lunes, 30 de junio de 2014

ANIVERSARIO

ANIVERSARIO




¿Cómo se lleva un país a la guerra? 
Los diplomáticos le mienten a los periodistas 
y terminan creyendo esas mentiras cuando las ven impresas.
Karl Kraus

Los guerreros victoriosos 
primero vencen y luego van a la guerra 
mientras que los guerreros derrotados 
primero van a la guerra y luego tratan de vencer.
Sun Tzu

Nunca las personas mienten tanto como 
después de una cacería, 
durante una guerra 
o antes de las elecciones.
Otto von Bismarck 

Un día como el de ayer, 28 de junio, pero hace 100 años atrás, un joven serbio de nombre Gavrilo Princip asesinaba de un tiro en plena calle al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona del Imperio Austro-Húngaro. El resultado del magnicidio fue esa gran carnicería europea que la Historia registra como la Primera Guerra Mundial. Y, si bien la historiografía oficial considera que esa guerra terminó con el tratado de Versalles y otros tratados conexos, la verdad es que solo fue el principio de un estado bélico permanente – aunque a veces solapado – que perdura hasta el día de hoy.
Por de pronto, en relación con la Primera y la Segunda Guerra Mundial, son cada vez más numerosos los historiadores que hablan de una "segunda Guerra de los Treinta Años" (1914-1945). Es que, vistos en retrospectiva, los 20 años transcurridos entre ambas guerras (1919 a 1939) no son más que una especie de tregua o alto el fuego provisorio.
Sin embargo, así como la Primera Guerra Mundial no terminó en Versalles; la segunda tampoco terminó en Yalta.  Como que tampoco terminó después de la caída del Muro de Berlín con la Cumbre de Malta, de diciembre de 1989 entre George W. Bush y Gorbachov, al final de la cual este último se ilusionó con iniciar "... un largo camino hacia una era pacífica y duradera." Basta consultar hasta la poco confiable Wikipedia para ver que desde entonces se han sucedido casi 90 guerras de diferente intensidad y magnitud en varios continentes y países. [1]
Es que atentados como el de Sarajevo de 1914 solo muestran la superficie de estos "juegos de guerra". Detrás de los hechos superficiales – por más violentos que hayan sido y por más sanguinarias que hayan sido las consecuencias – se extiende todo un proceso que perdura hasta el día de hoy.
Para entender las verdaderas consecuencias de la "guerra de Treinta Años" del Siglo XX quizás lo más conveniente es compararla con la Guerra de los Treinta Años del Siglo XVII (1618-1648). Ambas representan un cambio radical en el modo de vida de toda una época.
La guerra del Siglo XVII significó la victoria de la sociedad fabril sobre la sociedad agraria. Una cultura sustentada por valores sagrados, la posesión de la tierra, el arraigo telúrico, una evolución cultural progresiva y ciclos estacionales previsibles aunque de resultados inciertos terminó siendo suplantada por una cultura urbana, secular y en ocasiones fuertemente atea, cientificista y racionalista, desarraigada y colonialista, competitiva, inestable, cuidadosamente planificada, sujeta a ciclos económicos previsibles pero inevitables dadas las reglas de juego.
Tres siglos más tarde, con la guerra del Siglo XX la sociedad financiera, crecida al amparo de la sociedad fabril, derrotó esa cultura que ya no le servía a sus ambiciones de expansión. La cultura de los imperios fabriles coloniales terminó, así, suplantada por la cultura globalizadora del dinero. Totalmente indiferente a lo sagrado y por lo tanto relativizadora en lo moral, utilitarista, hedonista, pragmática y sobre todo codiciosa, con ciclos financieros predecibles pero prácticamente imprevisibles dada la irracionalidad de la codicia, ésa es la cultura que impera hoy.
Lo notable es que en ambas guerras – si bien, superficialmente considerado, el enfrentamiento se produjo entre imperios, países y naciones – los verdaderos impulsores del conflicto no aparecen nítidamente en los relatos que componen la Historia Oficial. Sobre todo, las fuerzas impulsoras de los conflictos del Siglo XX han sido tan hábiles en mantenerse en un discreto segundo plano que no son pocos los que las declaran sencillamente inexistentes y acusan a quienes se atreven a señalarlas de cultivar teorías conspirativas. Sin embargo, no se trata de alimentar conspiranoias. Basta con constatar el procedimiento sistemático de eliminación de todas aquellas fuerzas y de todos los factores que hubieran podido oponerse al proceso.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, media Europa – y especialmente la oriental – vivía en una cultura signada por lo sagrado y lo campesino; algo que dificultaba sobremanera la expansión del capital financiero, especialmente en la Rusia zarista, en la Alemania imperial y en el mosaico étnico del Imperio Austro-Húngaro. A pesar de sus grandes defectos y de sus no menos grandes injusticias sociales, estos organismos políticos resultaban impermeables a la expansión del capital financiero.  Al final de esa guerra, Rusia – derrotada, devastada internamente y sumida en el caos – quedó en las manos del marxismo bolchevique. Alemania – atada de pies y manos por el tratado de Versalles – se convirtió en la débil e inestable República de Weimar. El Imperio Austro-Húngaro fue desmembrado creándose incluso repúblicas artificiales como las de Checoslovaquia y Yugoslavia que, al final, tuvieron corta vida. Con las tensiones geopolíticas de este modo artificialmente creadas quedó sembrada la semilla para la continuación de la guerra; algo que hubiera sucedido aun sin la aparición del nacionalsocialismo en Alemania. [2]
El terror stalinista se encargó de hacer desaparecer la cultura campesina rusa y ucraniana aplastándola con la colectivización y la industrialización del agro. Luego de la Segunda Guerra Mundial – una vez vencida por segunda vez la Alemania resurgente y dividida coercitivamente en dos mitades – ese mismo esquema se expandió por la Europa oriental y central ocupada por los soviéticos.
Al mismo tiempo el sistema se diseminaba – a veces con violencia, a veces sin ella – por todo el planeta y se consolidaba con monstruosas deudas públicas y privadas que ataban a los Estados al carro de las grandes centrales financieras. En nuestro país, por ejemplo, mientras durante los años '70 una guerrilla aventurera sacrificaba a casi toda una generación persiguiendo la quimera de un izquierdismo que Lenin mismo denominó como "la enfermedad infantil del comunismo", los sucesivos ministros de economía endeudaban al Estado argentino a tasas y condiciones usurarias en el mercado financiero internacional.
Finalmente, en 1989, cuando el comunismo soviético y sus satélites ya habían completado la parte más sucia del trabajo, simplemente se permitió el derrumbe de la utopía inviable del marxismo comunista. Con ello, la élite plutocrática quedó definitivamente dueña del escenario global.
Lo verdaderamente trágico de todo este proceso es que la enorme mayoría de las personas – y hasta pueblos enteros – no aprendieron nada de los acontecimientos. Inspirándose en las ideologías más estrafalarias casi todos siguen creyendo que la raíz de nuestros males actuales está en factores que, en realidad, no son causas sino consecuencias de lo sucedido. Y esto ha sido posible en gran medida porque el sistema imperante consiguió montar una maquinaria manipuladora de enorme eficacia. Mientras en todas partes y en todos los órdenes la dependencia del dinero se profundiza, el discurso acerca de la democracia y la libertad de expresión echa una cortina de humo sobre la dictadura de los dueños del dinero. Como consecuencia de ello, buscamos a los culpables en dónde no están, con lo que dejamos de descubrir a los verdaderos responsable de la situación actual. De este modo, el poder que niega su propia existencia se vuelve invisible para los no iniciados.
A cien años de la Primera Guerra Mundial ya sería hora de entender que no se trata de una conspiración subterránea. Se trata de la universalización de la codicia y, sobre todo, se trata de su aceptación moral. Porque una vez moralmente aceptada, la codicia no tiene por qué ocultarse. Lo "normal" no tiene por qué esconderse. Con ser medianamente "discreta" le basta y le sobra para pasar desapercibida. Sobre todo cuando tiene en sus manos las herramientas mediáticas que garantizan esa discreción.
Y, en relación con los acontecimientos actuales, también deberíamos comprender que buena parte de los conflictos existentes  –  que ya han ocasionado a más de 33 millones de personas desplazadas de sus hogares por las continuas guerras y los enfrentamientos armados de diversa índole, [3]  – se deben a que la irracionalidad de la codicia está chocando contra la irracionalidad de un fanatismo ideológico o místico que no sabe cómo enfrentarla con éxito. A lo que asistimos en el mundo entero es al despliegue de una codicia irracional que elabora planes estratégicos muy racionales para intentar la limitación de un fanatismo irracional que recurre a las armas o a los manotazos improvisados por carecer de otra respuesta.
Parece una enorme y macabra estupidez.
Lo es.
La guerra por codicia siempre es una tenebrosa estupidez; aunque, si nos la imponen, la estupidez más grande de todas consiste en perderla.
Denes Martos
29/06/2014