sábado, 24 de mayo de 2014

"Dios de las Venganzas te apellidas" (Quevedo)

"Dios de las Venganzas te apellidas" (Quevedo)

Dice el refrán que no se debe matar moscas a cañonazos. Y en verdad Alejandro Bermúdez es una mosca en Teología. Nosotros también lo somos, pero hacemos el intento de posarnos sobre las cabezas de los grandes, aunque sea recurriendo a sus divulgadores. 

Vale la pena hacer algún esfuerzo en puntualizar los errores de Bermúdez no por la profundidad de lo que dice sino por la posición que ocupa en medios de comunicación desde los cuales difunde masivamente sus disparates.

El amigo Jack Tollers ha caracterizado al “jesusismo” como la tendencia a crear la impresión de que sólo importa la humanidad de Cristo, y ésta entendida como un hombre desprovisto de inteligencia, carente de virilidad, sentimental y muy poco parecido al retrato que de Él nos suministran los Evangelios. Este “jesusismo” es -en el mejor de los casos- lo que subyace al “buenismo” que sostiene que Dios no castiga con penas temporales. Garrigou-Lagrange y Royo Marín, vulgarizando a Santo Tomás, pueden ayudarnos a poner las cosas en su justo lugar. Recordemos, por último, que la expresión Dios de las venganzas, está presente en el lenguaje de  santos como Luis Mª Grignion de Montfort, y manifiesta el clamor por la Justicia vindicativa de Dios, que es perfectamente compatible con su infinita Misericordia.

“Habiendo tratado de la Providencia en sí misma y de sus designios sobre las almas, tócanos ahora considerar sus relaciones con la Justicia divina y con la Misericordia. Así como en nosotros la prudencia va unida con la justicia y gobierna las demás virtudes, así también en Dios la Providencia se une con la Justicia y la Misericordia, que son las dos grandes virtudes del Amor divino para con el hombre. La Misericordia tiene por fundamento el soberano Bien en cuanto que es difusivo, comunicativo de sí mismo. La Justicia estriba en los imprescriptibles derechos del soberano Bien a ser amado sobre todas las cosas.

Estas dos virtudes, dice el Salmista, van juntas en todas las obras de Dios: "Omnes vice Domini misericordia et veritas." (Ps. 24,10). Pero, como advierte Santo Tomás (I, q 21, a 4), en ciertas obras divinas, como los castigos, se manifiesta más la Justicia; en otras, como en la justificación o conversión del pecador, resplandece la Misericordia.

La Justicia, que atribuimos a Dios por analogía, no es la justicia conmutativa, que regula las transacciones humanas, pues nada podemos ofrecer a Dios que no le pertenezca. La Justicia que se le atribuye es la justicia distributiva, semejante a la del padre para con sus hijos, a la del rey para con los súbditos. Tres cosas hace Dios por medio de su Justicia: 1º, da a cada criatura lo necesario para alcanzar su fin; 2º, premia los méritos; 3º, castiga las faltas y los crímenes, mayormente cuando el culpable no implora misericordia.”

Garrigou-Lagrange, R. La providencia y la confianza en Dios. Pp. 265-266.

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Conclusión 6ª. Cristo experimentó el sentimiento de la ira, totalmente  regulada por la razón (a.9).

132. Parece que en Cristo no debió darse el sentimiento de la  ira, puesto que constituye un pecado capital, opuesto directamente  a la mansedumbre [cfr. II-II 158], y Jesús era impecable y, además, «manso y  humilde de corazón» (Mt. 11, 29).  Sin embargo, consta expresamente que Jesús experimentó la  ira en diversas ocasiones, sobre todo cuando arrojó con un látigo  a los mercaderes del templo (Io. 2,15), y ante la perfidia de los fariseos (Mt. 23,13-33) y de las ciudades nefandas (Mt. 11,20-24).

Al explicar la aparente antinomia, Santo Tomás dice que hay  dos clases de ira perfectamente distintas. Una, que procede del  apetito desordenado de venganza y constituye por lo mismo un  pecado opuesto a la mansedumbre y al recto orden de la razón;  esta clase de ira no la experimentó jamás Cristo. Pero hay otra  clase de ira, perfectamente controlada por la razón, que consiste  en el deseo de imponer un justo castigo al culpable con el fin de  restablecer el orden conculcado. Esta ira es perfectamente buena  y laudable—procede del celo por el bien—y es la que experimentó  Jesucristo.

Solamente el equilibrio maravilloso del alma de Jesucristo hizo posible que su ira santa no rebasara jamás los límites de la recta  razón ni la entorpeciera en lo más mínimo.

«En nosotros —advierte el Doctor Angélico— las facultades del alma se  entorpecen mutuamente según el orden natural, de suerte que cuando la  operación de una potencia es intensa, se debilita la de la otra. De ahí viene  que el movimiento de la ira, aun cuando es moderado por la razón, ofusca  un poco la inteligencia, impidiéndole la claridad de su visión. Pero en Cristo,  en virtud de la moderación impuesta por el poder divino, cada potencia  podía realizar perfectamente su operación propia sin que la impidieran las  demás. Por tanto, así como el gozo del alma por la visión beatífica no anulaba  la tristeza y el dolor en las facultades inferiores, así tampoco, por su  parte, las pasiones de las facultades inferiores entorpecían en modo alguno  la actividad de la razón» [III 15,9 ad 3].
Royo Marín, A. Jesucristo y la vida cristiana. P. 151.