viernes, 28 de febrero de 2014

ANTICRISTO Y JUDAISMO

Anticristo y Judaísmo –

 Por Alberto Ezcurra Medrano

  
  El Bien y el Mal no son frutos del acaso. El Bien por excelencia en el mundo es Cristo, cuyo Cuerpo Místico es la Iglesia. Él es la Cabeza y la gobierna interior y exteriormente.
  Frente al Bien organizado, lucha el Mal también organizado. “El Diablo – dice Santo Tomás de Aquino – es la cabeza de todos los malos en cuanto a su exterior gobernación” (Suma, P.III, C. VIII, art. VII).
  Esas dos organizaciones constituyen las dos ciudades a que se refiere San Agustín “Dos amores fundaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el menosprecio de Dios, la ciudad terrena; y el amor de Dios hasta el menosprecio de sí mismo, la ciudad celestial” (Civitas Dei, Lib. XIV, Cap. XXVIII).
  El coronamiento de la ciudad celeste ha de ser el Reino de Cristo. Y el coronamiento de la ciudad terrena, el Reino del Anticristo.
  Error sería, entonces, imaginar al Anticristo como un personaje fabuloso y ubicarlo en un futuro remoto, impreciso e inasequible, en el cual habría de aparecer repentinamente, como salido de los antros del Infierno. El Anticristo ha de salir de este mundo en que vivimos nosotros y ha de aparecer un día en este presente en que nos deslizamos por el tiempo. Su reino se está formando, conjuntamente con el de Cristo, y desde los tiempos de Cristo. Por eso dice San Juan: “Hijitos, ya es la última hora: Y como habéis oído que el Anticristo viene: así ahora muchos se han hecho Anticristos: de donde conocemos que es la última hora” (I Juan II, 18). Si puede estudiarse el desarrollo del Reino de Cristo, si puede escribirse la historia de la Iglesia, también pueden estudiarse las obras del “misterio de la iniquidad”, también puede escribirse la historia del Anticristo, aunque aún no haya llegado la hora de su breve triunfo.
  Se trata, es cierto, de la historia de un “misterio”. Los hijos de las tinieblas huyen de la luz para ejecutar sus planes. Todo consiste en hallar el hilo de Ariadna que nos conduzca a través del oscuro laberinto de la ciudad terrena. Y ello no es tan difícil cuando se tienen ante sí dos mil años de historia.
  Esos dos mil años nos muestran un hecho significativo: una nación sin territorio, misteriosamente conservada desde Cristo hasta nuestros días, que ejecutó y se hizo responsable de la muerte del Hijo de Dios, que fue la primera en perseguir a los cristianos y que ha perseverado hasta nuestros días en esa misma persecución, interviniendo en todos los acontecimientos importantes de la historia y aumentando cada vez más su fuerza y su poderío. No se nos presenta en la historia otro hecho análogo. Todos los grandes perseguidores, o aparecieron más tarde o se eclipsaron como fugaces meteoros. Solo uno permanece. Solo uno centraliza y dirige, asegurando la continuidad en el tiempo y la extensión en el espacio a la persecución contra la Cristiandad. No es aventurado entonces afirmar que esa nación - la nación judía – es, por lo menos, el cimiento sobre el que se asienta la ciudad terrena.
  Eso es lo que – historia en mano -  procuramos demostrar en este libro. No va más allá nuestra intención. Comprobamos hechos, pero no azuzamos “pogroms”. No se nos acuse de antisemitismo, acusación de moda. Si decir la verdad acerca de los judíos es antisemitismo, no este libro, sino la verdad, sería antisemita. Pero el antisemitismo no consiste en la verdad sobre los judíos, sino en el odio a los judíos. Y el odio no nos está permitido a los cristianos, que tenemos el precepto de amar aún a nuestros enemigos. Por eso aquí señalamos la verdad, pero no predicamos el odio. No nos incumbe a nosotros la solución del problema judío. La Iglesia lo ha señalado hace tiempo, en normas rebosantes de justicia y caridad, que el mundo ha cumplido. Seamos verdaderamente cristianos y el Judaísmo dejará de ser un problema. Pero mientras no lo ignoremos. Aunque sólo sea para impulsarnos a ser verdaderamente cristianos, debemos conocerlo en toda su espantosa gravedad. El precepto de amar a nuestros enemigos no nos obliga a desconocer sus maquinaciones.
  No se nos acuse tampoco de dejarnos guiar por un criterio histórico unilateral y pueril al querer explicar la influencia judía muchos acontecimientos humanos, cuya complejidad es tan grande. No ignoramos la existencia de otras causas, así sean políticas, sociales o económicas. Pero sostenemos que por encima de esas otras causas, que obran ciega o aisladamente, hay una, inteligente y constante, que a veces las suscita, a veces las dirige, o a veces simplemente las aprovecha; pero que tiene sobre ellas, que son puramente naturales, la inmensa ventaja de su carácter esencialmente sobrenatural o teológico.
 Alberto Ezcurra Medrano: “Historia del Anticristo” Prólogo. Ed. José Antonio Lopez 1990.
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