un inequívoco signo parusíaco, el actual pontífice, en vez de preparar a los fieles para la Segunda Venida, tenga por deber prioritario advertirlos sobre los riesgos del calentamiento global o del reciclado del material plástico?
Se necesitaría la pluma y el genio de Rubén Darío para reescribir Los motivos del loboante la Laudato si. Porque en rigor, más incentivos al lobo que al buen pastor pueden proporcionar las páginas de esta extraña e inquietante encíclica.
Como lo anticipábamos antes, no conviene seguir con la crónica desgarradora de estos males en los que Francisco nos envuelve y arrastra. Y no porque no se necesiten cronistas de la crisis, o si se quiere, de la apostasía, sino porque parécenos más importante que registrar la letra de este mal enorme, el desentrañar su espíritu. Sólo así podremos abrigar la esperanza de hallar la salida.
Y ese espíritu que informa tamaño desquicio es el que explicamos al principio. El de un Pedro llamado Satanás, porque carece de una mirada sobrenatural de las cosas, porque busca conformarse primero a los hombres y al mundo que a Dios, porque lo mueve el sentimentalismo antes que la razón iluminada por la Fe, porque prevalece en él el extravío judaico al que se rinde y le rinde vasallaje; porque, en definitiva y por todo ello, se comporta como un estorbo y un tropiezo para Jesucristo.
Los argentinos tenemos además una involuntaria ventaja para sostener esta desgarradora hipótesis sobre Francisco. Ventaja sin mérito alguno, que a veces no atinan a valorar en su justa medida los observadores extranjeros, tomándonos por exagerados. No nos viene de ningún talento especial esta ocasional y no buscada perspicacia sobre la Iglesia y su actual pontífice, sino del simple hecho de conocer al personaje al desnudo, de entrecasa y durante largo tiempo. De conocerlo en su medio y en su real talante. Sólo para nosotros, por ejemplo, cobra un patético y aterrador sentido verlo al Cardenal Bergoglio recibir en la Santa Sede a la hez de la política y de farándula nativa. Y recibirlos a sus integrantes, no como a pecadores públicos a los que se reconviene con caridad y energía, sino como compinches de correrías pasadas, de amicales relaciones presentes y de trabajos futuros en común. Sólo para nosotros ese desfile impúdico de depravados vernáculos de todo jaez, nos llena el alma de una particular amargura, nos solivianta e irrita de un modo particularmente concreto y vívido. Porque ningún correctivo o pedido de enmienda hay para ellos, sino por el contrario, las ternezas de un compañerismo que irrita y subleva; el plebeyismo y hasta la vulgaridad en el trato, que han ganado triste carta de ciudadanía en estos lares argentos, y ahora vemos exportado nada menos que a Roma.