martes, 5 de agosto de 2014

P. LEONARDO CASTELLANI: LA PESADILLA

P. LEONARDO CASTELLANI: LA PESADILLA


Leonardo_Castellani
LA PESADILLA
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Rvdo.Padre Leonardo Castellani
El Ruiseñor Fusilado
Manresa, invierno de 1947 — Reconquista, verano de 1952
La Iglesia actual no está inspirada por el Espíritu de Dios. Muchas cosas que pasan en la Iglesia de hoy, sería impiedad nefasta atribuirlas a Dios. Habría que renunciar al sentido moral y aun a la más tenue idea del Dios del Evangelio.
Conmigo la santa madre Iglesia no se ha portado como madre. Se ha portado de un modo inicuo, injusto, maligno, cruel e impecable. No se ha portado ni siquiera de un modo humano. He aquí una experiencia directa e irreductible, que no puedo eliminar ni interpretar al revés con ningún conato ni esfuerzo posible. Es una visión inmediata, como la de los ojos; más que la de los ojos. Visión mía propia, que no puedo comunicar a nadie. Pero yo la sé.
Lo que me ha pasado no es algo que por accidente o excepción proceda de algún mandón eclesiástico desviado o malo. Procede directamente de la cabeza, es cosa de la “Jerarquía” y viene de lo más alto.
Si la Iglesia ahora es así, siempre debe haber sido así; no veo solución de continuidad en ella. Entonces, Galileo, Giordano Bruno, Juana de Arco, Carranza… todos los que nos han enseñado a condenar como herejes y malos en las clases de Apologética…
Mas si la Iglesia es un manantial de iniquidad desde su parte más alta; si es un simple organismo de ordenamiento humano y político, con esa condición de toda sociedad humana de odiar a la inteligencia; si no hay en ella el sentido de que no se puede promover el bien común condenando a un inocente; entonces, ¿qué queda de nuestra fe?…
Pero Cristo es Dios, y Cristo fundó la Iglesia; hay bastante testimonio cierto de lo que Cristo hizo y dijo; hay evidencia del efecto moral sobrehumano de su doctrina en la historia; aquí en las mismas costumbres y gestas de este buen pueblo catalán, en las leyendas y las figuras esplendentes de sus santos, en la ley moral sublime vigente en el mismo lenguaje tosco del payés – si no siempre en sus actos…
¿No estaremos sufriendo una corrupción nueva y misteriosa de la Iglesia? ¿No habrá dos iglesias, la de los ricos y la de los pobres? ¿No se habrá refugiado el Espíritu Santo en el pobrerío?
¿Pero esto no es el error mismo de los protestantes, que niegan la Iglesia Visible, condenan su organización jerárquica, y encierran la Iglesia verdadera y las promesas de su Fundador en el secreto de los corazones, librando así la objetividad de la doctrina al capricho de la interpretación individual?
¡Oh mi cabeza, mi cabeza!
¿Cuál es el alcance exacto de las promesas explícitas de Cristo? Prometió que Pedro no erraría en la fe, ni por consiguiente sus sucesores; no prometió hacerlos íntegros e incólumes en su moral; es decir, no los hizo impecables.
Prometió que Él estaría con la Iglesia hasta la consumación de los siglos; no durante la consumación de los siglos, en los cuales habrá, según está escrito, una inmensa apostasía.
¿No estaremos ya en los tiempos parusíacos? ¿No habrá volado la Iglesia al desierto? ¿No se habrá refugiado (por dos tiempos, un tiempo, y medio tiempo) en el corazón de hombres en soledad, que sin romper sus lazos con la jerarquía mundanizada, la soportan sobre sí como una carga de montañas y una presión de lagar; y son incluso perseguidos por ella?
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo conciliar el sentido moral interno con las órdenes inicuas e inhumanas de afuera?
Acatar y no obedecer, como decía Alfonso el Sabio; aguantar la nota de rebelde y las sanciones más mortíferas; hacerse anatema por amor de sus hermanos; mirar de frente a una muerte desolada; antes de admitir en su interior la arrollante frase que está en la boca del vulgo: la Iglesia es una porquería.
Yo soy la Iglesia también, al fin y al cabo; y está en mí no volverme una porquería…
Ésta fue la pesadilla de Verdaguer; la que lo consumió, como se puede fácilmente colegir.
No está explícita en sus angustiosas cartas En defensa propia; pero las informa todas desde atrás, y asoma en algunas frases fulgurantes; así como en esa veleidad que tuvo de predicar “la Iglesia de los pobres”; veleidad que Rusiñol hizo el eje de su drama, convirtiendo a Verdaguer en una vulgar cura socialista, teñido de un franciscanismo sentimental. Está sobre todo en los hechos de los últimos cinco años, en esa rotura definitiva de su lira esencialmente religiosa y devota, y en la consunción rápida de su salud y su vida. ¡Qué diferencia entre el retrato del rozagante joven presbítero, que está al principio del libro de Güell, y el retrato al lápiz del hombre maduro envejecido y devastado, del genial dibujante Casas, que está en el Museo Moderno de Barcelona!
Esta pesadilla no se disipó nunca del todo en el “poeta asesinado”; nunca surgió de su pluma el grito triunfal de la certidumbre. Su pluma simplemente se secó. Puesto antes al servicio de la Iglesia su iris de colores suaves —hasta rozar a veces la adulación su entusiasmo ingenuo—, después de los golpes recibidos, simplemente no pudo servir más. Se rompió.
Los asesinos de cuerpos son castigados por la ley; los asesinos de almas entristecen al Espíritu Santo, y su hecho no tiene perdón ni en ésta ni en la otra vida; aunque mueran “homenajeados” y luego les levanten estatuas.
La única solución teórica a la pesadilla de Verdaguer está en la parábola del trigo y la cizaña y en el dogma de la Parusía.
Llegará un tiempo en el que el trigo y la cizaña, mezclados siempre en las eras humanas durante el curso de las edades, llegarán a la lucha suprema, la que no conoce piedad; y la cizaña crecida oprimirá al trigo de Dios de un modo insoportable, rodeándolo por todas partes como sin esperanza y sin respiro; tiempo en que la persecución, prometida a todo creyente, se hará interna a más de externa; y en que gemirá su carne a punto de aniquilarse.
Para ese tiempo se escribieron las últimas y más terribles —y más consoladoras— profecías.