martes, 26 de mayo de 2015

San Martín, Doctrinario de la Política de Rosas:Jordán Bruno Genta


Publico este folleto del indigne patriota, asesinado por la guerrilla,   pues es indispensable acabar con la tiranía unitaria-liberal- marxista que ahora, tanto como  después de Caseros, ininterrumpidamente , está destruyendo nuestra Patria.
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San Martín, Doctrinario de la Política de Rosas

Jordán Bruno Genta

(Ediciones del Restaurador, Buenos Aires, 1950)



LA  LEYENDA  DE  LA  TIRANÍA



C

aseros es el primer triunfo decisivo de la política liberal en la Historia Argentina; no sólo extiende su influencia a todas las manifestaciones de la vida nacional, sino que logra imponer una gran falsificación de nuestra conciencia histórica para encubrir con la leyenda del tirano Rosas, la conducta desleal y oportunista de los emigrados, convictos y confesos de haber alentado la intervención extranjera y de haber negociado la desmembración del territorio; lo cual unido al oro que han recibido de los agentes imperialistas en pago de su inapreciable colaboración, configura la imagen siniestra de  los “reos de lesa Patria”, con la que ellos pretenden confundir a Rosas ante la posteridad.
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      Y esta falsificación de nuestra Historia nos engaña acerca de lo que somos y tenemos que ser; nos extravía irremediablemente el juicio sobre las cosas que debemos respetar y las que debemos temer. La Patria es la Historia de la Patria.

      ¿Qué sentido del patriotismo y de sus deberes pueden tener los jóvenes argentinos que frecuentan el magisterio de los doctrinarios de la traición?


      Leed y volved a leer esta respuesta de Alberdi a la pregunta sobre el deber argentino, con motivo del bloqueo francés del Río de la Plata, publicada en “El Nacional” de Montevideo, el 28 de noviembre de 1838:  “¿Estará el deshonor, entonces, en ligarse al extranjero para batir al hermano? Sofisma miserable. Todo extranjero es hombre y todo hombre es nuestro hermano”.

      O esta apología de la traición de la Patria que Sarmiento hace en Facundo, el más celebrado y difundido de sus libros; lectura obligatoria en nuestras escuelas públicas; “Los que cometieron aquel delito de leso americanismo, los que se echaron en brazos de Francia para salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en la orillas del Plata, fueron los jóvenes;: en una palabra, fuimos nosotros”. (IIIª parte, cap.2).

      Y la verdad es que estos doctrinarios de la traición, los jóvenes esclarecidos de la brillante generación  de Mayo, son mentores oficiales de la juventud argentina que los reverencia como a personalidades próceres y maestros de conducta civil, mientras Rosas continúa siendo “un reo de lesa Patria” y un monstruo moral.

      Es necesario que el defensor de la soberanía nacional sea execrado por los siglos de los siglos, a fin de que Urquiza, López, Mitre, Sarmiento y Alberdi, aparezcan revestidos con las acrisoladas virtudes del patriotismo y de la fidelidad.  Se trata de un fallo inapelable, de una sentencia definitiva, de un dogma secular que debe ser acatado en nuestras interpretaciones y valoraciones históricas. Nadie puede intentar la más leve  modificación de este prejuicio, consagrado por los más celosos partidarios de la variabilidad de todas las cosas. No hay como los declamadores democráticos de la Evolución Universal, para decretar inmutabilidades en el seno mismo de lo que cambia indefectiblemente.

      Dudar de la divinidad de Cristo es signo inequívoco de una mentalidad evolucionada y progresista; pero poner en duda la monstruosidad de Rosas es una aberración mental y un crimen inexcusable. Tal es el criterio de liberales y masones.

      Los medios que se emplean para asegurar y mantener esta gran falsificación de nuestra Historia, superan en vileza y cobardía a los que usaron para combatir a Rosas en el poder. El ensañamiento contra Rosas muerto es todavía mayor que el mostrado hacia Rosas vivo. No se retrocede ante ninguna valla; si es necesario se oculta o se tergiversa la misma evidencia. No se respeta no se considera en absoluto, el juicio más autorizado, si ese juicio reconoce el patriotismo, la prudencia y la honestidad de Rosas; no siquiera si es San Martín quien lo dice.

      Los mismos que estiman insuficiente la medida humana para exaltar a nuestro Gran Capitán y levantan altares laicos (grotesco  intento de entronizar la idolatría del héroe por odio a Dios), no le escatiman agravios toda vez  que declara su adhesión o le testimonia su gratitud argentina a Rosas. El panegírico se cambia en vituperio: San Martín es un viejo obcecado y reblandecido, un necio que habla con la suficiencia de los que no sabe o un padre agradecido por los favores dispensados a sus hijos.

      Sarmiento en su biografía del General San Martín  que figura en la galería de hombres célebres de Chile- Santiago, 1854, no vacila en mentir con su impavidez habitual, además de atribuir a la debilidad senil de San Martín su adhesión a la causa de Rosas:  “Nada de particular presentan los últimos años de San Martín , si no es el ofrecimiento hecho al dictador de Buenos Aires de sus servicios en defensa de la independencia americana que creía amenazada por las potencia europeas en el Río de la Plata. El poder absoluto del General Rosas sobre los pueblos argentinos no era parte a distraerle de la antigua y gloriosa preocupación de la independencia, idea única, absoluta y constante de toda su vida.  A ella había consagrado sus días felices, a ella sacrificaba toda otra consideración, la libertad misma. Pocos meses antes de morir, escribió a un amigo algunas palabras exagerando las dificultades de una invasión francesa en el Río de la Plata, con el conocido intento de apartar de la Asamblea Nacional de Francia, el pensamiento de hacer justicia a sus reclamaciones por medio de la guerra. A la hora de su muerte, acordose que tenía una espada histórica, o creyendo o deseando legársela a su Patria, se la dedicó al General Rosas, como defensor de la independencia americana… No murmuremos de este error de rótulo de la misiva, que en su abono tiene su disculpa en la inexacta apreciación de los hechos y de los hombres que puede traer una ausencia de treinta y tres años del teatro de los acontecimientos, y las debilidades del juicio en el período septuagenario” (tomo III, página 296).

      En otra página de su vastisima obra, comentando su visita a Grand Bourg, en el verano de 1845, emplea el mismo argumento para excusar a San Martín:  

      “… San Martín  es el ariete desmontado ya, que sirvió a la destrucción de los españoles; hombre de una pieza, anciano abatido y ajado por las revoluciones americanas, ve en Rosas al defensor de la independencia amenazada, y su ánimo noble se exalta y ofusca…

      “… San Martín era un hombre viejo, con debilidades terrenales, con enfermedades de espíritu adquiridas en la vejez…” (tomo V, pág. 114).

      El subrayado nos pertenece y abarca casi todo el texto porque queremos destacar los recursos innobles de que se vale Sarmiento para desautorizar la actitud de San Martín hacia Rosas y, al mismo tiempo, para reducir la agresión imperialista a un fantasma engendrado  por el delirio obsesivo de un pobre viejo. Y también porque es un testimonio de la falta de escrúpulos de que hace gala Sarmiento, toda vez que estima oportuno mentir para lograr un determinado efecto. Si escribe una biografía de San Martín para hacer el elogio del héroe de la independencia, no conviene en absoluto que el legado de su sable aparezca como una decisión lúcida y serena; nada más fácil  para el llamado maestro de América, que es un consumado maestro en estas actividades: “A la hora de la muerte, acordose que tenía una espada histórica, o creyendo  y deseando legársela a su patria, se la dedicó al general  Rosas… No murmuremos de este error de rótulo en la misiva que en su abono tiene su disculpa  en la inexacta apreciación de los hechos y de los hombres que puede traer una ausencia de treinta y seis años (suponemos que esta cifra es un error tipográfico) del teatro de los acontecimientos y de las debilidades de juicio en el período septuagenario”.

      Hemos repetido esta parte del texto para mostrar que solamente un impostor de oficio puede incurrir en esta burda falsificación y en esta inexcusable irreverencia. Si Sarmiento ignora en 1854 que San Martín había redactado su testamento  seis años antes de morir, en estado de plena lucidez y dominio de sí, no puede ignorar que está inventando las circunstancias de la muerte del héroe para que  el legado a Rosas, aparezca como el acto irresponsable de un anciano moribundo que no sabe lo que hace.

      El Presidente de la Comisión Argentina de Montevideo, Dr.  Valentín Alsina, le escribe a su amigo D. Félix Frías con motivo de la muerte de San Martín  que acaba de conocerse en el Río de la Plata. El rencor que ha tenido que disimular en la obligada nota necrológica, lo desahoga en la discreta intimidad de la carta que está fechada en Montevideo, el 9 de noviembre de 1850:

      “… Como militar fue intachable, un héroe: pero en lo demás era muy mal mirado por los enemigos de Rosas. Ha hecho un gran daño a nuestra causa con sus prevenciones, casi agrestes y serviles contra el extranjero… Nos ha dañado mucho fortificando allá y aquí la causa de Rosas, con sus opiniones y con su nombre;  y todavía lega a un Rosas, tan luego su espada. Esto aturde, humilla e indigna y… pero mejor es no hablar de esto…”

      La verdad es que todavía “aturde, humilla e indigna” a los abogados de la Democracia. Dicen venerar al héroe nacional, pero descalifican sus juicios en cuanto se oponen a sus intereses creados. Prefieren las mentiras de Sarmiento a las verdades de San Martín, porque son discípulos aprovechados de la escuela histórica que D. Salvador M. del Carril inaugura en nuestra Patria, con sus recomendaciones a Lavalle después de la ejecución de Dorrego, en diciembre de 1828:

      “…si para llegar siendo digno de un alma noble, es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos  y a los muertos…”

      Los empresarios de la falsificación metódica y sistemática de nuestra Historia, con aparato documental y crítica científica o sin estas formalidades aparentes, se sienten plenamente justificados por esta doctrina de la mentira patriótica, gemela de la que auspicia la mentira piadosa a fin de que el hombre muera como una vaca y no como un hombre. 

      Claro está que esta doctrina suele revestirse con las denominaciones propias de la filosofía a la moda; y por esto es que en los días que corren,  se llaman lo mismo existencialismo que pragmatismo.

      La mentira patriótica  es la “verdad existencial” o la “verdad pragmática”; algo así como una ficción consoladora, confortable y estimulante para la vida de las naciones y que debe administrarse de acuerdo con las necesidades de cada momento y al hilo de la existencia histórica.

      Los pueblos, se dice, tienen necesidad de “mitos” o de “mística” para vivir. La confrontación existencial de la última guerra ha confirmado que el mito de la Democracia y de la Libertad continúa siendo la razón vital de la humanidad, frente a los caducos nacionalismos autoritarios. Esto significa para los vigías de la dialéctica existencial que el mito saludable, la mística vivificante para las naciones, es   todavía la democracia made in USA o made in URSS.

      Y el resurgimiento democrático de post-guerra, en nuestra Patria, exige mantener la leyenda de la Tiranía, más un obligado complemento que es:



LA  LEYENDA  DEL  SANTO LAICO  O  DEL  SANTO  CIVIL

M

itre en su Historia de San Martín, no propone al héroe nacional como paradigma y ejemplo de la juventud, como su maestro de conducta civil; prefiere a Washington a pesar de que su obra aparece un monumento levantado al Gran Capitán de los Andes. En el tomo 1º, cap. 1º, dice:

      “”Washington es la más elevada potencia de la democracia natural”.

      Y en el tomo IIIº, cap. 46 agrega:

      “Washington dio al mundo la nueva medida del gobierno humano según la vara de la justicia, y le legó el modelo del carácter más equilibrado en la grandeza que los hombres hayan admirado y bendecido”.

      Mitre falta notoriamente a la justicia, al patriotismo y a la discreción en esta temeraria declaración. No discutimos la personalidad de Washington, pero los argentinos no tenemos necesidad  de acudir al extranjero para encontrar “el modelo del carácter más equilibrado en la grandeza”, el arquetipo civil y maestro de conducta a quien admirar e imitar: San Martín es, para nosotros, por lo menos tanto como puede ser Washington para los yanquis.

      Por otra parte, las diferencias entre las dos personalidades son mucho más importantes que sus analogías. Son distintos por el espíritu y la sangre; esto es, en lo sustancial en la vida de las naciones.

      No debe sorprendernos este juicio de Mitre, si tenemos en cuenta que es un conspicuo representante de la Democracia y un grado 33 de la Masonería Internacional, en la época que escribe su Historia de San Martín.

      Historiadores y biógrafos más recientes –Otero, Barcia, Rojas- a pesar de su afinidad ideológica con Mitre, no posponen a San Martín pero completan la desinformación liberal de su personalidad y lo exhiben como un paladín de la Democracia y de la Libertad.

      En estar versiones sucesivas San Martín se parece cada vez menos a sí mismo, al héroe nacional en la imagen de un hombre de guerra, hecho para obedecer y mandar, enamorado de la gloria y del peligro; y se parece cada vez más a un buen demócrata, paladín de las libertades individuales que lucha por una vida segura y confortable para todo el género humano, sin irritantes exclusiones. Y estas virtudes burguesas alcanzan en su personalidad, la más completa perfección, el grado de la santidad laica como dice Rojas, o de la santidad civil como dice Barcia.

      Otero, por su parte encuadra los hechos del Libertador en un esquema dialéctico de la más pura inspiración democrática, cuyos lineamientos generales expone en el cap. X de su voluminosa obra:

      “El siglo 19 se caracteriza por dos grandes acontecimientos y éstos los más opuestos y contradictorios.  Mientras por un lado el despotismo hace el esfuerzo más grande que recuerda la historia para imponerse a la civilización en el viejo mundo, en el nuevo la libertad rompe en eclosiones indígenas y ocasiona así el nacimiento de nuevas nacionalidades. En el primero de los casos, un hombre es el árbitro de los sucesos, pero en el segundo, doctrinariamente hablando, la personalidades desaparecen y el instinto plebeyo triunfa de todo jefe o caudillo”.

      Y por esto es que en tal peregrina doctrina, nos dice un poco más adelante que la vitalidad económica es “ la fuerza expansiva y natural que es la primera razón de ser de los pueblos”; tal cual diría un materialista burgués o marxista.

      Ocurre que Rojas, Barcia y Otero, como antes Alberdi, Sarmiento, López y Mitre, confunden la idea de la Patria con la idea de la Democracia; y, en consecuencia, identifican la historia de las nuevas nacionalidades  con la historia de las instituciones democráticas y la libertad de la Patria con las libertades democráticas.

      He aquí el sofisma más peligroso y de mayor arraigo en la mentalidad de los modernos; su falta de consistencia no le impide ser universalmente usado para ensayar la justificación de las diversas formas de deslealtad hacia la Patria. Veamos una de las sus desviaciones dialécticas:

     Si en un momento dado se plantea la Dictadura como solución política, se discurren, supuesto el falso principio, que la crisis del régimen democrático es la crisis misma de la Patria. Si los ciudadanos no pueden soportar el avasallamiento de las libertades públicas, emigran al extranjero, es la Patria que se va con ellos. Si los emigrados solicitan y obtienen la intervención violenta de los poderosos de la tierra para abatir al tirano y reponer la Democracia, es la Patria que vuelve triunfante a la zaga de los invasores extranjeros, bajo cuya benévola protección reviven las sagradas libertades.

      Son muchas las páginas de Alberdi y  de Sarmiento que ilustran esta lógica de la traición; los textos que se citan al comienzo de este estudio, son irreprochables como ejemplos.

      Claro está que San Martín  no participa en absoluto de semejante criterio liberal, democrático y progresista. Tan sólo el arte de Merlín aplicado a la Historia y a sus protagonistas, pueden hacer pasar al héroe nacional como un buen demócrata, un santo laico o un santo de la espada. Los encantadores del mandil  están en la obra y a punto de conseguir su objeto según todas las apariencias.

      San Martín no es un paladín de la democracia, ni menos un “santo laico”, ni mucho menos un “santo de la espada” Tampoco su gloria radica en el buen esposo, ni en el buen padre ni en el abuelo inmortal. Son dos maneras de desvirtuar su personalidad histórica y su ejemplaridad ética, con el propósito de confundir el verdadero  significado de su grandeza ante la posteridad.

      Es lamentable que tanto D. Ricardo Rojas como D. Augusto Barcia, pasan por alto una de las más discretas razones y una de las más saludables recomendaciones de su admirado Cervantes en el prólogo del “Quijote”:

      “…ni tiene para que predicar mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla  de quien no ha de vestir ningún cristiano entendimiento”.

      Y a ese género de mezcla pertenecen  expresiones tan irreverentes y bárbaras como “Santo laico”, “Santo civil” o “Santo de la espada”. Claro está que es propio de masones, espiritistas, teósofos y orientalistas afines, confundir lo que es  del cielo con lo que es de la tierra, lo sagrado con lo profano; esto es, mezclar todo con todo para que el espíritu de las tinieblas se adentre en las almas y en las naciones.

      En cuanto al recurso de las virtudes domésticas, es también un recurso típicamente masónico, para ocultar el sentido militar de la vida que San Martín encarna con la plenitud del héroe, detrás de un buen jefe de familia y ciudadano de honradez ejemplar.

      No falta siquiera la ilustración pictórica de este santo laico y premio a la virtud: “San Martín en Boulogne Sur Mer” de Antonio Alice.

      El ilustre y poderoso hermano Dr. Joaquín V. González, fundador de la Universidad Nacional de La  Plata, interpreta con la fidelidad de una común inspiración, el famoso cuadro:

      “Debo hacer la confidencia de que Alice es casi un hermano espiritual mío… y este San Martín ha surgido  un poco de nuestras amistosas conversaciones sobre arte.

      “Alice logró penetrar, tras prolijo estudio, la vida de San Martín bajo su faz civil… ha hecho un San Martín civil, un San Martín alma, un San Martín–sentimiento, inspirado en la vida real y en las descripciones que del héroe  nos han trasmitido Alberdi y Sarmiento, quienes lo visitaron más o menos a los sesenta y cinco años…”

      (El silencio de San Martín; conversación histórica en el salón del Museo Escolar Sarmiento, el 13 de noviembre  de 1920).

      Es oportuno recordar que Alberdi y Sarmiento son dos detractores del héroe; sus respectivos testimonios más que de San Martín  hablan de su propio resentimiento frente al patriota insobornable. No hay un silencio de San Martín en el destierro, sino un ocultamiento deliberado de sus ideas y de sus actitudes respecto a los sucesos de la Patria por parte de los enemigos de Rosas, liberales y masones.

      El cuadro del pintor Alice carece de objetividad y de sinceridad, lo mismo que las descripciones de Alberdi y de Sarmiento. Es una obra de tesis, una pintura ideológica, realizada con gran dominio técnico, pero sin realidad ni verdad; esto es, sin belleza. Las ideologías son antiestéticas porque consisten en ficciones intelectuales inspiradas por intereses y por pasiones inferiores. Tan sólo la realidad es estética; tan sólo lo que es, puede ser expresado con belleza.      Ni santo ni premio a la virtud; San Martín es:  un soldado  a la española, forjado en los dura disciplina de los tercios imperiales y con el temple de veinte años de vida peligrosa y con el sólo temor de Dios. En la hora de crisis de la Metrópoli, acude al terruño para servir a la regeneración política  de su pueblo y fundar una Patria en soberanía. Después, la prueba del largo destierro, más severa que la muerte para el glorioso soldado; su reclamo de la Dictadura para salvar a la Patria anarquizada; su apoyo moral y su colaboración decisiva a la Política de Rosas que mantiene hasta su muerte en el año 1850, fiel a la consigna da Independencia: Patriotismo sobre todo.

      La verdad es que su frecuentación de las logias masónicas de Cádiz y de Londres, sufre la influencia del liberalismo; pero sólo dura un momento hasta que la confrontación de los hechos, le revela la incompatibilidad  entre la ideología y la milicia, entre las libertades burguesas y la disciplina militar.

     El Libertador sabe que la libertad política de una nación  nada tiene que ver con las libertades democráticas que se otorgan a los ciudadanos y a los residentes extranjeros: un Estado nacional soberano puede regirse por un estatuto antidemocrático y una Colonia puede tener un régimen democrático.

      San Martín sabe después de su experiencias americana de la política y a la vista de los acontecimientos europeos, que la Patria no es la Democracia; y que no nace suscribiendo un contrato ante escribano público ni por el ejercicio pleno del sufragio universal. El Libertador sabe que surge de sus manos en la forma de un Ejército y que se la merece en una justa guerra: el Ejército de los Andes es la Patria misma en su primera existencia, la certidumbre de su ser y el ingreso a la Historia Universal.

      El Ejército de los Andes es la Patria misma, porque es la conjunción disciplinada de todas las energías vitales, la unidad jerarquizada de todas sus partes, la suma de sus generosidades, de sus devociones y de sus sacrificios.

      La Declaración de la Independencia por el Congreso de Tucumán, el 9 de julio de 1816, no es más que la afirmación jurídica de la Patria: se proclama porque es.

      Antes que el Libertador le de forma y objetividad en el Ejército, la Patria no es más que una inquietud, algo puramente subjetivo como un sentimiento o una aspiración. Y es el Gran Capitán que exige la Declaración de la Independencia antes de ponerse en marcha: el mundo entero debe saber que el Ejército de los Andes es la Patria misma en procura de su libertad definitiva.

      Es obvio que esta lucha por la libertad de la Patria nada tiene que ver de suyo, con la lucha por las libertades democráticas: en la primera se trata del derecho de vivir en soberanía; en la segunda se trata del derecho de vivir a gusto.  

      La Patria nace a la libertad política como un Ejército. Y el ciudadano que está en filas, no es un sujeto de derechos sino de deberes; doblega su yo egoísta y se trasciende en acto de servicio, encuadrado en la doble disciplina de la subordinación y del valor. La Patria es obra de soldados antes que de burgueses o de proletarios; nace como un Ejército y se sostiene finalmente como Ejército en la confrontación  de su derecho a la existencia. Y el Ejército es principalmente el Jefe que lo crea y lo conduce por los caminos de la gloria que son los de la Patria misma.



DEFINICIÓN  POLÍTICA  DE  SAN  MARTÍN

L

a disciplina militar sobre la cual se estructura la Patria, es el fundamento de las otras disciplinas sociales: gobierno, escuela, trabajo, administración, etc.

      Por extraño que pueda parecer, la verdad es que la espada que se desenvaina por una causa justa, surge para restablecer y preservar. Los reformadores liberales y declaradores de la paz perpetua, en cambio, no hacen más que edificar en las nubes  y destruir en la tierra. Nada más fácil que proyectar una “Constitución que tenga el poder de las Hadas que construían palacios en una noche” (Alberdi, Bases, cap. 18), y nada más difícil que pretender imponerla  “a palos”, violentando la realidad histórica y tradicional. San Martín es el fundador de la Patria y Rivadavia uno de sus más eficaces demoledores.

      San Martín comprende que lo más urgente , una vez triunfante la revolución libertadora, es restaurar la disciplina social profundamente desquiciada. Y en conformidad con este criterio, escribe a su amigo D. Vicente Chilavert, en carta fechada en Bruselas, el 1º de enero de 1825:

      “Ya tiene Vd. reconocida nuestra independencia por Inglaterra; la obra es concluida, y los americanos cosecharán  ahora el fruto de sus trabajos y sacrificios; esto es, si tenemos juicio y si doce años de revolución nos han enseñado a obedecer, si, señor, a obedecer, pues sin esta circunstancia no se puede saber mandar”.

      Pero Rivadavia y sus satélites están empeñados en su aventura constitucional; se proponen nada menos que cambiarlo todo de raíz: arrasar con el antiguo régimen y con los vínculos de la tradición, para levantar sobre ruinas un régimen completamente nuevo, de acuerdo a los planes trazados por Juan Jacobo. Los resultados de esta política utópica son conocidos: pérdida definitiva de la Banda Oriental, el país entero empeñado a la Banca inglesa de los Baring Brothers y el recrudecimiento de la anarquía en las Provincias desunidas del Río de la Plata.

      Desplazados por su ruidoso fracaso, no se resignan a dejar el poder. Se valen de Lavalle para derrocar al Gobernador Dorrego, el 1º de diciembre de 1828; pocos días después consiguen hacerlo fusilar por medio de las más viles adulaciones al jefe de la sublevación. Las cartas de Salvador del Carril y de Juan Cruz Varela dirigidas a Lavalle con ese fin, son documentos irrecusables para medir el grado de resentimiento, de cobardía y de bajeza que acusan  los ilustrados doctores de “casaca negra”. Y también nos ilustran acerca de la violencia y de la ferocidad que asume la lucha entre federales y unitarios en la época de Rosas.

      La verdad es que estos doctores de la Democracia y de la Libertad, herederos del siglo de las Luces, no saben ni son capaces de respetar. No soportan la presencia de una real superioridad porque ellos son los doctrinarios del gobierno impersonal. Odian a San Martín como odian a Rosas. No le perdonan que no se haya convertido con su Ejército Libertador en instrumento de sus bastardas ambiciones; tampoco le perdonan su gloria intacta. Y ahora, después de obligarlo a expatriarse y de presentarlo dentro y fuera del país como un tirano, ladrón y ambicioso, al enterarse que San Martín está en la rada del Puerto de Buenos Aires, hacen público anuncios como el siguiente:

       “Ambigüedades: el General San Martín ha vuelto al país a los cinco años de ausencia, pero después de haber sabido que se han hecho las paces con el emperador del Brasil”.

       Así se expresaban los rivadavianos vueltos al poder con la revolución del 1º de diciembre. San Martín no desembarca y solicita pasar a Montevideo para regresar a Europa después de una breve estadía, habiendo rechazado las propuestas de Lavalle  para que asumiera el Gobierno de Buenos Aires y la dirección política del país, por las razones que expone a su amigo O’Higgins:

      “Las agitaciones consecuentes a 19 años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido  y más que todo la difícil situación en que se haya en el día Buenos Aires, hacen clamar a lo general de los hombres que ven sus fortunas al borde del precipicio y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre, no por un cambio de los principios que nos rigen  sino por un gobierno riguroso, en una palabra, militar, porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra. Igualmente convienen (y en esto ambos partidos) que para que el país pueda existir, es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca. Al respecto se trata de buscar un salvador que, reuniendo el prestigio de la victoria, y más que todo, un brazo vigoroso, salve a la Patria de los males que la amenazan. La opinión, o por mejor decir, la necesidad, presenta este candidato: es el general San Martín… ¿Será posible que sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos y, cual otro Sila, cubrir mi Patria de proscripciones?... no amigo, es necesario le hable la verdad: la situación de este país es tal que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de someterse a una facción o dejar de ser  hombre público; éste último partido es que yo adopto… Si sentimientos menos nobles que los que yo poseo a favor de este suelo fuera mi norte, yo aprovecharía la coyuntura para engañar e este heroico pero desgraciado suelo, como lo han hecho unos cuantos demagogos, que con sus locas teorías lo han precipitado en los males que lo afligen”.

      Y pocos días más tarde, en una segunda carta a  O´Higgins, fechada el 13 de abril, agrega:

      “El objeto de Lavalle era el que yo me encargase del Mando del Ejército y provincia de Buenos aires y transase con la demás provincias a fin de garantir por mi parte y la de los demás gobernadores, a los autores del movimiento del 1º de diciembre”.

      La claridad del texto nos exime  el comentario; tan solo hemos subrayado el pasaje  en que San Martín señala a los reformadores liberales como a los verdaderos responsables de la anarquía que devora el país.  Rivadavia y sus doctores progresistas son los importadores de esas  “locas teorías” que están comprometiendo gravemente  la obra de la espada: la tiránica imposición de las libertades democráticas atenta contra la libertad real de la patria, amenazada con completar su disgregación en insignificantes republiquetas.

      Se comprende  la respuesta negativa de San Martín. El Libertador no puede ser un instrumento de partido y menos ponerse al servicio de los decembristas que acaban de inaugurar con el asesinado del Gobernador Dorrego, una época de arbitrariedades y violencia extremas. Y a pesar de las dificultades económicas que lo aguardan regresa junto a su Mercedes, que está terminando su educación y  que pronto casará con D. Mariano Balcarce.

      Llegan tiempos amargos y difíciles para el héroe que se prolongan hasta el encuentro con Aguado. Un solo testimonio basta para apreciar sus apuros económicos: en carta a O´Higgins, fechada en Bruselas, el 12 de enero de 1830, le urge: “… para remitirme algún socorro lo más pronto que le sea posible. Si, mi buen amigo, lo más pronto que pueda, pues mi situación a pesar de la más rigurosa economía, cada día es más embarazosa…”

      Pero estos apremios demasiado humanos no pueden interferir sus obligados pasos. No regresa a Buenos Aires porque no debe:  su misión histórica terminará en el destierro y es en  Europa donde ha de prestar todavía nuevos y decisivos servicios a la Patria.

      La misión del héroe es única e intransferible y tiene que cumplirse hasta el fin, en contra de lo que opinan Alberdi y Mitre. Los accidentes, incluso los azarosos y negativos, no hacen más que concurrir a la realización de su destino. El obstáculo que a la mirada superficial parece interrumpir su marcha, no significa más que un nuevo giro de sus previstos cambios.  El héroe es el más libre de los hombres y por esto es que todos sus pasos son necesarios e inevitables. Así como el pensamiento más libre es el más sujeto a la identidad, el más coherente en su desarrollo y el más ceñido a la disciplina lógica; la voluntad más libre es la más sujeta por sí misma a la fidelidad de un compromiso, la más ceñida por la necesidad del fin querido y aceptado.

      El resentimiento no consigue rozar siquiera su alma de soldado, revestida por el acero de las antiguas virtudes de la estirpe que nadie explica mejor que el español Séneca:

      “…así tampoco trastorna el ánimo del varón fuerte la avenida de las adversidades, siempre se queda en su ser; y todo lo que sucede lo convierte en su propia sustancia, porque es más poderoso que todas las cosas externas”. (De la Divina Providencia).

      Por eso es que las apreturas de la vida cotidiana entre los años 1830 y 1835, no le impiden seguir con la más noble y desinteresada pasión argentina, los acontecimientos de la Patria. Las cartas políticas de San Martín en estos años adversos, evidencian tanto la grandeza de su alma como la ponderación de su juicio.

      Se ha librado definitivamente de la sofística demoliberal y tiene los ojos puestos en la dura realidad; ahora sabe que:

      “la causa o el agente que dirige (los males) no penden tanto de los hombres como de las instituciones -en una palabra-  las cuales no ofrecen a los gobiernos las garantías necesarias –me explicaré- que no están en armonía con sus necesidades… veinte años de tristes y espantosas experiencias y veinte años en busca de una libertad que no ha existido, deben hacer pensar a nuestros compatriotas con alguna más solidez y lo dificulto… el mal está en las instituciones y sí solo en las instituciones”.

      (Carta dirigida a D. Vicente López y Planes –Bruselas, 12 de mayo de 1830).

      San Martín comprende que el ensayo jacobino de cambiar la Ciudad histórica por una ciudad nueva y enteramente prefabricada, es una verdadera locura y su resultado efectivo, la anarquía y el relajamiento de las costumbres. No se quebrantan impunemente los vínculos espirituales y sociales; no se cultiva en vano la duda y el escepticismo en las almas. El liberalismo es antirreligioso, antinacional y antiheroico; es un principio extranjero allí donde Dios y la Patria son fuertes en las almas y los pilares que sostienen las instituciones de la República.

      El liberalismo no se descubre jamás en sus últimas intenciones, participa en la estrategia del disimulo tan grata a los masones que son sus portavoces y ejecutores: “Sed dulces como la miel, suaves como la seda y prudentes y cautos como nuestra serpiente sagrada, cuya cola veréis siempre enroscarse en torno a su presa con la suavidad de una caricia amorosa”.

      Humanidad, Democracia, Paz perpetua, Civilización, Progreso, Libertad, Igualdad, Fraternidad, tolerancia y respeto de todas las creencias, de todas las ideas y de todas las costumbres;  he aquí algunas expresiones rituales del liberalismo con su característica dulzura, suavidad, prudencia y cautela para ir envolviendo a las almas hasta quebrar sus resistencias interiores y ahogarlas en la confusión de todo con todo.

      El héroe se zafa de la sutil influencia  envolvente y permanece en su ser; nada extraño a su espíritu puede doblegarlo jamás; de ahí el odio que le profesan los hijos de la serpiente sagrada, tan grande como va a ser la amistad y la admiración del héroe por el Restaurador y Defensor de la Patria.

      Rosas acaba de llegar al gobierno por primera vez; pero no puede o no juzga oportuno todavía, romper con los métodos liberales que se vienen declamando desde 1810. A pesar de la obra constructiva que se realiza en este período –recordemos que es uno de los principales gestores  del Pacto Federal del 4 de enero de 1831, fundamento de la unidad nacional-, lo cierto es que termina por ceder al criterio político de la clase dirigente porteña, integrada por federales y unitarios ilustrados en las mismas fuentes ideológicas del Siglo de las Luces; esto aparte de su hermandad masónica que antaño y hogaño, congrega a los dirigentes de los partidos políticos antagónicos, según es norma en la Democracia.

      Rosas devuelve a la Legislatura de Buenos Aires las facultades extraordinarias, cuyo ejercicio por la autoridad personal se estima improcedente prolongar y entrega el gobierno a Balcarce a fines del año 1832.

      No hay en las relaciones sociales ni hay paz interior; pero los logistas de uno y otro bando necesitan alejar la sombra de César que se cierne sobre la República anarquizada. Necesitan cortarle las alas al Dictador para que no pueda remontar su vuelo de águila. Fingen horror a la autoridad personal, aunque saben que la autoridad no puede ser más que personal.  Prefieren la apariencia democrática de los Congresos y  de los Parlamentos, donde se juega a las libres discusiones y a las votaciones libres; pero, en general, después que los “hermanos” de los diversos partidos han preparado hábilmente la solución logista. Y cuando el resultado es adverso a la  decisión de la autoridad invisible, se disponen las medidas necesarias para anularlo prácticamente.

      Claro está que las gentes honestas y patriotas ignoran este juego de ficciones; y finalmente no les queda más que una reacción extrema –si todavía hay tiempo- para evitar la destrucción de la República.

      Y por esto es que San Martín frente a los sucesos de Buenos Aires le anticipa a  O´Higgins en carta fechada en París, el 20 de marzo de 1831:

      “ … A la verdad que cuando uno considera que tanta sangre y sacrificios no han sido empleados  sino para perpetuar el desorden y la anarquía, se llena el alma de un cruel desconsuelo. Las noticias últimas de Buenos Aires no dejan la menor esperanza de transacción entre federales y unitarios y la  cuestión debe decidirse con ríos de sangre americana…”

      Las logias secretas que actúan en la Revolución de Mayo, sirven para minar políticamente a la autoridad española y cumplen un importante papel en ese sentido, como lo reconoce el mismo San Martín refiriéndose especialmente a la Logia Lautaro; pero no solo se revelan incapaces para estabilizar la nueva autoridad política, sino que precipitan al país por la pendiente de la anarquía y de la disolución social. La razón es, a nuestro juicio, que muchos de sus miembros no están  inspirados como el Libertador por un designio exclusivamente político (como lo prueban los hechos todos de su vida pública, tanto en América como en Europa), sino que son masones de vara alta, de esos que participan  en los designios más ocultos de la Masonería  Internacional: su misión es  aprovechar el movimiento emancipador para hacer su revolución ideológica profunda, absoluta, total; esto es, para arrasar de las almas la Fe católica y las antiguas virtudes, para deshacer los vínculos sociales y las instituciones de la Tradición.

      En otros términos, la Masonería pretende  utilizar la Revolución de Mayo para destruir en los pueblos del Plata, la formidable valla espiritual levantada por la Contrarreforma en todo el mundo romano y que resistía desde hacia casi tres siglos, los embates del liberalismo religioso y filosófico.

      La situación oscura e incierta de Buenos Aires que San Martín describe en su carta a O´Higgins, se hace mucho más sombría e insegura cuando Rosas deja el gobierno en 1832. Los logistas federales y unitarios aprovechan su alejamiento  con motivo de su expedición al Desierto, para conspirar bajo la sombra propicia de Balcarce primero y de Viamonte después ; su preponderancia política cada vez más decisiva, se traduce en un recrudecimiento de la anarquía y de la violencia en todo el país que va a culminar con el asesinato de Quiroga a comienzos del año 1835.

      Rosas, por su parte, dedica todo el año 33 a su memorable expedición que completa la obra colonizadora iniciada en su mocedad y que exalta su prestigio personal como indiscutible Señor de la Pampa. Tiene sumo interés para apreciar el grado de comprensión del problema político nacional, alcanzado por Rosas a esta altura de los acontecimientos, reproducir algunos pasajes  de su proclama a los valerosos y sufridos expedicionarios del ala izquierda, dada en el Río Colorado el 23 de julio de 1833:

      “El primer deber de los argentinos es respetar la religión del Estado…

      En vano la corrupción de los tiempos y la prevaricación de ilustrados, supersticiosos y rudos, con presunciones de sabiduría, han querido negar el infinito poder de su grandeza…

      Nuestra religión engendra virtudes cristianas  que constituyen la base de la felicidad de los Estados.  Ella enseña el respeto y la sumisión a la Ley, tan necesaria para la felicidad común”.

      Esta visión certera y justa de las causas de ese estado de revolución en permanencia, como dice San Martín, se completa con la carta que le envía a Quiroga, el 20 de diciembre de 1834, cuyo contenido  son las instrucciones para el mejor cumplimiento para su misión ante los gobierno de Tucumán y Salta:

      “…Obsérvese que el haber predominado en el país una facción… que ha descarrilado las opiniones, puesto en choque los intereses particulares, propagado la inmoralidad y la intriga, y fraccionado en bandos de tal modo la sociedad, que no ha dejado casi reliquias de ningún vínculo, extendiéndose su furor hasta romper el más sagrado  de todos y el único que podía servir para restablecer los demás,  cual es el de la religión;   y que en este lastimoso estado es preciso crearlo todo de nuevo, trabajando primero  en pequeño; y por fracciones para entablar después un sistema general que lo abrace todo…

      Después de esto, en el estado de agitación en que están los pueblos, contaminados de unitarios, de logistas, de aspirantes, de agentes secretos de otras naciones, y de las grandes logias que tienen en conmoción a toda Europa…”

      Y así llega el año de la gran decisión política: la Ley del 7 de marzo de 1835 que entrega a Rosas la suma del poder público. Este acto de sinceridad y de coraje termina con las ficciones liberales y con las mentiras democráticas que están destruyendo a la Patria, e inaugura una política de verdad que dura casi veinte años, hasta que en 1852, el liberalismo vuelve al poder que todavía retiene en el día de hoy.

      La decisión del 7 de marzo de 1835, no es más que el reconocimiento jurídico de una superioridad personal, indispensable para restablecer el orden y la justicia. Se trata de la restauración de la Ley como razón vital y viviente de un pueblo:  cuando se relaja en las costumbres, necesita volver a identificarse con el prestigio personal de un verdadero conductor para irradiar  como una disciplina sobre la multitud. El mismo Rosas lo explica en su primer mensaje a la Legislatura de Buenos Aires:

      “… Efectivamente había llegado aquel tiempo fatal en que se hace necesario el influjo personal sobre las masas pata restablecer el orden, las garantías y las mismas leyes desobedecidas”.

      Y es esta época de la Restauración que se consolida la unidad nacional, se restablece la disciplina interior y se impone la respetabilidad externa de la República a una altura jamás alcanzada después. La Gran Argentina de Rosas para obtener esa fuerza moral que la sostiene hasta el presente a pesar de tantas claudicaciones, tiene que vencer dificultades increíbles y aceptar una vida peligrosa en continua vigilia sobre la Patria amenazada, fiel a la consigna de Mayo: Patriotismo sobre todo. 

      Ha llegado el momento de preguntarnos ¿Cuál es la actitud de San Martín frente a la dictadura de Rosas?  ¿Cuál es la definición política del Padre de la Patria en esta encrucijada del destino nacional? ¿Aprueba o rechaza el poder absoluto y personal como solución política para salvar a la Patria?

      La verdad que se oculta sistemáticamente desde hace un siglo, es que San Martín no sólo aprueba la dictadura de Rosas, sino que anticipa su llegada como la solución prudencial del problema político y el único medio de salvar a la República. Más todavía, un año antes de que Rosas sea investido con la suma del poder  público, San Martín expone la doctrina de la Dictadura y hasta indica quien va a asumir el gobierno absoluto. En su extensa y poco conocida carta a su amigo D. Tomás Guido, fechada en París, el 1º de febrero de 1834, después de hacer una breve reseña sobre los sucesos de Buenos Aires y de volver sobre sus argumentos anteriores para explicar “la anarquía hecha costumbre”, dice:

      “Que sepan los díscolos y aún los cívicos, y demás fuerzas armadas de la ciudad, que un par de Regimientos de milicias de la campaña impide la entrada de ganado por sólo 15 días –y estoy bien seguro- que el pueblo mismo será el más interesado en evitar todo trastorno, so pena de no comer, y esto es muy formal.  A esto se me dirá que el que tenga más ascendiente en la campaña será el verdadero Jefe de Estado; y en este caso no existiría el orden legal. Sin duda, Sr. Don Tomás esta es mi opinión, por el principio bien simple  que el título de un  gobierno no está asignado a la más o menos liberalidad de sus principios, pero sí a la influencia que tiene en el bienestar de los que obedecen. Ya es tiempo de dejarnos de teorías que 24 años de experiencia no han producido más que calamidades. Los hombres no viven de ilusiones, sino de hechos. ¿Qué me importa  que se me repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime?... Maldita sea la tal libertad, no será el hijo de mi madre el que vaya a gozar  de los beneficios que ella proporciona. Hasta que no vea establecido un gobierno que los demagogos llamen Tirano y me proteja contra los bienes que me brinda la actual libertad. Tal vez dirá Vd.:  que esta carta está escrita con un humor bien soldadesco. Vd. Tendrá razón pero convenga que a los 53 años no puede uno admitir de buena fe el que se le quiera dar gato por liebre.

      No hay una sola vez que escriba sobre nuestro país que no sufra una irritación –dejemos este asunto- y concluyo diciendo que el hombre que establezca el orden en nuestra Patria: sean cuales sean los medios que parta ello emplee, es el solo que merecerá el noble título de su libertador”.

      Todo comentario huelga. Y para que no se crea que se trata de una manifestación aislada o circunstancial, nada mejor que reproducir algunos pasajes de cartas anteriores y posteriores a la que acabo de citar. Ya hemos comentado el proceso de sus ideas políticas a partir del año 1825, así como su firme convicción de que los principales responsables de ese desorden continuado son los liberales. En carta a O´Higgins, fechada en París el 13 de octubre de 1833, se confirma plenamente en su crítica a la política demoliberal:

      “… Yo estoy firmemente convencido  que los males que afligen  a los nuevos Estados de América no dependen tanto de sus habitantes como de sus constituciones que los rigen. Si los que se llaman legisladores en América hubiesen tenido presente que no se les debe dar las mejores leyes, pero si las que sean adecuadas a su  carácter, la situación de nuestro país sería diferente…”

      En estas sensatas y prudentisimas observaciones, se escucha la voz de la sabiduría tan antigua como la verdadera política: la voz de Solón.

      A fines del año 1835 – desde hace nueve meses Rosas gobierna según su ciencia y conciencia- en carta a Guido que lleva fecha 17 de diciembre, le recuerda que:

      “… Hace cerca de dos años escribí a Vd. que yo no encontraba otro arbitrio para cortar los males que por tanto tiempo han afligido a nuestra desgraciada  tierra que el establecimiento de un Gobierno fuerte, o más claro, Absoluto, que enseñase a nuestros compatriotas a obedecer. Yo estoy convencido que cuando los hombre  no quieren obedecer  la Ley, no queda otro arbitrio que la fuerza. 25 años en busca de una libertad que no solo no ha existido sino que en este largo período de opresión, la inseguridad individual, la destrucción de fortunas, Desenfreno, Venalidad, Corrupción, y Guerra Civil han sido el fruto que la Patria ha recogido después de tantos sacrificios. Ya era tiempo  de poner término a los males de tal tamaño, y para conseguir tan loable objeto yo miro como bueno  y legal todo Gobierno que establezca el orden de un modo sólido y estable: y no dudo que su opinión, y la de todos los hombres que aman al país, pensarán como yo”.

      Y un año después, el 26 de octubre de 1836, le escribe nuevamente a Guido para volver sobre su doctrina del absolutismo político y expresarle su complacencia por el rumbo que lleva la República, conducida por el brazo vigoroso de Rosas:

      “… Veo con placer la marcha que sigue nuestra Patria: Desengañémonos, nuestros países no pueden (a lo menos por muchos años) regirse de otro modo que por Gobiernos vigorosos, más claro, Despóticos. Si Santa Cruz en lugar de andar con paños calientes en Congresos –Soberanía del Pueblo, etc. etc. hubiese dicho claramente sus intenciones (porque estas son bien palpables) yo no desconfiaría del buen éxito, pero los tres Congresos que tiene sobre sí, dieron con el en tierra, y lo peor de todo harán la ruina del país; no hay otro arbitrio para salvar un Estado que tiene (como el Perú) muchos doctores… que un gobierno absoluto).

      He aquí la definición política de San Martín, clara, precisa, terminante, como todos los actos de su vida. Un soldado no habla, no puede hablar de otro modo; llama a las cosas por su verdadero nombre y no se cuida de los tribunos de la plebe ni de los doctores de la Democracia. Le repugna el lenguaje de la “serpiente sagrada” y su repertorio  de las grandes palabras vacías, las palabras envolventes como caricias que los demagogos dejan caer sobre la estúpida multitud y sobre el entusiasmo fácil de la juventud. El viejo soldado de la independencia ya no se engaña con las huecas abstracciones ni con las generalizaciones vagas y remotas de la realidad concreta y de las duras necesidades. Sabe que detrás del velo de esa retórica “sentimentosa” y falaz acechan las pasiones más bajas y serviles, un gran resentimiento plebeyo en contra de toda excelencia  divina y humana, en contra de toda legítima superioridad.

      San Martín no expone la doctrina de la Dictadura como una solución política de validez general, aplicable a todos los casos. Sería incurrir en el dogmatismo vicioso de los discípulos de Juan Jacobo y en el utopismo liberal de sus “locas teorías”. La política se rige por la razón prudencial; esto es, una razón práctica  que se pronuncia en cada situación concreta e individual y resuelve lo mejor en vista del Bien Común. No caben otras generalizaciones de la experiencia ética que las analogías, pero sin descuidar jamás lo propio e intransferible de la individualidad histórica que se considera.

      Frente a la piedra libre de las abstracciones democráticas y a la extensión del desorden y la arbitrariedad que precipitan a su Patria en la servidumbre irremediable, San Martín reclama una solución reaccionaria y autoritaria, la más reaccionaria y autoritaria que haya formulado un hombre público argentino, incluido el mismo Rosas.

      El héroe nacional no sabe adular, solo sabe definir. Le interesa por sobre todas las cosas humanas, la salvación de la Patria aunque se hunda la Democracia con sus grandes palabras vacías.

      San Martín nos ha dejado una lección de sinceridad, de coraje y de justicia, en esta definición política:

      La democracia puede ser un régimen legítimo y normal de gobierno si es conforme  a la modalidad del pueblo que lo soporta y es capaz de generar auténticas superioridades rectoras; de lo contrario, se corrompe y degrada en brutal demagogia. Pero el dogma de la Democracia, consagrado por masones, liberales y comunistas, como la única solución legítima que debe darse  al gobierno de las naciones, en nombre de la Civilización y del Progreso de la Humanidad, es un falso y monstruoso ídolo, una superstición aberrante, la fuente de la peor de las tiranías y un pretexto inagotable para todas las formas de traición a la Patria.

      Y esta lección magistral de prudencia política tiene su verificación más completa en la conducta respectiva del Libertador y de los emigrados de Montevideo y de Santiago de Chile durante la Dictadura de Rosas;  es el contraste de la fidelidad y de la traición, del desinterés y de la venalidad, de la colaboración patriótica y de la conspiración artera.

     San Martín  no ha tenido aún contacto directo con Rosas, cuando expone su doctrina del gobierno absoluto y señala al Comandante de la Campaña como el futuro Dictador. Recién en el año 1838 y con motivo del primer bloqueo francés, se inicia una correspondencia histórica entre los dos grandes argentinos que se mantiene hasta la muerte de San Martín en 1850: se abre a el espontáneo ofrecimiento del Libertador en defensa de la Patria amenazada, el 5 de agosto de 1838; y se cierra con una carta de Rosas, fechada en Buenos Aires, el 15 de agosto de 1850 (dos días antes de la muerte da San Martín), en la cual agradece un nuevo y definitivo testimonio de adhesión a su política de soberanía y de justicia en pro de la Gran Argentina.

      Quiere decir, pues, que mucho antes de que San Martín brinde  todo su apoyo moral y su decisiva colaboración a la política exterior del Jefe de la Confederación Argentina, aprueba y adhiere al gobierno absoluto, autoritario y personal de Rosas. No solo aplaude al Dictador, sino que ha reclamado su advenimiento para salvar a la Patria.

      Esta es la verdad histórica que tarde o temprano habrá de prevalecer en la conciencia argentina; y acaso, no está lejano el día  en que esa correspondencia trascendental del Padre de la Patria, claro testimonio de su vida y de sus hechos ejemplares, sea lectura formativa y obligada de de los jóvenes argentinos, así como hoy se deforma obligatoriaménte con las páginas de Sarmiento y de Alberdi.



CONCLUSIÓN

C

reemos haber probado que Rosas es el verdadero continuador de la obra histórica de San Martín: la tarea cumplida por el Restaurador es el complemento necesario de la que inicia el Libertador de la Patria.

      El camino abierto por San Martín conduce a la época de Rosas; la trayectoria de su espada no puede llevar jamás ni las Bases de Alberdi ni la Pedagogía de Sarmiento; tienen que culminar lógicamente en el espíritu cesáreo de su continuador histórico. Rosas, por su parte, puede  justificar su lucha como una continuación de la empresa libertadora del gran Capitán de los Andes:

      “… Me ha cabido la suerte de consolidar la Independencia que Vd. conquistó y he podido apreciar sus afanes por los míos”. (Carta de Rosas a San Martín, fechada en Buenos Aires, el 15 de agosto de 1850).

      San Martín y Rosas son dos patriotas cabales; pero no son democráticos al estilo oligárquico ni al estilo irigoyenista. No son hombres del pueblo sino las más altas jerarquías humanas en el pueblo argentino, en cuyo espejo debe mirarse eternamente para ser un verdadero pueblo y no una plebe servil, sin ideales y sin grandeza.+



Jordán Bruno Genta



¡¡¡ Viva la Patria !!!

¡¡¡ Viva la Confederación Argentina !!!

¡¡¡Viva el Libertador !!!

¡¡¡Viva el Restaurador !!!

¡¡¡Soberanía o Muerte !!!